lunes, 30 de junio de 2014

Mudanza

Ma. Mercedes Alemán—

Varias cosas me quedé pensando respecto a la mudanza y quizá me mueva el hecho de emprender una, pequeña, pero mudanza al fin.

Dejar, como vos decís, ensoñaciones es en algún punto convertirse en el fantasma que va a habitar esos lugares. Uno cree cuando arrulla a un niño muy niño (que no va a recordar ni el canto, ni a la persona, ni su llanto, ni el motivo) que algo de eso queda en el niño. Supongo que lo que pasa es que los niños dormidos despiertan una ternura muy grande, gigante, y uno cree que el pequeño se conmueve como uno y que, entonces, el canto lo modifica. Pero el modificado es quien canta y mira dormir. Con los lugares pasa algo parecido, uno cree que las paredes absorben lo vivido. Que los objetos en general lo hacen, como si fueran permeables y/o sensitivos. Pasa entonces, cuando uno abandona (o simplemente deja un lugar) que cree haber modificado ese espacio tanto como el espacio modificó a uno. Uno, cuando digo uno hablo de mi, pero vista desde afuera, está convencido de que queda en el lugar habitado el fantasma de lo que supo ser en él.
Por otro lado el traslado de las cosas y el de uno mismo genera cierta conciencia del ser. De lo que era cuando se entró, lo que fue mientras permaneció y la consecuencia o el devenir de esas dos cosas, de esos dos entes, que se va. Si el futuro es un montón de tiempo y espacio a ocupar, el pasado no es más que otro montón de tiempo y espacio ya ocupado. El presente es el acto de ocupar. Viendo la palabra ocupar, no como una asignación de responsabilidades, sino como el acto (imposible de eludir en vida) de apropiarse de esa medida y, en algún punto, materializarla.

Genera entonces, el acto de mudarse, de dejar un lugar para ocupar otro una retrospectiva de lo que se fue y una re-pregunta de lo que se quiere ser, pasando obligatoriamente por esa especie de limbo en la que se está. Se logran unir un montón de cosas que parecían estar aisladas, como cuando se relee un policial, uno ya sabe quién es el asesino. Uno se encuentra ante la mudanza culpable de la persona que es. ¿Qué me llevó a esta idea?
Como dije antes mi mudanza fue pequeña, y la gran diferencia de volver al lugar dejado con cierta periodicidad hace que no exista un fuerte sentimiento melancólico. Cambio mi forma de habitar el lugar anterior para expandirme en uno nuevo. Me llevé mi cama, ropa, pocas fotos, discos y libros. La modernidad hace que los discos sean pocos, hay una gran biblioteca musical guardada en esa cosa negra con teclas desde la que escribo ahora, que no me permite ver cada música que llevo. En cambio los libros ocupan mucho más el espacio, tanto como elemento decorativo anclado en una biblioteca, como algo que fue parte de un fragmento de la vida. Encontré muchos libros en mi mudanza, libros que no eran míos y tenía que devolverle a sus dueños originales, libros que eran de la casa (de mis padres mejor dicho) y que no podía llevarlos tampoco y libros que eran míos y no sabría decir cómo llegaron a mis manos. Entiendo las llegadas de Casas y de Fogwill, porque fueron una elección reciente, pero había olvidado que Pessoa fue un regalo de Sol. La dedicatoria ultra amorosa del libro de Clarice Lispector, de mi tío Pedro, recordó también ese cumpleaños cuando todavía no sabía todo lo que podía guardar la palabra Saudade. Así me sorprendió el recuerdo escolar con Boquitas pintadas y ciertos fracasos con libros que pasaron sin pena ni gloria pero recordaba haberlos llevado más de una vez en la mochila. La mayor sorpresa y la que tiene que ver con mi relato fue el libro de poemas de Baldomero Fernández Moreno.

“Para mi hijita María Mercedes, de papá que la quiere mucho. Feliz navidad 1999”. Me acuerdo que esa navidad papá y mamá compraron muchos libros y fueron decidiendo a cuál de sus ahijados podía corresponderle cada uno. Escribieron la dedicatoria sentados en la mesa del comedor, como si fuesen autores firmando autógrafos. El de Fernández Moreno quedó último, sin destino. Papá leyó un poema “Setenta balcones y ninguna flor” yo le pedí que me lo regalara. Entonces como los autores sentados en la mesa editorial, sin preguntar mi nombre porque ya lo sabía (tanto que presumió poner mi nombre real y no mi apodo “Bebi”) me escribió esa tierna dedicatoria y me dio el que sería mi primer libro de poesía.

En 1999 yo tenía diez años, en dos meses cumpliría once. Claramente ya había demostrado interés por el género porque esa misma navidad a los hijos, a algunos, también nos tocaron libros de regalo y los míos fueron una excelente antología poética infantil que seguí consultando hasta hace un mes que se lo regalé a mi sobrina y un estudio sobre poesía infantil realizado por Elsa Bornemann, ese me lo traje para estudiar ahora, poco entendía de estructuras literarias y fraseos a esa edad. Si me preguntaran en qué momento empecé a escribir, hubiese dicho que a los catorce años un verano en Lucila que me compré un cuaderno rojo, al que con Tere e Ine Raspeño le pegábamos las etiquetas que estaban atrás de los desodorantes (cosmético que habíamos empezado a usar uno o dos veranos atrás). No recuerdo mis diez años, sí me gustaba leer, pero no era una niña genio lectora. Tampoco lo soy ahora. Sin embargo algo ya inquietaba y mis padres supieron verlo. Si me hubiesen reglado otra cosa esa navidad, el interés se hubiese manifestado al pedirle a papá que me regalara el libro de Fernández Moreno.

Ahí está la retrospectiva de la mudanza. Yo no sabía que mucho antes de lo que pude percibir, mi tiempo y mi espacio era ocupado (por decisión propia) en la poesía. Tampoco en ese momento planeaba seguir haciéndolo, tanto como lectora como aspirante a poeta quince años después. Y acá estoy y, por  más que navidades enteras me regalaron blocks de hojas enormes, lápices y acuarelas, la forma en que decido contar la secuencia de la mudanza es la escritura. Encuentro el cuaderno y pienso que fue estúpido creer en la posibilidad de estudiar historia o artes, y angustiarme por eso, entonces me doy cuenta que esto que traslado ahora no es más que el devenir de un habitar el tiempo y el espacio, del que no me arrepiento y del que puedo agarrarme para decidir como seguir haciéndolo. Me encuentro entonces, en este policial, con el cuchillo ensangrentado en mis manos.

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