Alfredo Mera —
Siempre que pueda, quien decida mudarse tiene que contemplar
sobre todo el momento en el año en que lo va a hacer. Deben priorizarlo por
sobre el estado general del edificio o la vista del departamento o la
suficiencia del espacio. Lo más importante es saber quienes viven inmediatamente
arriba o a los costados y eso, en general, no sucede en verano. Yo debía
conseguirme algo urgente (Carla no me quería más en su casa) y no pude esperar
a marzo. Me instalé en febrero en Villa Crespo, barrio que para esa altura
estaba mayormente despoblado por el éxodo a Miramar y me alquilé un dos
ambientes en un segundo de tres pisos por escalera. Acá conocí a Guillermina y
si hubiera acertado en el tiempo, habría podido esquivar la historia.
Por más que siempre aparezcan imprevisibles, hay que tratar
de calcular de antemano lo que viene.
Algo hice. Por ejemplo, en el tercero, el único con tres habitaciones y que por
lo tanto no tenía vecinos, estaba a la
venta y lo tenían bastante caro. La ecuación era breve. Punto a favor: Silencio
por un buen rato. Punto en contra: Incertidumbre. Al lado mío me dijo Elsa, la
dueña de mi nuevo hogar, que vivía una sanjuanina que estaba de vacaciones con
sus padres. Le pregunté si tenía novio y me respondió que no sabía, pero que
era divina y que había venido a estudiar. Punto a favor: Joven que vive sola,
aparentemente linda. Punto en contra: Ser divino para una señora como Elsa
puede que no se refiera a belleza y onda y te limita expectativas. Además, y
pido perdón de antemano si ofendo a alguien, no conocía a ninguna mina linda de
esa provincia.
Abajo vivían dos parejas. Una con un pibe de unos 5 años,
amorosos ellos, que estaban en la playa y una que acababa de de tener una nena
y que serían las únicas personas que me cruzaría los primeros días. Me mudé un sábado
y recién los vi un jueves. Lo que cada noche oía era a la pibita llorar, pero
bueno, no podía hacer nada al respecto. Punto a favor: las parejas se
relacionan entre ellas. Punto en contra: Niños. Hecho el cálculo, pensé que
dentro de todo tenía suerte y eso me dejaba contento. El edificio era casi mío
y me permitía descansar del tedio de seis horas recorriendo la línea B, que de
por sí circulaba más tranquila, lo cual me daba tiempo reflexionar sobre mi
trabajo y si extrañaba o no a Carla. Algunas veces me angustiaba, aunque casi
siempre concluía en que el trabajo, como mi ex, me servía pero no me gustaba.
Los primeros días ni bien salía a las 15, me volvía a hacer nada. Ni siquiera
saqué la ropa de las bolsas, total usaba el uniforme y en casa podía moverme
tranquilamente en calzones. Limpiar y ordenar quedó para el fin de semana,
actividad que meché con la de espiar por la mirilla a los que venían a ver el
tercero.
Jugaba a adivinar qué harían de sus vidas y les ponía
puntaje en relación a la posibilidad de comprar o no que tuvieran. Mi mayor
apuesta era una pareja de mi edad o un par de años más, 35 como mucho. A ella
la imaginé secretaria en alguna empresa donde él tenía un cargo medianamente
importante. De hecho, estaban vestidos como recién salidos del laburo, aunque
quedaba claro que no tenían el aspecto de trabajar un sábado. Tenían pinta de
esos pseudo hippies con plata, bioelegantes, que quieren a Palermo
relativamente cerca para recorrererlo en bicicleta plegable. La mina hablaba
sin parar. No supe bien qué decía, porque todo retumbaba en el vacío. A él ni
se lo escuchaba. Parece que no, pero de verdad quería que lo compraran estos.
Me los hacía todo el día afuera y sin intenciones de tener familia en los
próximos dos años. Ella se tenía que cuidar que el culo quedara en su lugar, él
no pintaba para padre. Cuando se fueron, me asomé por la ventana para chequear
si el saludo era de un “nos vemos” cordial, de compromiso, o uno de verdad.
Volví esperanzado.
