Alfredo Mera Molinari—
Esa semana me
acosté más temprano porque tenía pelea, además de tener que madrugar para hacer
lo mío. No iba a descuidar el laburo, menos por un deporte al que muchos no lo
consideran tal. Toda la vida fui culposo por eso. Qué sé yo, me daba como
vergüenza que supieran que entrenaba. Por eso, en la previa a entrar al cuadrilátero
estaba como ensimismado. Concentrado en mí para ganar y en el qué dirán que me
daba vueltas. No podía prestarle atención a otras cosas. No porque no quisiera,
de verdad no podía. Calculo que por eso me di cuenta recién el viernes que Sara
esperaba a que me durmiera para rajarse a ver a Elvio. Supongo que se aguantaba
hasta las 19, no creo que pasara de ahí. Ojo, ella siempre fue de trasnochar,
eh. La diferencia es que en general me avisaba cuando iba a salir a pasear y
ahora se escondía. Antes de esto, intenté hacerle entender que vivir de noche iba
contra su naturaleza, que le iba a hacer mal. Lo hacía y automáticamente me
daba cuenta de que su naturaleza era como era.
Desde el primer
día supe a qué me exponía. Sara ya de chica era preciosa, blanca sin una
mancha. No le pasaban los años. Hoy seguía impecable, con la cabeza y los
pechos erguidos. No tenía los ojos alterados como las otras. Era increíble que
no descansar le diera una mirada más dulce y un andar más sereno que al resto
de las bien dormidas, las que no se iban de casa, las que constantemente
rodeaban al macho. A lo mejor era la carencia de libertad lo que las dejaba
desorbitadas y duras. Ella hacía lo que se le antojaba, jamás iba a estar
pavoneándose alrededor mío. No me iba a celar ni a marcar territorio, eso que
soy alguien que siempre tuvo mucho arrastre. Ser un criollo más alto que la
mayoría, negro con el porte que ya me daba la genética y la gracia que me sumó
ser peleador, despertaba la atención de todas. Pero, la verdad, ella era la
protagonista. Sara andaba y dejaba algo en el ambiente cuando pasaba. Varias
veces tuve que clavarle la vista a un par de compañeros que estaban como zombis
siguiendo sus pasos.
Enterarme el
viernes teniendo una pelea el sábado, le agregaba problemas a la cosa.
Necesitaba estar lo más relajado que pudiera antes de enfrentarme al colorado León,
que era apenas más bajito que yo y que había sido campeón litoraleño hacía un
par de años. Era bueno el entrerriano, no era cualquier matungo y saber que
Sara me metía los cuernos no sólo me sacaba de concentración, sino que le daba
a mi oponente la posibilidad de burlarse. Por eso quería resolverlo de la
manera más brutal que se pudiera. Que no hubiera posibilidad de que alguien
dude de mi virilidad. Que cuando entrara a combate se diga: “Con este no se
jode. Acá llegó Romero”. Sí, me llamo así, pero no como el apellido, sino como
la planta. Me encontraron abandonado en un romeral en Cruz del Eje pocos días
después de haber nacido. Rubén me vio bastante deteriorado, me cargó en su Rastrojero
verde y me trajo para Capilla del Monte. Acá creen que eso también me formó el
carácter, que me hizo más resistente. No sé qué me formó el carácter, pero sí
qué me lo deformó.
Perdí noción de
quién era desde que escuché el chillido de la reja cuando la abrió. Me desperté
sobresaltado y la busqué con la mirada. No la vi. No me sorprendió, aunque en lugar
de seguir durmiendo sentí el impulso de saber hacia dónde iba. Nunca la había acosado.
En estos tres años no digo que no haya tenido un arranque de desconfianza, pero
jamás pasaron de un par de gritos. No soy un loco ni un paranoico. Aparte,
tengo prohibido enfrentarme a alguien fuera del ring. Eso me traería un castigo
mayor, además de que no estaba en mis planes agredir a nadie, menos a ella. No piensen
que no tuve todo eso presente en cada huella de Sara que seguí por el camino de
tierra que unía nuestro terreno con el de los Gutiérrez. Era cerquita, unos 150
metros en los que me repetía que si veía algo raro me tenía que controlar.
Sara avanzaba
sin culpas. Nada que ver conmigo. En ningún momento miraba hacia atrás.
