Pedro C. Fernández—
Eran las últimas horas de una tarde fría de junio de 1982. Durante
un alto el fuego, el soldado conscripto Rouco, clase ‘62, estaba de pie en la
helada trinchera de Malvinas con su FAL colgando del hombro; al lado lo tenía a
su amigo, Chávez, y más allá descansaba el resto del pelotón. Aprovechando el
escaso tiempo de claridad restante y antes que la bruma se transformara en
fuerte neblina, deciden abrir la correspondencia llegada del continente. Él no
sabía aun, que ese día quedaría signado para siempre en su vida. Se conocieron
y se hicieron inseparables en el Regimiento 7º de La Plata, que en las islas se
hizo famoso por la combatividad de sus soldados.
En esas condiciones, recibir unas
cartas cariñosas enviadas junto a las encomiendas por chicas argentinas que se
reunían en La Rural y otros puntos del país, eran un gran aliento. Chávez mira
el domicilio de la remitente y le cambia a su amigo la suya porque venía de Lanús
y Rouco era de Wilde, mientras que a él le resultaba más cómodo visitar, cuando
le dieran la baja, a la enviada desde Merlo, porque él vivía en Moreno. Llegada
la noche se intensificó el fuego y apenas tuvo tiempo de guardar la esquela en
el bolsillo interno de su chaqueta. Fue la batalla de Monte Longdon, donde los
ingleses les causaron a las tropas argentinas 31 muertos, 120 heridos y capturaron
a 50. La posición aguantó hasta la madrugada, con parte de la oficialidad
esfumada por la noche y los conscriptos dejados en banda. Sin comida, transidos
de frío y con precario armamento, los soldados se defendieron ante el avance de
los entrenados y bien pertrechados soldados ingleses y los temibles Gurkas.
Aquella tarde el mayor del Valle, le había informado al general Benjamín Menéndez
que sus soldados, fatigados de combatir, necesitaban 48 horas de relevo antes
de volver al combate. Menéndez se lo negó y le manifestó que sólo le podía ofrecer
“un poco de Whisky para sus tropas”.
Transcurría el 11, 12 y 13 de junio de 1982 y los infantes resistían con
armamento obsoleto, enfundados en sus uniformes casi de verano, donde a algunos
hasta se le congelaban partes del cuerpo, ante la superioridad numérica y en armamento
de aquellos que atacaban con visores nocturnos, misiles “inteligentes”, fusiles
con miras telescópicas y laser, de la infantería Real. Escasos de coordinación
militar y armas para ese duro combate y ya en la imposibilidad de hacer frente
a los ingleses, esos infantes argentinos, poco a poco van emprendiendo una digna
retirada en esa oscura noche. Allí Chávez cae gravemente herido, junto a otros
que son muertos y van quedando sepultados o moribundos. Su compañero,
desesperado lo busca y no lo encuentra, por lo que emprende el forzado
repliegue, siendo casi el último en desalojar la trinchera. Ese recuerdo lo
acompaña hasta hoy, causándole el llamado “stress
post traumático”. Así como él, muchos otros combatientes de Malvinas son víctimas
del mismo mal y se calcula que de 350 a 450 se suicidaron hasta la fecha, mientras
otros sucumbieron en el alcohol, las drogas, la inestabilidad emocional
(algunos formaron 5 o más familias), otros se hicieron compradores compulsivos y contrajeron deudas
impagables o son sensibles a males peores que todavía asolan a nuestra sociedad.
Se calcula en 1.300 los heridos, 11.313 los capturados y 649 los muertos (323
del crucero General Belgrano). La conmoción mundial fue tan trascendente que
hasta tuvo que mediar el papa Juan Pablo II, que visitó la Argentina.
Cuando volvieron de las islas, hasta fueron rechazados por
quienes los apoyaban eufóricamente mientras creían que ganaban la contienda, negándoles
reinserción laboral, haciéndolos a un lado por temor o “precaución”. Así,
abandonados por el Estado, pasaron casi 9 años sin un justo reconocimiento.