En marzo la cosa fue cambiando. Para peor, obvio. Ya
funcionaba todo a ritmo normal en el subte y en paralelo crecía mi
insatisfacción en mi empleo. En Carla ya casi no pensaba. En verdad, pensaba
bastante poco. Manejaba como zombi repitiéndole a la gente que deje bajar antes
de subir, pidiendo que no traben las puertas y “arribas por favor”, alertando a
que cuiden sus pertenencias, recordando combinaciones. Lo de todos los días
empezó a devorarme. Encima, volver a casa había dejado de ser descanso. Los
monigotes de arriba eran más o menos lo que pronosticaba, pero me había
olvidado de llenar el casillero “mascotas”. Tenían tres caniches que corrían de
un lado para el otro como roedores. Las patitas sonaban en el piso cerámico
como tiza nueva en pizarrón y el ladridito lamentable salía a coro durante
horas, hasta que el dúo de ciclistas de plaza Serrano llegara. Pero eso no era
lo peor. Guillermina había traído de San Juan un loro. Tolito no sólo repetía
palabras con increíble precisión, sino que calcaba cualquier sonido. Entonces,
al simpático “hola, negrita” de las mañanas le agregó la imitación de los
perros. La piba cursaba a la tarde, así que el pájaro no tenía quien lo calle y
los cuatro ladridos despertaban a la bebé del primero. Una nena que no duerme
llora y desespera a una madre que creía que cantando una versión anoréxica de
Piñón Fijo la iba calmar.
Todo esto estacionaba en mi apatía. Aguanté un mes en el que
me quejé nada más que con Elsa, esperando que hiciera algo o que se acomodaran
solas las cosas. No pasó nada, eso hizo que arranque el intento de contacto
civilizado. A los del tercero les toqué el timbre mil veces en vano. Nunca me
atendieron, aunque supiera que estaban adentro escuchando, así que decidí
comunicarme por carta. Mil notas pidiéndoles que dejaran a alguien al cuidado de
los animales para ver si podía descansar un par de horas del ruido. Cero. No sé
si lo hacían pensando en cuidar el medio ambiente, pero no gastaron un papel en
responderme. En un último intento les dije que me contestaran en el que les
mandaba, que ese árbol ya había muerto..
No había ida y vuelta, por lo que empecé a planificar
pequeñas revanchas. Si yo que odiaba mi presente no me podía sentir mejor,
ellos, los amantes de la vida flaca, no tenían derecho a pasarla mejor. Lo
primero que hice fue adherirle al timbre del portero eléctrico un pedazo de
poxilina antes de irme al cine, pero eso me dio un poco de culpa, ya que se
activaba el circuito perros—loro—niña y a la nena no la quería joder. Entonces
busqué su teléfono en la telexplorer, y previo a marcar *31#, hacía pedidos a
su nombre noctámbulos de radio taxis, remises, helados, cervezas, etcétera.
Esto me divertía más y no me generaba ningún problema interno utilizar al
gremio del transporte de personas y objetos.
Mientras se me agotaban los lugares a donde llamar y
barajaba la posibilidad de tirar algo por debajo de la puerta de su casa que
eliminara a los caniches, empecé a madurar el mal menor. El silencio del loro a
lo mejor contagiaba a la niña y me acercaba a recuperar algo de paz. A
Guillermina le toqué el timbre una de las pocas noches que la oí llegar sola.
Abrió sin preguntar quién era. Ni ella ni Tolito dijeron hola. Traté de ser
breve. Me presenté y me disculpé por la hora y le pedí que tratara de hacer
algo con el loro. Nada más. Era la primera vez que la veía. Recordé
inmediatamente lo de divina. A simple vista no me pareció gran cosa. Una
morocha flaquita del montón, que a lo mejor de local tenía otro impacto, pero
que acá podía pasar perfectamente desapercibida. El pantallazo duró segundos.
Me dijo con los ojos llorosos, medio achinados: “Bueno. Veré qué puedo hacer”,
y cerró de un portazo. Me quedé seco.
Volví con la certeza de que era un problema sin solución.
