domingo, 31 de julio de 2016

Los angustiados del bicentenario

Mauricio Epsztejn—
“Estoy acá (en Tucumán) tratando de pensar
 y sentir lo que sentirían ellos en ese momento.
Claramente deberían tener angustia de tomar
 la decisión, querido Rey, de separarse de España”
(M.Macri 09-07-2016)
El breve texto que encabeza esta nota fue parte medular del discurso pronunciado por el ingeniero Macri, actual Presidente de Argentina, en el que no sólo muestra hasta dónde alcanza su austeridad discursiva sino que resume sin ambages la filosofía política por la cual guía su acción de gobierno, propia del cipayismo explícito que prima en la capa económicamente dominante de nuestro país. No se trata de interpretar lo que quiso decir, sino poner atención sobre lo que literalmente dijo. Macri no se refiere a lo dicho por todos y cada uno de los Congresales durante los debates que precedieron a la unánime sanción de la Independencia el 9 de julio de 1816, incluido el agregado insertado en el que se le hizo al documento original diez días más tarde, sino lo que les atribuye que pensaban o sentían, porque es lo que él hoy piensa, siente, dice y actúa, sin angustias, mientras Prat Gay, su ministro mendicante, recorría la península pidiéndole perdón a los empresarios delincuentes y pasaba la gorra para recoger, en el mejor de los casos, un puñado de buenos augurios.
Llamar “querido rey” a Juan Carlos —el único ex jefe de Estado que asistió a la ceremonia frente a la Casa Histórica—, es por demás llamativo porque es el personaje que debió abdicar del trono en medio de los escándalos de su Corte, ventilados en un proceso ante la justicia española que condenó a sus parientes cercanos. ¿Casualidad, desconocimiento, complicidad  o intento por lavarle la cara a la imagen real? “Los cantores se buscan por la tonada”, nos recuerda el dicho que campea por estas pampas.

Si en julio de 1816 había alguien que se angustiaba por las disputas internas en el campo independentista, ese era San Martín. Y no precisamente debido a un problema psicológico, sino a que el dirigente revolucionario y estratega militar tenía el ejército casi listo para cruzar los Andes y expulsar a los españoles de Chile y las demoras del Congreso podían interferir en la legitimidad política a su inminente campaña.
Años más tarde, en 1819, con parte de la tarea cumplida, pero no consolidada, en una proclama sin angustias arengó a las tropas con iguales ideas: “La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar; cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y si no, andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa nada”.
A doscientos años: lo que hay y lo que falta
A 200 años, aquella patriada impulsada por los sectores más lúcido y dinámicos, cobra nueva dimensión, a partir de lo que se logró y, sobre todo, de los desafíos que hoy tenemos por delante, en un mundo completamente distinto.
Aquella Declaración de Independencia se hizo en nombre de las Provincias Unidas de Sudamérica, un territorio difuso y sin fronteras que incluía todos los dominios de la corona española en el subcontinente. A Tucumán concurrieron sólo los representantes de un sector del Virreinato del Río de la Plata: lo que hoy es una parte de Argentina y tres regiones del Alto Perú (actual Bolivia), pero no estuvieron los de la Liga de los Pueblos Libres, dirigida por Artigas (Uruguay, Paraguay, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y sur de Brasil) quienes enfrentados con Buenos Aires ya habían hecho su Congreso donde, además de declarar la independencia, entre otras cosas impulsaron una forma republicana y federal de gobierno, se propusieron distribuir las tierras para ganadería y labranza entre los sectores socialmente más postergados y ampliar para ellos los derechos civiles y políticos.
El proyecto artiguista, ocultado, deformado y ninguneado por la historiografía conservadora argentina, merecería un tratamiento especial que excede los límites de esta nota.
A fin ubicarnos en lo que significaba para los reunidos en Tucumán el desafío independentista, vale la pena conocer algunos datos sobre el país de aquella época. Cuando en 1778 el virrey Vértiz organizó el primer censo en la ciudad de Buenos Aires y su campaña circundante, el resultado arrojó que allí vivían menos de 38.000 habitantes; y en 1810, cuando el virrey Cisneros fue derrocado, se estimaba que todo el Virreinato del Río de la Plata era habitado por unas 800.000 personas.
Por eso es necesario destacar la visión y la audacia de quienes aún en esas condiciones, de un país económicamente débil, con una población escasa y dispersa sobre un territorio inmenso, un puñado de valientes lograron unificar la voluntad mayoritaria para ser libres, condición ineludible para el progreso, aunque aún debieran pasar varias décadas para que ese conjunto llegara a transformarse en nación, dirigida por una clase social que a mediados del siglo XIX conquistó, en alianza con poderes extranjeros, la hegemonía que la llamada generación del ’80 transformó en sistema. Esa clase cuyo poder nació vinculado a la gran propiedad terrateniente y al mercado mundial, en la actualidad lo sigue conservando, ha diversificado sus intereses y su cúpula está firmemente entrelazada con el gran capital financiero internacional.
Ese vínculo de intereses, que ya no reconoce límites ni fronteras nacionales, se arrastra desde la colonia y es la traba principal que debe remover cualquier proyecto que se proponga construir un país independiente e integrado. La alianza entre los comerciantes-contrabandistas del puerto de Buenos Aires y la pujante burguesía inglesa, respaldada por la flota de guerra más poderosa del mundo, nació antes de 1810 con la consigna del libre comercio. En una primera etapa confluyó con los independentistas más radicales para debilitar el poder de la corona española. Sin embargo, después de la independencia le bastaron pocos años para destruir las endebles manufacturas y economías provinciales y junto al imperio lusitano asentado en Brasil, los tres juntos primero aplastaron el proyecto Artiguista, luego se conjugaron para separar la Banda Oriental de lo que sería la futura Argentina, más tarde ayudaron a derrocar a Rosas, que ya no les resultaba útil ni confiable y a continuación lanzaron la guerra de la Triple Alianza que desangró a Paraguay. Fue la alianza principal a la que se ciñó la oligarquía terrateniente argentina hasta bien entrado el siglo XX, cuando el casi intacto imperio del norte logró desplegar su poderosa musculatura y desplazar del primer lugar en el podio al decadente imperio británico.
En el medio de esta somera reseña, entre 1853 y 1860 nuestro país terminó de unificarse bajo la égida de tal alianza una de cuyas patas se asienta en la pampa húmeda y el puerto de Buenos Aires. Si no se tiene en cuenta el diseño de país resultante, como exportador de materias primas agropecuarias e importador de productos industriales, no se entiende la razón del artículo constitucional sobre la libre navegación de los ríos, un reclamo de las oligarquías provinciales que antes se veía obligada a pagar a la aduana porteña los impuestos de importación y exportación, un interés compartido con los ingleses que antes no pudieron imponer a pesar del resultado de la batalla en la Vuelta de Obligado.
Quebrar el poder hegemónico de esa alianza dominante, parece ser, sin angustias, el desafío a superar que enfrenta la generación que sufre la actual contraofensiva neoliberal y revanchista. La reciente derrota del campo nacional, popular y democrático parece indicar que tal objetivo pasa por construir una fuerza política y social movilizada y movilizadora, democrática y participativa, superadora de las existentes y dotada de un proyecto de país a favor de las mayorías.

Sería el modo de ser consecuentes con el legado de aquellos que en 1816 se atrevieron a soñar. 

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