Recién en octubre de 1990 el Estado argentino les otorgó una pensión de guerra,
equivalente a la magra jubilación mínima de la era Cavallo. Rouco, al regreso releyó
la esquela recibida de mano de su amigo, escrita por aquella chica de Lanús y
se animó a visitarla, a conocerla y a enamorarse de ella, un romance cuyo fruto
fue un matrimonio y dos hermosas hijas.
En aquella época, las noticias de los supuestos éxitos de
las fuerzas argentinas en las islas y en el mar, hacían creer que estábamos
venciendo. La revista Gente, entre
otros medios, anunciaba el 27/05/1982 en su tapa: “Estamos ganando. 6 buques hundidos, 16 averiados, 21 aviones y 16
helicópteros derribados. Estamos destruyendo la flota británica”, y agregaba
que los ingleses no llegarían al escenario y que EE.UU. pronto se aliaria a nuestra causa.
Mientras tanto, submarinos nucleares ingleses, cual
tiburones, patrullaban dentro y fuera del teatro de operaciones del Atlántico Sur
(TOAS) y a Soriano, sorteado en la misma clase ‘62, le tocó la Marina.
Entrenado por el comandante Bonzo, llegó a marinero de 1ª clase a bordo del
Crucero General Belgrano. En la histórica nave se realizaban simulacros de
salvamento y operaciones relativas a maniobras militares. Cuando en pleno
entrenamiento sonó la estrepitosa explosión, creyó que había explotado algunas
de las calderas de la sala de máquinas y que, en el mejor de los casos, les
quedarían dos horas para abandonar la nave. El crucero tardó 45 minutos en
hundirse. En ese corto interín el abandono del barco fue improvisado, caótico y
apresurado, debido a las circunstancias.
Se trataba de socorrer a los heridos, muchos perecieron dentro de la
embarcación que se fue hundiendo y otros con sus chalecos salvavidas se deslizaron
o saltaron como pudieron hacia las
balsas de salvamento que bajaban de la cubierta a las frías aguas del Atlántico.
Con la llegada de la noche y ante la escasés de espacio, típico de muchos
naufragios, los marinos se turnaban entre las aguas frías y los botes donde,
con el pasar del tiempo, se fue haciendo lugar debido a los muertos por
hipotermia y congelamiento. Naves argentinas y pesqueros que navegaban por la
zona, se abocaron al difícil rescate. El muy cuestionado accionar del submarino
inglés Conqueror, que no respetó las normas internacionales y torpedeó al
crucero fuera de la zona de exclusión, sacudió a la opinión pública argentina
como a la internacional. Muchos náufragos fueron socorridos por embarcaciones
civiles, como el Bahía Paraíso —de la Cruz Roja Argentina—, que logró rescatar
a cerca de ochenta marinos. Soriano terminó salvado y detenido por una nave
inglesa y después manifestó haber sido bien tratado. Cuando vuelve al
continente, la sociedad que lo recibe, sumado a la crisis económica que genera
escasez de empleo e inflación, deriva en que Soriano vaga por las plazas de Buenos
Aires y lidera una banda de jóvenes que robaban estéreos y tomaban Rohypnol, una
droga típica los años ’80 y tuvo que esperar hasta el 2004, en que el gobierno
de Néstor Kirchner le permitió acceder, junto a los militares retirados que
estuvieron en Malvinas y no habían cometido violaciones a los derechos humanos,
una pensión honorifica de guerra equivalente a tres jubilaciones mínimas
actuales. Otros conscriptos movilizados, siguen reclamando el mismo beneficio, porque
si bien no estuvieron en el teatro de operaciones, como la ley reclama, también
sufrieron las consecuencias del estrés familiar y propio, así como la reacción
de la sociedad. Todos los conscriptos clase ‘62 lo padecieron. Los militares
profesionales cumplieron, aunque algunos en forma discutible, con lo que su
carrera les exigía. Sin embargo se habla de muy pocos que, imbuidos por un sentimiento patriota, nunca tramitaron tal
beneficio.
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