Osvaldo Riganti—
A fines de 2001 había volado por los
aires un cuarto de siglo largo de hegemonía neoliberal (con honrosos atisbos de
Raúl Alfonsín como excepción). El pueblo argentino se volcó a la histórica Plaza
para poner en fuga a sus últimos personeros, Fernando De la Rúa, Domingo
Cavallo, Gerardo Morales, Patricia Bullrich y algún otro notorio figurón de
estos tiempos.
Tras una sucesión desordenada de
presidentes en una semana, fue designado para hacerse cargo de la presidencia
de la Nación el senador Eduardo Duhalde, triunfante en los comicios de ese año,
ex vicepresidente y ex gobernador de la provincia de Buenos Aires. Recibió un
país paralizado, con bancos cerrados, gente revisando los tachos de la basura
por todos lados, clubes del trueque a manera de canje monetario para poder
subsistir, casi la mitad de la población sin trabajo y datos pavorosos en
materia de marginalidad.
Duhalde consiguió salir del atolladero
tras no pocas contradicciones por promesas que no pudo cumplir, entre las que
se destacaban la de: “el que depositó dólares cobrará dólares” había dicho
tratando de insuflar optimismo a los sectores de clase media que veían esfumar
sus ahorros y en esa situación conectaban sus demandas con las del sector
obrero. Hasta ese momento Duhalde especulaba con quedarse en ese cargo hasta la
próximas elecciones y luego presentarse como candidato a presidente y ser
electo por la voluntad mayoritaria.
Pero el 26 de junio de 2002 se
desvanecieron sus sueños. Las demandas sociales y las angustias de muchos
argentinos persistían. Así las cosas, varios grupos de piqueteros intentaron
cortar el Puente Pueyrredón. El comisario inspector Alberto Franchiotti, a
cargo del operativo represivo, persiguió, Itaka en mano, a varios jóvenes que emboscó
en la estación Avellaneda y asesinó a dos de ellos, los militantes de la
corriente “Aníbal Verón”, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Hubo corridas,
más sangre y decenas de heridos y detenidos. Envalentonado por la acción, el
comisario habló con los movileros de la TV y se jactó del éxito del operativo.
“La Bonaerense” atribuyó las muertes a
un enfrentamiento a tiros entre piqueteros. Pero las imágenes aportadas por el
fotógrafo de Página12, Sergio Kowalewski mostraron la presencia criminal de
Franchiotti y sus lugartenientes. Un fiscal ordenó su detención junto a la de
un colaborador.
Se ahondó la crisis. El 27 de junio miles
de personas se manifestaron en Plaza de Mayo.
La masacre de los piqueteros partió la
administración del presidente Duhalde en dos. Impulsó una aceleración de los
tiempos políticos y generó un cambio en las políticas de seguridad del último
cuarto de siglo en la Argentina signadas por la represión y la muerte
ejecutadas desde el Estado.
Las muertes de Avellaneda pusieron fin a
la idea de continuidad que Duhalde albergaba, al conjuro de la mejora de los
índices económicos.
La Casa Rosada impulsó una acusación
judicial contra los piqueteros denunciando un supuesto plan de insurrección
contra Duhalde por parte de la ultraizquierda. Pero esos asesinatos hicieron
que el presidente provisional abandonara sus propósitos de “mano dura”.
La Masacre de Avellaneda tensionó la
relación entre el gobierno nacional y la administración provincial de Felipe
Solá, que tironearon por echarse la culpa de los hechos.
Solá desplazó a los máximos jefes de “La
Bonaerense”, el comisario general Ricardo Degastaldi y su segundo, el comisario
general Edgardo Beltracci.
El presidente Duhalde calificó la
masacre como “Una atroz cacería” y renunció el ministro de Seguridad, Luis
Genoud. Lo reemplazó el frepasista Juan Pablo Cafiero, hijo del legendario
hombre del peronismo Antonio Cafiero. Otro radical, el ministro de Justicia,
Vanossi, abandonó también su Ministerio.
El encumbramiento de Juan José Álvarez a
un remozado Ministerio de Justicia y Seguridad y de Juan Pablo Cafiero al clave
Ministerio de Seguridad bonaerense, para controlar a la desmadrada policía,
consiguieron aplacar aquellas trágicas tensiones callejeras.
El vicepresidente renunciante de los
tiempos de la Alianza, “Chacho” Álvarez, diría: “Duhalde se va dejando las
cosas mejor de lo que las encontró”. Pero atrás dejaba la desolación y la
muerte, pese a que las condiciones de vida habían mejorado algo.
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