viernes, 29 de noviembre de 2013

PALPITO (Cuento)

Alfredo Mera--

Con Joel salimos sin tener el destino súper estudiado. No planeamos nada con demasiada profundidad. A veces, ni siquiera sabemos cuántos viven en una casa. No vamos a pasar a la historia como una dupla feroz o como grandes arquitectos del choreo. Sentimos que se nos recordará, si es que eso sucede, por la espontaneidad con la que nos manejamos. Y no es que usemos el azar o que robáramos al boleo. Nada de eso. Somos chicos, no boludos. Lo que nos distingue es la capacidad de improvisar en tiempos cortos y el olfato para detectar un hogar bien armado, por más que desde afuera no se note.
Confiamos mucho en nosotros, por eso no nos anticipamos tanto a los hechos. Creo que agarramos la costumbre en el colegio, donde nos iba bien sin esforzarnos. Eso no siempre funciona. Hoy, como mínimo, tendríamos que haber visto el reporte del tránsito y el funcionamiento de subtes y trenes, o aunque sea viajar con la radio prendida.

Nos levantamos tipo seis. En general, los laburos los encaramos a la mañana como todo el mundo. Por eso buscamos barrios de clase media trabajadora, porque en general las casas quedan solas. Como la mayoría intentamos que el trabajo no nos quede muy lejos de donde vivimos, así que nos movemos por el oeste. De Morón nos vamos hasta Haedo, Ituzaingó o Ramos Mejía. La idea es no venir mucho a Capital, pero bueno, pálpitos son pálpitos y nos acostumbramos a confiar en ellos. Por lo tanto, cuando mi hermano me dijo: “Vayamos a Versalles”, ni se me ocurrió preguntarle por qué, ni proponer algo más cercano. Vamos y listo. Chumbo en la cintura, nos subimos al Siena negro de Joel (es suyo porque sabe manejar. Era el coche del viejo y lo heredó el año pasado cuando papá murió y él cumplió 24) y 6:30 ya estábamos saliendo. Hicimos un par de cuadras y mi hermano me pregunta si quiero llevar el mate. Volvimos. Calenté el agua y arrancamos de nuevo. El tránsito estaba algo lento para la hora. A Liniers llegamos 7:20. A Versalles diez minutos después.

En paralelo debe haber pasado lo mismo. El gordo volvió por algo y eso lo demoró para que se tomara a horario el bondi a Liniers y que tuviera la chance de viajar en tren hasta Once. O a lo mejor se quedó dormido o lo retuvo el baño. La cosa es que no pudo llegar antes de las 7 a la estación. Después, cuando vio que no viajaba, imagino que se debe haber quedado pelotudeando un poco por ahí, chusmeando qué había pasado, desayunando por segunda vez. Para la vuelta, seguro tomó un taxi hasta acá. Habrá planeado un partido en la play (tiene una en el living, lo cual nos hizo pensar que podía haber un niño en la casa, pero no. No hay) o escuchar la radio mientras veía porno en la notebook que tiene en la mesa de la cocina y se le habrá antojado llegar rápido. Tal vez el baño lo llamaba de nuevo. Se debe haber apurado para subir la escalera. Me lo estoy imaginando entrando por la puerta de metal pintada de blanco, prendiendo la luz que estaba a la derecha (la de arriba, la otra no anda) y corriendo hasta nosotros. El tipo vive solo y se gasta la guita que gana en boludeces. A lo mejor ahorra un poco o quizás en Once se relaciona con algún importador de esos que tienen departamentos/oficinas y publican en internet. Cuando éramos chicos se los llamaba contrabandistas.

Nosotros también nos apuramos. Vimos un PH que parecía la nada misma y nos tentó. Estacionamos a unos metros y pensamos que debía haber algo atrás de ese frente ciego, blanco, descascarado, sin una ventana. Lo único que nos hizo dudar fue si era una casa o no. Nos la jugamos bien, en ese sentido. Palanqueamos la puerta. Lo único que sigue igual que afuera es el frío. A la casa no le da el sol y es 13 de junio, así que no nos sacamos la campera. Vamos derechito a la cocina: juguera, tostadora y cafetera salidas de una compra insomne, zapping mediante. Lo que podríamos vender está en la mesa: una compu nuevita y ultra fina, aunque me gusta todo y me quiero llevar lo demás. Joel va al cuarto. Le aviso que me encargo del living. Mi hermano vuelve rápido. “Hay otra tele enorme y un par de nueves en la mesita de luz”, dice sobresaltado. El dueño debe ser cana retirado o cana a secas, así consigue las cosas, especulé. Por ahí labura de custodio de alguien groso. Tampoco debe tener un cargo importante, porque sino no va a vivir acá. Le digo que deje lo de la pieza, que agarremos lo que hay acá y que rajemos con lo que tenemos a mano. Ya no hacemos a tiempo.

El gordo entra puteando por un choque de trenes en Castelar, maldiciendo al Sarmiento. Nos ve parados detrás del sillón de dos cuerpos que tenía frente a un lcd de mil pulgadas. Por un segundo nos quedamos todos helados, hasta que el tipo saca un fierro de la cintura. Nos apunta gritando: “Qué mierda hacen acá, pendejos”. No sabemos qué decir. “Les pregunté algo, hijos de puta”, insiste. Joel me mira. “Quedate piola, negrito”, lo encara el gordo y le ordena que se tire al piso. “Vos también”, me dice. Le hacemos caso y se nos acerca. Nos saca las armas y nos esposa y recuerda en voz alta que cuando era poli bajó un millón de soretes iguales a mi hermano y a mí. Que por eso lo pasaron a retiro, por basura como nosotros, la mierda que vive en La Matanza. Que desde entonces, cada vez que une Liniers con Once para ir al kiosco se le hace agua la boca por bajar aunque sea a uno de los que ve bolsilleando cuando el vagón va repleto. “Mirá qué culo que tengo. Lo que la cana ya no me convida, me lo da el transporte público de mierda que hay en este país, pero abajo del tren”, ironiza y nos rodea, mientras besamos el suelo.

1 comentario:

  1. Excelente cuento. Uno lo lee de corrido, gran prosa. me gustò mucho

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