domingo, 30 de junio de 2013

K.O.

Alfredo Mera Molinari—
Esa semana me acosté más temprano porque tenía pelea, además de tener que madrugar para hacer lo mío. No iba a descuidar el laburo, menos por un deporte al que muchos no lo consideran tal. Toda la vida fui culposo por eso. Qué sé yo, me daba como vergüenza que supieran que entrenaba. Por eso, en la previa a entrar al cuadrilátero estaba como ensimismado. Concentrado en mí para ganar y en el qué dirán que me daba vueltas. No podía prestarle atención a otras cosas. No porque no quisiera, de verdad no podía. Calculo que por eso me di cuenta recién el viernes que Sara esperaba a que me durmiera para rajarse a ver a Elvio. Supongo que se aguantaba hasta las 19, no creo que pasara de ahí. Ojo, ella siempre fue de trasnochar, eh. La diferencia es que en general me avisaba cuando iba a salir a pasear y ahora se escondía. Antes de esto, intenté hacerle entender que vivir de noche iba contra su naturaleza, que le iba a hacer mal. Lo hacía y automáticamente me daba cuenta de que su naturaleza era como era.

Desde el primer día supe a qué me exponía. Sara ya de chica era preciosa, blanca sin una mancha. No le pasaban los años. Hoy seguía impecable, con la cabeza y los pechos erguidos. No tenía los ojos alterados como las otras. Era increíble que no descansar le diera una mirada más dulce y un andar más sereno que al resto de las bien dormidas, las que no se iban de casa, las que constantemente rodeaban al macho. A lo mejor era la carencia de libertad lo que las dejaba desorbitadas y duras. Ella hacía lo que se le antojaba, jamás iba a estar pavoneándose alrededor mío. No me iba a celar ni a marcar territorio, eso que soy alguien que siempre tuvo mucho arrastre. Ser un criollo más alto que la mayoría, negro con el porte que ya me daba la genética y la gracia que me sumó ser peleador, despertaba la atención de todas. Pero, la verdad, ella era la protagonista. Sara andaba y dejaba algo en el ambiente cuando pasaba. Varias veces tuve que clavarle la vista a un par de compañeros que estaban como zombis siguiendo sus pasos.
Enterarme el viernes teniendo una pelea el sábado, le agregaba problemas a la cosa. Necesitaba estar lo más relajado que pudiera antes de enfrentarme al colorado León, que era apenas más bajito que yo y que había sido campeón litoraleño hacía un par de años. Era bueno el entrerriano, no era cualquier matungo y saber que Sara me metía los cuernos no sólo me sacaba de concentración, sino que le daba a mi oponente la posibilidad de burlarse. Por eso quería resolverlo de la manera más brutal que se pudiera. Que no hubiera posibilidad de que alguien dude de mi virilidad. Que cuando entrara a combate se diga: “Con este no se jode. Acá llegó Romero”. Sí, me llamo así, pero no como el apellido, sino como la planta. Me encontraron abandonado en un romeral en Cruz del Eje pocos días después de haber nacido. Rubén me vio bastante deteriorado, me cargó en su Rastrojero verde y me trajo para Capilla del Monte. Acá creen que eso también me formó el carácter, que me hizo más resistente. No sé qué me formó el carácter, pero sí qué me lo deformó.
Perdí noción de quién era desde que escuché el chillido de la reja cuando la abrió. Me desperté sobresaltado y la busqué con la mirada. No la vi. No me sorprendió, aunque en lugar de seguir durmiendo sentí el impulso de saber hacia dónde iba. Nunca la había acosado. En estos tres años no digo que no haya tenido un arranque de desconfianza, pero jamás pasaron de un par de gritos. No soy un loco ni un paranoico. Aparte, tengo prohibido enfrentarme a alguien fuera del ring. Eso me traería un castigo mayor, además de que no estaba en mis planes agredir a nadie, menos a ella. No piensen que no tuve todo eso presente en cada huella de Sara que seguí por el camino de tierra que unía nuestro terreno con el de los Gutiérrez. Era cerquita, unos 150 metros en los que me repetía que si veía algo raro me tenía que controlar.
