Mario Méndez—
Mi amigo Mauricio me toma de sorpresa,
una vez más: se acerca el cierre de la revista digital unoytres, que él dirige, y en la que me gusta
colaborar, y no tengo nada para enviarle. Para colmo, estoy de vacaciones, ¿qué
hacer? Pienso entonces en lo que me he traído para leer, y lo que andan leyendo
mi mujer y mis hijas, y se me ocurre que por ahí puede haber una punta.
Los viajes son largos, y todos nos
llevamos libros. Violeta, que acaba de cumplir los 13, leyó El hombre que quería recordar, magnífica
novela juvenil de Andrea Ferrari; En el
arca a las ocho, libro im-per-di-ble, de Ulrich Hub, un alemán. El libro,
publicado por Norma en Torre de papel roja, no anda demasiado bien en ventas:
los tres pingüinitos protagonistas se plantean, entre otras cosas, algunas
dudas sobre la existencia de Dios, la justicia divina, la creación: una
genialidad, tan graciosa como incómoda. Y además, me sorprende mi pequeña con
una lectura para adultos, de una novela que yo creo destinada a ser un clásico
juvenil, como pasó con El guardián en el
centeno (o El cazador oculto), de
Salinger: me refiero a El curioso
incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon: el relato de Christopher,
que padece (y no sé si decirlo así es correcto) una suerte de autismo, y hace
una investigación policial, es atrapante, inolvidable.
Martina, que tiene 15, que no lee tanto,
pero que a veces se engancha y lee o relee, se metió con dos clásicos de mi
niñez y de la suya propia: releyó dos de los episodios de Asterix, esa
maravilla: Los laureles del César
(sí, la aventura más ferpecta de los
heroicos galos) y Asterix en Bretaña,
otra genialidad burlona, más una novela que ya lleva leída varias veces, y con
la que cada vez se vuelve a reír: Nunca
seré un Superhéroe, del amigo Antonio Santa Ana.
Rosana, influenciada por mí, soportó con
bastante estoicismo las primeras lentas cien páginas de Expiación, de Ian Mc Ewan, tan decimonónicas, tan poco atractivas
(perdón por el sacrilegio) con mi promesa de que, luego de la famosa carta, no
la podría dejar. Y ahí está, en este preciso momento, mientras yo escribo:
leyendo atrapada todo lo que sobreviene luego. (Dicho sea de paso, y ya que
esta nota se está pareciendo a una lista de recomendaciones, no dejen de ver la
película basada en la novela, de Joe Wright: es brillante).
Finalmente, mi propia lista: no pude
evitar releer los Asterix que trajo mi hija, estoy releyendo 1984, de Orwell (preparándome para un
ciclo sobre cine y literatura distópicos, que haremos en Bibliotecas para
armar), una novela que me encanta, pero que tiende a deprimirme. Y para
matizar, me metí con Historias a
Fernández y El libro de los prodigios,
de Ema Wolf: me río y me preparo para entrevistarla. Por último, lapicera en
mano (siempre son bienvenidas las opiniones mutuas), me puse a leer un original
de mi amigo Jorge Grubissich, cuyo título no adelanto porque sé que lo mandará
a un concurso, y le tengo fe.
Lectura y vacaciones. Para mí, y para mi
enorme contento también para mi familia, son dos términos inseparables.
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