Caminar esos dos pasos además de no solucionarme nada me dejó con la idea de que
no elegí bien los tiempos ni para tocar un timbre. Una mina llorando jamás le
daría pelota a mi problema. Cuando estaba tirado en el sillón del comedor,
haciéndome la idea de que debía buscarme otro departamento, golpearon la
puerta: la mina del tercero me preguntaba a los gritos qué le había hecho a
Mykonos, el caniche marrón que tenía en brazos y que estaba rígido, como si
fuera de yeso.
—Nada, no le hice nada más que desear que enmudeciera.
—Lo envenenaste, forro
—¿Se murió?
—No. Lo salvaron en la veterinaria. ¿Vos te querés morir,
no?
—Mirá, flaca, yo no le hice nada al perro, así que no sigas.
Cuando pensé que iba a bajar el marido, salió Guillermina a
saber qué pasaba. No sé qué pasó, pero ahora la veía linda. Hermosa, por más
que siguiera llorando y me mirase con cara de “qué hijo de puta sos”. La piba
se quedó un instante sin decir nada, dio media vuelta y pegó otro portazo más.
Ya no la registraba a la mina de arriba, ni a sus gritos ni a la momia de rulos
que llevaba encima. Dejé pasar un minuto de mente en blanco y me metí a casa.
No sabía qué hacer. Quería hablarle, explicarle que de ninguna manera alguien
como yo haría semejante barbaridad, que aparte de bueno era un tipo instruido,
que leí mucho en mis ratos libres y que, estudiara lo que estudiara, podría
ayudarla en su carrera. Que era una suerte tenerme de vecino.
Volví a tocarle el timbre. Salió y me dijo de una si había
ido a matarle al loro. Me hizo reír, cosa que colaboró a que volviera a
cerrarme la puerta en la cara y que yo insistiera con el timbre.
—¿Qué querés?
—Decirte que no envenené al perrito y saber cómo te llamás
—Bueno. Me llamo Guillermina y ni se te ocurra decirme
Guille. ¿Algo más?
—Sí, preguntarte por qué llorás
—Y vos quién sos para que te cuente
—Eh, pará que no te hice nada yo. Quería tratar de hablar
mejor de lo que pude y no quería que pensaras algo feo de mí. No soy nadie,
pero vivo al lado tuyo
—¿Me estás amenazando?
—Noooo, para, eh. No, nada que ver. Te digo que vivo al lado
para que entiendas que quiero tener una buena relación con alguien a quien voy
a cruzar seguido
—Es la primera vez que nos vemos, no entiendo por qué crees
que nos vamos a ver mucho
La puerta se volvió a cerrar. De nuevo toqué y no atendió.
Me repetí cuatro veces, hasta que salió furiosa. “Qué, qué, qué, qué”, dijo
rápido con ese tono chilenito, aflojando el porteño impostado. Le conté que
Elsa me había dicho que era divina y que no la podía hacer quedar como una
mentirosa y que si me necesitaba estaba al lado. Le di un beso en la mejilla y
me fui.
Esa noche dormí bien, lo cual alivianó la mañana de trabajo. Hasta tuve la
sensación que empezaba a afirmarme, que después del tiempo pasado (incluyendo
el final de mi relación con Carla) lo que necesitaba era contacto femenino.
Volví decidido a bancarme a los caniches, a Tolito y a la niña, y a estar
atento a la puerta. Quería hablar con mi vecina de nuevo. Para mejor, esa tarde
tuvo unos cuantos momentos de silencio. Cada tanto un perrito ladraba y el loro
lo seguía. Sin embargo, el ruido había conseguido despertar más de una vez a la
nena de la siesta. A eso de las siete y media sentí pasos y la puerta de al
lado abrirse. Traté de ver, pero la luz del pasillo estaba apagada. Otra vez
parecía estar sola. Decidí esperar un poco, para que no creyera que la estaba
espiando. Timbre. Me ilusioné en vano. Era la mina de arriba con un caniche
blanco a upa, más de duro que el otro al grito de asesino. “¡Voy a llamar a la
policía, hijo de puta!”
—Pará. ¿Está muerto?
—No, me lo salvaron a Bell, pero a vos no te va a salvar
nadie
—No hice nada. Llamá a la policía si querés
—Obvio que voy a llamar
Guillermina esta vez no lloraba. Salió y me miró con otra
cara. Evidentemente, ya no me creía una basura, pero si le parecía un boludo.