Caminaba despacio, pero decidida. No la distrajeron ni los ladridos del dogo
que estaba en la puerta de la quinta de Saldaña, ni la motoneta de Susana que
le pasó bien fino. Tenía la decisión tomada y sabía qué hacer y no existía algo
que la frenara. A veces pienso que en el fondo sentía que yo venía atrás, pero
que no pensaba cambiar lo que deseaba sobre la marcha. Y quería a Elvio, ese
enano pardo y roñoso que cree que los amaneceres son a las 9 de la mañana. Lo
odiaba de antes de todo esto. Cuando lo escuchaba cantar con esa voz finita y
esa cresta despeinada, pensaba “este pelotudo es el que te arruina el negocio”.
El típico que cree que no hay hembra que se le resista sólo porque existe. Que
no tiene más responsabilidades que tener un techo, un poco de comida y que el
resto es vivir lo que nos toque. Ese cachivache se cogía a Sara.
Cuando ella
entró, me quedé a un costado para ver qué hacía. Todo se resolvió en un par de
minutos. Él estaba quieto, parado sobre un banquito de madera blanco, mientras
Sara le daba vueltas alrededor. Bailaba sola y se observaban, pero ninguno
emitía sonido, hasta que intercambiaron posiciones y Elvio fue el que comenzó a
circular. Ella simulaba escaparse, para jugar a una persecución que ya se sabía
como iba a terminar. De repente, él se le tiró encima presionándola contra el
suelo y no la soltó. Ella se quedó inmóvil mirando la nada, con las patas
clavadas en la arcilla dejándolo hacer, mientras recibía unos picotazos en el
cogote que la hacían pegar tremendos alaridos. No sabía que gritaba así. Oír me
desarmó y exploté en ira.
No me importaba
nada. Volé con las garras en punta hasta la cara de Elvio que no pudo
esquivarme y quedó tuerto en mi primer ataque. No se pudo defender. No lo
lamento. Mi pico y su cara estaban empapados de sangre. Lo seguí punzando y
zamarreando hasta que le quebré el ala derecha. Ella ya no gritaba sola. Para
que no pudiera huir, lo enrosqué y le fracturé la pierna izquierda. Una vez que
quedó quieto del todo, lo volteé dejándolo con el pecho hacia arriba y lo tajeé
en los huevos. Quería comérselos. No lo hice, total no le iban a servir más.
Sara volvió corriendo al gallinero, muerta de miedo. No iba a lastimarla, de
todos modos la entiendo. Yo entré un poco después y esperé en el patio, sobre
un cantero con helechos hasta que me llegara el sueño. No tenía ganas de seguir
con ella, menos de compartir espacio.
Despertar no fue
como si nada. No canté igual que siempre. Enseguida salí a pensar en la riña y
Sara se quedó un tiempo adentro con unas ponedoras viejas. No llevábamos la
gracia habitual, se nos notaba la tristeza. Sin embargo, tenía que hacer el
esfuerzo de pensar que ya no había vuelta atrás y enfocarme en la pelea. No
pude. Pasé las horas entre angustia, abulia y tensión hasta que a las doce me
llevaron al club gallístico. En el camino rogaba porque León perdiera un ojo a
último momento y me tengan que enfrentar con otro animal o que alguna lluvia
milagrosa inundara la ruta 38. Sabía que si todo era normal el colorado me iba
a destrozar. Para colmo, el lugar estaba lleno de conocidos que me venían a ver
ganar, no sólo porque me tenían cierto cariño, sino porque se jugaban unos
buenos mangos por mí. Se habían juntado unas nueve lucas en el pozo. Si hubiera
podido les avisaba que no apostaran esta vez, que se guardaran el dinero para otro.
Lástima.
Se supone que el
combate tenía que durar 70 minutos. No llegué ni a la pausa para bañarnos que
hacen a los primeros 15. Casi no opuse resistencia. De tres puazos León me sacó
toda chance de que la historia fuera pareja y en poco tiempo me desplomé por el
pánico, el cansancio y las heridas que tenía bajo las alas. Por primera vez
tuve miedo de morir. Rubén se dio cuenta y enseguida me sacó de la disputa. Humillante
todo, lo sé. Venía de ser cornudo, de atacar a otro por la espalda y ahora
perdía como un cagón delante de gente que se la había jugado por mí. Deseaba
que un perro me tragara entero. Mi dueño tampoco tenía consuelo. Mientras
caminábamos hasta la camioneta pensaba en mi final con Sara y en la familia Gutiérrez,
los únicos del pueblo que le tenían fe al gallo de Gualeguay. Ganadores por su Elvio,
el inútil que me hizo perderlo todo. El pelotudo que te arruina el negocio.
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