Mauricio Epsztejn—
El reciente fallo de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación, que declaró inconstitucional la ley sancionada por
amplia mayoría del Parlamento para la elección de los miembros del Consejo de
la Magistratura, puso en escena a todos los actores y dejó en claro los
intereses que defienden. Así resultó una prueba adicional que avaló la necesidad
de democratizar la justicia que, como primer paso debe someterse al mandato de
la fuente originaria de poder en una república: el pueblo. El Poder Judicial es
el único que aún se resiste a aceptar que todos los órganos de poder político
—en este caso el susodicho Consejo —, deben tener su mandato originado en la soberanía
popular, que en un sistema representativo como el nuestro se da a través del
voto ciudadano.
Porque no otra cosa que una institución
política es el Consejo de la Magistratura, ya que no es técnico, pues no juzga,
no dicta sentencias, no interpreta leyes. Fue pensado como el instrumento de gobierno
del Poder Judicial para seleccionar los jueces, proponer ternas de candidatos
que cubran los puestos vacantes, administrar y ejecutar el presupuesto, ejercer
funciones disciplinarias y, si hiciera falta, iniciar el proceso de acusación por
el que se remueven los magistrados (ver artículo 114 de la Constitución
Nacional).
En la actualidad, si hay algo manifiestamente
inconstitucional, es el manejo del presupuesto por parte de la Corte, retenido
y defendido por ella, que sí viola de modo flagrante lo establecido en el mismo
artículo.
De República y republicanos – Democracia y corporaciones
El fallo del que se habla, firmado por
la mayoría de los cortesanos, llenó de euforia al conjunto del arco opositor y
no fueron pocos que lo visualizaron como una réplica de lo sucedido en 2008 con
el voto “no positivo” de Cobos, durante el debate de la famosa resolución 125. Incluso
están los que vaticinan una derrota electoral del kirchnerismo, como la de
2009.
Por el lado del oficialismo, pareció
asimilar el golpe, aceptó el fallo y lo incorporó como otra evidencia para
avalar la necesidad de democratizar el Poder Judicial. A su vez, no sólo puso
en ridículo las afirmaciones sobre su supuesto autoritarismo, sino que colocó
bajo la luz pública un tema como el de los jueces, su organización, sus
intereses corporativos, sus privilegios respecto al resto de los funcionarios
públicos, como el de no mostrar sus patrimonios, sus relaciones de intereses y
otros temas similares. Es decir que, si bien acató el fallo, no renunció a
plantear abiertamente su desacuerdo y dar públicamente las razones.
Se puede decir que en este tema, como ya
sucedió con otros, aunque la iniciativa de cuestionar a la estructura del Poder
Judicial como arcaico y plagado de intereses corporativos no nació del Poder
Ejecutivo sino que se dio antes con el movimiento Justicia Legítima, donde un
sector interno de esa misma justicia se plantea ser parte del proceso
transformador que vive Argentina y Latinoamérica, el oficialismo supo tomar
algunos aspectos sustanciales y los transformó en ley, con el debate sobre la
democratización se colocó en un escalón superior.
De allí que, si algún mérito tuvo la
resolución de la Corte con su declaración de inconstitucionalidad, fue el de
confirmar, a su pesar, lo que amplios sectores de la sociedad perciben: que los
encargados de administrar justicia actúan como una corporación que se considera
con derecho a un voto calificado, a mirarse como acreedores de derechos superiores
al del resto de los ciudadanos y no como los servidores de la sociedad.
El debate está lejos de haberse clausurado.
Paradójicamente, las trabas a la vigencia plena de la Ley de medios, trabas que
cuentan con la tolerancia de la Corte después de más de tres años de sancionada
por el Parlamento, puso blanco sobre negro que en este país todavía hay hijos y
entenados cuando de administrar justicia se trata y vuelve a poner en discusión
quién y para quién se ejerce el poder en este país, un país que desde 1853 proclamó
darse la forma de gobierno representativa, republicana y federal, es decir un
sistema político donde el pueblo es el soberano y a través del voto democrático,
en el que todos valen lo mismo, decide en quienes delegar la responsabilidad de
gobernar. Aquello que se escribió hace más de un siglo y medio y a fuerza de
luchas y sacrificios se fue logrando para otros poderes del Estado, la Corte lo
niega para el Judicial.