—Bueno, pará flaca. No tengo por qué bancarme que me acuses.
Por qué no llamas a tu marido y lo hablamos todos— dije como para mostrarme un
poco más adulto ante la piba
—A la policía voy a llamar, hijo de puta
—Calmate— intervino Guillermina— calmate, porque así no vas
a resolver nada
—Y vos quién sos, nena
—Vivo acá al lado. Te pido que si vas a hacer algo, lo
hagas, pero sin gritar porque no me siento bien, ¿sabés?
—Aaahh, bueno. A mí me quisieron matar dos perritos,
querida. Imaginate cómo me siento
—Paren un poco las dos. Si querés ir a hacer la denuncia,
andá. Acá no armes más quilombo. Yo no quise matar a ningún perro
Agarré a Guillermina del brazo y la metí en su casa. Me
preguntó qué hacía, qué quién me había hecho pasar y por qué había dicho paren
las dos, cuando ella no estaba haciendo nada. Le pedí perdón. Le dije que me
bancara dos minutos hasta que la otra se fuera, que ya me iba. Me miró con un
poco más de cariño, pero no me ofreció ni sentarme. Le comenté que su casa se
parecía a la mía. “Son iguales”, respondió volviéndome a ver como un tarado. Le
aclaré que lo decía porque estaban decoradas casi de la misma forma, las cosas
ordenadas más o menos igual, los colores, los muebles, eso. Lo que derivó en
una reflexión suya que me hundió un poco más: “Tenés gustos de minita”.
—Bueno, basta
—¿Te vas?
—No. Basta de tratarme así. Te puedo preguntar una cosa
—A ver
—Por qué tu loro cuando estás no imita palabras. Sólo
responde a los buen día de la mañana y chau
—Eso me preguntás. Y yo qué sé
—Bueno, dame tiempo. ¿Comemos?
—No porque te va a venir a buscar la policía
Dijo eso y por primera vez me sonrió. No me lo olvido más.
Me fui a casa feliz y no me aguanté. A las nueve le toqué el timbre. Me recibió
con un bueno, salgamos. No parecía muy entusiasmada, igual aceptó. Fuimos a
comer pastas a un bolichón de la esquina. El lugar siempre se llena, cosa que
me venía bien. Pensé en ir cerca para no tener que transitar mucho y evitar los
silencios. Cuando estás en un lugar, aunque sea esperando, cualquier cosa te da
tema de conversación. Un peinado, un plato, algo que dice alguien al pasar. En
cambio, en un taxi es un mano a mano en el que el tachero no puede ni aportar
el latiguillo del clima.
Lo primero que quería saber era por qué lloraba, pero no
podía preguntárselo de movida. Empecé por la típica de si había venido hacía
mucho, qué estudiaba, y eso. “Ya pasé un contrato de alquiler y curso
Geología”, me dijo. Le devolví lo más estúpido que se me podía ocurrir, lo tiré
de atolondrado, de ansioso. “Yo trabajo debajo de la tierra, por si te sirve”.
Cualquiera. Si algo no me enseñó la vida es a no pasarme de simpático la
primera salida. Increíblemente se rió. Si se ríe de esto vamos bien, pensé. Ya
podía consultar si tenía novio. Si lloraba por un tipo me iba a enterar ahora.
No era eso, se había peleado hacía un año. Cuando le conté de Carla se puso
seria. Su intriga era saber por qué me había dejado.
—Y qué sabés si me dejó
—No sé, se me ocurrió. ¿Te dejó?