Sara avanzaba sin culpas. Nada que ver conmigo. En ningún momento miraba hacia atrás. Caminaba despacio, pero decidida. No la distrajeron ni los ladridos del dogo que estaba en la puerta de la quinta de Saldaña, ni la motoneta de Susana que le pasó bien fino. Tenía la decisión tomada y sabía qué hacer y no existía algo que la frenara. A veces pienso que en el fondo sentía que yo venía atrás, pero que no pensaba cambiar lo que deseaba sobre la marcha. Y quería a Elvio, ese enano pardo y roñoso que cree que los amaneceres son a las 9 de la mañana. Lo odiaba de antes de todo esto. Cuando lo escuchaba cantar con esa voz finita y esa cresta despeinada, pensaba “este pelotudo es el que te arruina el negocio”. El típico que cree que no hay hembra que se le resista sólo porque existe. Que no tiene más responsabilidades que tener un techo, un poco de comida y que el resto es vivir lo que nos toque. Ese cachivache se cogía a Sara.
Cuando ella entró, me quedé a un costado para ver qué hacía. Todo se resolvió en un par de minutos. Él estaba quieto, parado sobre un banquito de madera blanco, mientras Sara le daba vueltas alrededor. Bailaba sola y se observaban, pero ninguno emitía sonido, hasta que intercambiaron posiciones y Elvio fue el que comenzó a circular. Ella simulaba escaparse, para jugar a una persecución que ya se sabía como iba a terminar. De repente, él se le tiró encima presionándola contra el suelo y no la soltó. Ella se quedó inmóvil mirando la nada, con las patas clavadas en la arcilla dejándolo hacer, mientras recibía unos picotazos en el cogote que la hacían pegar tremendos alaridos. No sabía que gritaba así. Oír me desarmó y exploté en ira.
No me importaba nada. Volé con las garras en punta hasta la cara de Elvio que no pudo esquivarme y quedó tuerto en mi primer ataque. No se pudo defender. No lo lamento. Mi pico y su cara estaban empapados de sangre. Lo seguí punzando y zamarreando hasta que le quebré el ala derecha. Ella ya no gritaba sola. Para que no pudiera huir, lo enrosqué y le fracturé la pierna izquierda. Una vez que quedó quieto del todo, lo volteé dejándolo con el pecho hacia arriba y lo tajeé en los huevos. Quería comérselos. No lo hice, total no le iban a servir más. Sara volvió corriendo al gallinero, muerta de miedo. No iba a lastimarla, de todos modos la entiendo. Yo entré un poco después y esperé en el patio, sobre un cantero con helechos hasta que me llegara el sueño. No tenía ganas de seguir con ella, menos de compartir espacio.
Despertar no fue como si nada. No canté igual que siempre. Enseguida salí a pensar en la riña y Sara se quedó un tiempo adentro con unas ponedoras viejas. No llevábamos la gracia habitual, se nos notaba la tristeza. Sin embargo, tenía que hacer el esfuerzo de pensar que ya no había vuelta atrás y enfocarme en la pelea. No pude. Pasé las horas entre angustia, abulia y tensión hasta que a las doce me llevaron al club gallístico. En el camino rogaba porque León perdiera un ojo a último momento y me tengan que enfrentar con otro animal o que alguna lluvia milagrosa inundara la ruta 38. Sabía que si todo era normal el colorado me iba a destrozar. Para colmo, el lugar estaba lleno de conocidos que me venían a ver ganar, no sólo porque me tenían cierto cariño, sino porque se jugaban unos buenos mangos por mí. Se habían juntado unas nueve lucas en el pozo. Si hubiera podido les avisaba que no apostaran esta vez, que se guardaran el dinero para otro. Lástima.

Se supone que el combate tenía que durar 70 minutos. No llegué ni a la pausa para bañarnos que hacen a los primeros 15. Casi no opuse resistencia. De tres puazos León me sacó toda chance de que la historia fuera pareja y en poco tiempo me desplomé por el pánico, el cansancio y las heridas que tenía bajo las alas. Por primera vez tuve miedo de morir. Rubén se dio cuenta y enseguida me sacó de la disputa. Humillante todo, lo sé. Venía de ser cornudo, de atacar a otro por la espalda y ahora perdía como un cagón delante de gente que se la había jugado por mí. Deseaba que un perro me tragara entero. Mi dueño tampoco tenía consuelo. Mientras caminábamos hasta la camioneta pensaba en mi final con Sara y en la familia Gutiérrez, los únicos del pueblo que le tenían fe al gallo de Gualeguay. Ganadores por su Elvio, el inútil que me hizo perderlo todo. El pelotudo que te arruina el negocio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por participar, compartir y opinar