No es una novedad que lo escrito en 1853
avanzó a los tropezones y debió vencer poderosas resistencias. Por ejemplo, la
ley electoral de 1857 estableció el voto cantado y masculino para los mayores
de 18 años, con todos los riesgos que implicaba para la gente sencilla ejercer
ese derecho delante de quienes manejaban el poder y el fraude.
Un ejemplo de cómo procedían, lo trae a
colación el historiador Felipe Pigna con una carta que Sarmiento le escribió a
su amigo Oro. Refiriéndose a las elecciones de 1857, dice: “Nuestra base de
operaciones ha consistido en la audacia y el terror que, empleados hábilmente,
han dado este resultado admirable e inesperado. Establecimos en varios puntos
depósitos de armas y encarcelamos como unos veinte extranjeros complicados en
una supuesta conspiración; algunas bandas de soldados armados recorrían de noche
las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros; en fin:
fue tal el terror que sembramos entre toda esta gente con estos y otros medios,
que el día 29 triunfamos sin oposición”.
Hasta 1912 fue así, año en el que se
conquistó el voto universal, secreto y obligatorio. Para alcanzarlo hubo luchas
y hasta sublevaciones populares armadas de por medio. Bajo el imperio de esa
ley, conocida como Ley Saenz Peña, se efectuaron las primeras elecciones legislativas
sin fraude que produjo cambios en el Parlamento y permitió que en 1916 Hipólito
Yrigoyen llegara a la presidencia.
Sin embargo, lo de universal sólo valía para
los varones mayores de 18 años y nadie más. Aunque desde 1919 hubo proyectos a
favor del voto femenino, ese derecho tardó treinta años en concretarse y llegó
recién en 1947 bajo el decisivo impulso de Eva Perón, que venció la resistencia
de los mismos que siempre se niegan a reconocerle derechos al pueblo.
Después vino el período que va desde
1930 hasta 1983, donde el sistema democrático rigió de a ratos y la violación
de la Constitución fue la norma, incluida la última dictadura
cívico-militar-eclesiástica, avalada por la mayoría del estamento judicial y
las respectivas Cortes Supremas. Aún subsisten fuertes enclaves que resisten el
avance de los juicios por delitos de lesa humanidad, no sólo para los uniformados,
sino para todos los responsables del genocidio. Y si recién hace escasos años
se pueden juzgar con todas las garantías del debido proceso, se debe a la persistente
lucha pacífica de los organismos de derechos humanos y no del estamento
judicial y de las asociaciones representativas de los magistrados. Ese
empecinamiento en lograr verdad y justicia y la iniciativa de los gobiernos
kirchneristas, lograron derogar las leyes de obediencia debida y punto final.
¿Por qué los sectores del privilegio resisten
tanto la ampliación de derechos? Sencillamente porque se niegan a resignar privilegios
y poder en favor de las mayorías. Por eso defienden el voto calificado, el de
las corporaciones, en lugar del voto ciudadano; sostienen que el voto de
algunos miles que componen la corporación judicial, vale más que el de
veinticinco millones inscriptos en el padrón electoral nacional.
¿Comparte ese criterio la mayoría de la
Corte Suprema, de las asociaciones de magistrados y del los abogados más
conservadores? El fallo de la Corte dejó nítidamente diferenciados los campos y
seguramente, tal como lo impulsa el sector que se encolumna con Justicia
Legítima, el debate sobre la necesidad de los cambios democratizadores se va a
extender a lo largo y ancho del país.
¿Por qué en esa maniobra se enganchan
partidos cuya tradición incluye mucho de nacional, popular y democrático?
Probablemente porque han renegado de esa historia y marchan a la cola del
libreto dictado por quienes defienden a los privilegiados de siempre.
También tendrán que repensar su discurso
quienes se proclaman defensores de la democracia frente los avances del
autoritarismo y terminan apoyando el gobierno de las corporaciones, una marca
distintiva del Estado corporativo fascista italiano que abolió la república, durante
la dictadura de Mussolini y por estos pagos nutrió la ideología de todas las
dictaduras.