—Sí. Me dejó porque ya no le gustaba. No hubo conflicto
grave de fondo. A vos por qué te dejaron
—Yo lo dejé, nene. Lo dejé porque ya no me gustaba. Ja
—Uy. Bueno. Y por qué llorabas
—Porque es muy probable que me tenga que volver. Mis viejos
no me están pudiendo bancar y cuidar cada tanto un pibe no me va a servir para
costear una carrera como la mía
Se me vino el mundo abajo. No lo podía creer. Sentí que
estaba exagerando, que ni siquiera había llegado la comida, que no tenía ni una
cena encima. No me podía poner así. Pensé en hablar con un jefe o algún
delegado que le pudiera hacer un lugar. Traté de volver con un no te vayas de
cortesía, para que no se me notara la angustia. No me salió muy bien. Se hizo
un silencio feo. A esta altura deseaba a los perros, al loro, a la niña y a la
vecina de arriba subidos a la mesa, haciéndome un haka. “¿Estás bien?”,
preguntó. Le dije que sí. Volví a enmudecer. A esta altura si no decía algo se
me iba la noche a la basura. “Me pegó la noticia”, confesé. Guillermina me
clavó los ojos incrédula.
—Bueno, no sé si me voy a ir. Igual no te parece mucho
ponerte así
—Sí, ya sé. Perdón. No me imaginé mi reacción
Llegó la cena. Me sirvió para cortar el clima y mechar lo
rico de la comida con mi trabajo. Me pidió que le dijera qué fue lo más raro
que vi. No me acordaba algo más incómodo que decirle a una pareja una mañana de
sábado que cerca de Alem y Corrientes seguro había un telo y que los bancaba
hasta que se vistieran. Guillermina volvió a reír. Había podido escapar un
ratito de la mala noticia. Ahora le tocaba a ella. Me comentó que lo más raro
que le había pasado en un laburo fue atender en un bar de San Telmo a un
imitador de Sandro que a la hora de pagar se negaba porque ¡cómo le iban a
cobrar al gitano! Que el tipo se levantó cantando “Tengo” y se rajó. A las
risas las interrumpió desde la puerta del restorán el marido de la de arriba
pidiéndome que saliera un minuto. Me entregó una copia de la denuncia y se fue.
La noche siguió sin postres ni café, entre anécdotas
menores. Irnos fue el momento de mayor tensión. Caminamos callados y así
subimos las escaleras. Vivir pegados me permitía acompañarla hasta el final,
pero me agregaba presión. No es como en otros casos en los cuales al llegar el
beso cae solo. Era obvio que íbamos a volver juntos, besarla no. Aunque lo
fuera, en ese momento para mí no lo era. Cuando estábamos a un paso de mi
puerta, le pregunté si quería pasar, así veía que mi casa se parecía a la suya.
Lo completé con un: “si se te hace tarde, después te llevo”. Otra vez un chiste
malo la hizo sonreír.
Dormimos juntos. Ella se despertó y se fue a las siete. Me
saludó con un beso y cerró suave. Entre dormido escuché que le silbaba al loro
y este le respondía. Yo salí a la hora de siempre y laburé mejor que nunca.
Pude volver a leer en mi hora de descanso y almorzar sin pensar en qué haría de
mi vida. Sólo me daba vueltas el cuándo volvería a ver a Guillermina. La
relajación siguió toda la tarde hasta que noté el silencio. No escuchaba perros
ladrar, ni a Tolito replicar, ni a la nena llorar. Me cebé pensando en que
ahora debían haber envenenado al otro caniche y que se me complicaría la
denuncia. La desesperación por aclarar todo me hizo subir ni bien sentí entrar
a la mina de arriba. Toqué timbre y salió diciéndome que tuvieron que llevarse
a los perros a lo de su hermano porque no querían que les matara a ninguno.
Reiteré que nunca había hecho nada y me fui. Cuando bajé, decidí tocarle el
timbre a mi vecina. No me atendió nadie.
El silencio arriba y al lado se instaló como en los días de
recién mudado. Los perros no volvieron hasta que se aclaró la denuncia cuando
la mamá de la bebé confesó que era la que le tiraba reynols envueltos en jamón
a los caniches, para ver si la cadena de sueño alcanzaba a su hija. Guillermina
tuvo que irse. Se llevó la ropa y el loro y mandó a buscar los muebles con un
primo. Para mí fue volver a la nada, aunque sin ruido. Pensaba una y otra vez
en el destiempo y en que debí mudarme primero a un hotel y recién cuando el
ritmo en la ciudad fuera normal salir a buscar departamento. No es lo más lindo
para vivir, pero por lo menos me hubiera evitado conocer a la única sanjuanina
linda que vi en mi vida.
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