Mauricio Epsztejn—
“Estoy acá (en Tucumán) tratando de pensar
y sentir lo que
sentirían ellos en ese momento.
Claramente deberían tener angustia de tomar
la decisión, querido
Rey, de separarse de España”
(M.Macri 09-07-2016)
El breve texto que encabeza esta nota fue parte
medular del discurso pronunciado por el ingeniero Macri, actual Presidente de
Argentina, en el que no sólo muestra hasta dónde alcanza su austeridad
discursiva sino que resume sin ambages la filosofía política por la cual guía
su acción de gobierno, propia del cipayismo explícito que prima en la capa
económicamente dominante de nuestro país. No se trata de interpretar lo que
quiso decir, sino poner atención sobre lo que literalmente dijo. Macri no se refiere
a lo dicho por todos y cada uno de los Congresales durante los debates que
precedieron a la unánime sanción de la Independencia el 9 de julio de 1816, incluido
el agregado insertado en el que se le hizo al documento original diez días más
tarde, sino lo que les atribuye que pensaban o sentían, porque es lo que él hoy
piensa, siente, dice y actúa, sin angustias, mientras Prat Gay, su ministro
mendicante, recorría la península pidiéndole perdón a los empresarios
delincuentes y pasaba la gorra para recoger, en el mejor de los casos, un puñado
de buenos augurios.
Llamar “querido rey” a Juan Carlos —el único ex
jefe de Estado que asistió a la ceremonia frente a la Casa Histórica—, es por
demás llamativo porque es el personaje que debió abdicar del trono en medio de
los escándalos de su Corte, ventilados en un proceso ante la justicia española
que condenó a sus parientes cercanos. ¿Casualidad, desconocimiento, complicidad o intento por lavarle la cara a la imagen
real? “Los cantores se buscan por la tonada”, nos recuerda el dicho que campea por
estas pampas.
Si en julio de 1816 había alguien que se
angustiaba por las disputas internas en el campo independentista, ese era San
Martín. Y no precisamente debido a un problema psicológico, sino a que el dirigente
revolucionario y estratega militar tenía el ejército casi listo para cruzar los
Andes y expulsar a los españoles de Chile y las demoras del Congreso podían interferir
en la legitimidad política a su inminente campaña.
Años más tarde, en 1819, con parte de la tarea
cumplida, pero no consolidada, en una proclama sin angustias arengó a las
tropas con iguales ideas: “La guerra se
la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos dinero, carne y un
pedazo de tabaco no nos han de faltar; cuando se acaben los vestuarios, nos
vestiremos con las bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y si no,
andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás
no importa nada”.
A
doscientos años: lo que hay y lo que falta
A 200 años, aquella patriada impulsada por los
sectores más lúcido y dinámicos, cobra nueva dimensión, a partir de lo que se
logró y, sobre todo, de los desafíos que hoy tenemos por delante, en un mundo
completamente distinto.
Aquella Declaración de Independencia se hizo en
nombre de las Provincias Unidas de Sudamérica, un territorio difuso y sin
fronteras que incluía todos los dominios de la corona española en el
subcontinente. A Tucumán concurrieron sólo los representantes de un sector del
Virreinato del Río de la Plata: lo que hoy es una parte de Argentina y tres regiones
del Alto Perú (actual Bolivia), pero no estuvieron los de la Liga de los
Pueblos Libres, dirigida por Artigas (Uruguay, Paraguay, Entre Ríos,
Corrientes, Misiones y sur de Brasil) quienes enfrentados con Buenos Aires ya
habían hecho su Congreso donde, además de declarar la independencia, entre
otras cosas impulsaron una forma republicana y federal de gobierno, se
propusieron distribuir las tierras para ganadería y labranza entre los sectores
socialmente más postergados y ampliar para ellos los derechos civiles y
políticos.
El proyecto artiguista, ocultado, deformado y
ninguneado por la historiografía conservadora argentina, merecería un
tratamiento especial que excede los límites de esta nota.