Pero el poder de las corporaciones no
siempre se presenta de manera burda. Al contrario, tienen voceros que se
inflaman haciendo profesión de fe democrática para hacer todo lo contrario. La
gran prensa es una de ellas, que se irrita y conspira cuando los gobiernos
elegidos por el voto no se ajustan a la agenda que le señalan. La historia
argentina abunda en ejemplos de gobiernos elegidos por el voto popular que
terminaban copados por las corporaciones y grupos de poder. Era un lugar común
considerar que el Ministerio de Economía le pertenecía a los empresarios y
banqueros; el de asuntos agrarios, a los ruralistas; el de justicia, a la
corporación respectiva; el de trabajo, al bendecido por alguna central sindical
y patronal; el de defensa, el aprobado por las respectivas jerarquías y así con
el resto. El resultado era que los ciudadanos elegían a dirigentes políticos,
pero el poder real se ejercía desde otros lados y cuando los gobiernos no se
les sometían, los derrocaban.
Esos grupos, que tienen mucho poder, no
quieren entender que en la democracia, cada ciudadano tiene un voto y ninguno
vale más que otro. A la democracia le queda por delante ganar la pelea política
también en este terreno, con razones y con votos.
El voto choripán y tetrabrik más el delito de ser mayoría
Para la actual oposición, pareciera que ser
independiente es oponerse a todas las propuestas del kirchnerismo. Así actuaron
frente a la Asignación universal por hijo, la ley de Identidad de género, la
del Matrimonio igualitario, la del Derecho al voto para los jóvenes de 16 años,
la del Derecho a la información, la de Comunicación audiovisual, la de
Recuperación del sistema previsional, la nacionalización de YPF, la
recuperación de Aerolíneas, la negativa a pagarle a los fondos buitres, la
defensa de la Fragata Libertad y la lista continúa.
Esa postura incluye lo referido a la democratización
de la justicia, sobre todo porque la mayor democratización romperá el poder
aristocrático que allí todavía prima y lo abrirá a prestar atención a los
intereses de las mayorías, un tema que trasciende el debate abstracto que puede
darse alrededor de una mesa de café, para meterse en la distribución más justa
de los bienes materiales, sociales, políticos y culturales, que vendrían a integrar
el combo identificado por los grupos del privilegio como los que dependen del choripán
y tetrabrik, tan denigrados por quienes sólo aprecian a la “gente como uno”, que
come y bebe en hoteles de cinco estrellas.
Varias de estas cuestiones también
estarán en juego en las próximas elecciones de octubre. Hasta ahora, uno de los
objetivos unificadores de la oposición política al kirchnerismo es tratar de
derrotarlo de cualquier modo y alcanzar la mayoría en todos los órganos
electivos, como sucedió en el 2009, en que ganaron, pero las peleas por el
reparto del botín paralizaron al Parlamento por dos años.
Si el lector cree que lo dicho es falso,
se equivoca: lo afirmaron varios de sus líderes. Algunos hasta le pusieron
fecha de vencimiento a las alianzas tejidas para las elecciones de octubre. Fueron
expresiones de gente “seria”, que se candidatea a puestos de poder. Al lado de
tales confesiones, la ironía de Borges cargada de despecho, sobre que “la
democracia es un lamentable abuso de las estadísticas”, suena a ingenuidad
infantil.
Otro argumento opositor es que el
oficialismo quiere tener la mayoría en todos los órganos electivos. ¿Es delito
querer ganar? Lo dice gente “seria”, que se candidatea para representar a la
ciudadanía. Cabría preguntarles si es antidemocrático, si presentarse a
elecciones y querer ganarlas, lo es ¿por qué se presentan? ¿Se darán cuenta de
la contradicción que encierra tal discurso, que incluso les juega en contra ya
que tácitamente admiten que deben recurrir al atajo y la alianza con la
corporación judicial porque se sienten incapaces de triunfar en las urnas?
Por eso, las próximas elecciones no son
una elección de medio término más. En buena medida, lo que en octubre se dirime
es mucho más que una renovación legislativa. Son dos proyectos de país los que
están en pugna: uno por la vuelta a modelos fracasados; el otro es el que se
enmarca en el genéricamente llamado movimiento nacional y popular. Gracias a
que la democracia se va consolidando, hoy la disputa se da en las urnas y no mediante
chirinadas como sueñan ciertos voceros que arrean a la oposición. Sin embargo,
como nadie tiene la vaca atada antes de abrir las urnas y contar los votos, lo
primordial es la participación popular como garantía de que el debate se continúe dando en
el terreno de la democracia.
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