A fin ubicarnos en lo que significaba para los
reunidos en Tucumán el desafío independentista, vale la pena conocer algunos
datos sobre el país de aquella época. Cuando en 1778 el virrey Vértiz organizó
el primer censo en la ciudad de Buenos Aires y su campaña circundante, el
resultado arrojó que allí vivían menos de 38.000 habitantes; y en 1810, cuando
el virrey Cisneros fue derrocado, se estimaba que todo el Virreinato del Río de
la Plata era habitado por unas 800.000 personas.
Por eso es necesario destacar la visión y la
audacia de quienes aún en esas condiciones, de un país económicamente débil,
con una población escasa y dispersa sobre un territorio inmenso, un puñado de
valientes lograron unificar la voluntad mayoritaria para ser libres, condición
ineludible para el progreso, aunque aún debieran pasar varias décadas para que
ese conjunto llegara a transformarse en nación, dirigida por una clase social que
a mediados del siglo XIX conquistó, en alianza con poderes extranjeros, la hegemonía
que la llamada generación del ’80 transformó en sistema. Esa clase cuyo poder nació
vinculado a la gran propiedad terrateniente y al mercado mundial, en la
actualidad lo sigue conservando, ha diversificado sus intereses y su cúpula
está firmemente entrelazada con el gran capital financiero internacional.
Ese vínculo de intereses, que ya no reconoce límites
ni fronteras nacionales, se arrastra desde la colonia y es la traba principal
que debe remover cualquier proyecto que se proponga construir un país independiente
e integrado. La alianza entre los comerciantes-contrabandistas del puerto de
Buenos Aires y la pujante burguesía inglesa, respaldada por la flota de guerra
más poderosa del mundo, nació antes de 1810 con la consigna del libre comercio.
En una primera etapa confluyó con los independentistas más radicales para
debilitar el poder de la corona española. Sin embargo, después de la
independencia le bastaron pocos años para destruir las endebles manufacturas y
economías provinciales y junto al imperio lusitano asentado en Brasil, los tres
juntos primero aplastaron el proyecto Artiguista, luego se conjugaron para
separar la Banda Oriental de lo que sería la futura Argentina, más tarde ayudaron
a derrocar a Rosas, que ya no les resultaba útil ni confiable y a continuación lanzaron
la guerra de la Triple Alianza que desangró a Paraguay. Fue la alianza
principal a la que se ciñó la oligarquía terrateniente argentina hasta bien
entrado el siglo XX, cuando el casi intacto imperio del norte logró desplegar su
poderosa musculatura y desplazar del primer lugar en el podio al decadente
imperio británico.
En el medio de esta somera reseña, entre 1853 y
1860 nuestro país terminó de unificarse bajo la égida de tal alianza una de cuyas
patas se asienta en la pampa húmeda y el puerto de Buenos Aires. Si no se tiene
en cuenta el diseño de país resultante, como exportador de materias primas
agropecuarias e importador de productos industriales, no se entiende la razón
del artículo constitucional sobre la libre navegación de los ríos, un reclamo
de las oligarquías provinciales que antes se veía obligada a pagar a la aduana
porteña los impuestos de importación y exportación, un interés compartido con
los ingleses que antes no pudieron imponer a pesar del resultado de la batalla en
la Vuelta de Obligado.
Quebrar el poder hegemónico de esa alianza
dominante, parece ser, sin angustias, el desafío a superar que enfrenta la
generación que sufre la actual contraofensiva neoliberal y revanchista. La
reciente derrota del campo nacional, popular y democrático parece indicar que
tal objetivo pasa por construir una fuerza política y social movilizada y
movilizadora, democrática y participativa, superadora de las existentes y dotada
de un proyecto de país a favor de las mayorías.
Sería el modo de ser consecuentes con el legado de
aquellos que en 1816 se atrevieron a soñar.
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