sábado, 1 de noviembre de 2014

Estado, mercado y política

Mauricio Epsztejn—
Hay palabras que, sin inocencia, suelen cambiar de significado según el personaje que las use. A tal volubilidad lingüística es propenso cierto sector sensible al “bien hablar”, que se ataca de alergia cuando el “bien hablar” deriva en “bien poner”, un acto al que son visceralmente reacios. Como ejemplo seleccionamos tres por relevantes para el presente y futuro argentinos: Estado, mercado y política.
Esta nota no pretende abordarlos desde el punto de vista histórico o filosófico, sino enfocarlos sin eufemismos a la luz de la experiencia y de la cotidianeidad que los repuso donde debía estar, en el terreno de la lucha social, política e ideológica ciudadana que se viene recomponiendo desde 2001.

Estado

Equipo del Arsat 1
“El Estado voraz ahoga la iniciativa privada y atenta contra la libertad”. Si la frase le resulta familiar veamos qué tiene de cierto y quienes son o fueron sus propagandistas.

Primero echémosle un vistazo al mundo: todas las sociedades modernas, la argentina entre ellas, tienen un Estado que fija las reglas de funcionamiento y convivencia entre los individuos y los grupos y crea los instrumentos para hacerlas cumplir. Como sigue habiendo voceros interesados en achicarlo, conviene precisar de qué hablan. Empecemos por recordar que fue la última dictadura, con Martínez de Hoz al comando de la economía, la que impuso el lema de “achicar el Estado para agrandar la Nación” y que daba lo mismo “producir acero que caramelos”. Así inició el proceso privatizador de empresas públicas y endeudamiento estatal que aceleró y completó el menemismo y la Alianza.

Bajo la dictadura el Estado perdió todas sus funciones reparadoras de injusticias sociales e incrementó las de control y coerción. Fue el resultado de una deliberada acción política, no una catástrofe natural.

En medio siglo abundan los ejemplos, de los que sólo elegimos tres paradigmáticos.

1) En su discurso del 2 de abril de 1976, Martínez de Hoz reseñó las líneas centrales que guiarían al gobierno, resumido en el lema ya citado y verdadera razón del golpe. Sólo se permitió una licencia cuando estatizó la Italo, una empresa de electricidad al borde de la quiebra de la que él era un fuerte accionista y le cargó las pérdidas al Estado.

2) A partir del golpe de 1955 se reconvirtieron las Fuerzas Armadas que abandonaron la doctrina de la defensa nacional para abrazar la del “frente interno”, impuesta por EEUU, donde el pueblo pasó a ser el enemigo a reprimir, que tuvo su máxima expresión con dictadura genocida y el desastre de Malvinas.

3) El “déficit” ferroviario, un latiguillo reiterado durante gobiernos dictatoriales, fraudulentos o democráticos, culminó con el desmantelamiento llevado a cabo por el menemismo, que redujo la red  de más de 45.000 km a unos 8.000 y dejó decenas de miles de trabajadores cesantes, destruyó la industria ferroviaria y sembró al país de pueblos fantasmas, sin bajar el déficit, sino todo lo contrario, pues creó un sistema de empresario privados y funcionarios corruptos que incluyó la tragedia de Once, hasta que la situación se empezó a revertir cuando el Estado tomó las riendas y se involucró, durante el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner.

Por eso mienten y ocultan sus verdaderas intenciones aquellos que propugnan un Estado ausente de la vida económica porque, como se ve, cuando ellos estuvieron al mando lo usaron para esquilmar al país.

Entonces el debate que la sociedad aún se debe es el de decidir en qué sectores o rubros el Estado democrático debe ser hegemónico. Ya existen experiencias de empresas y servicios (ANSES, YPF, Aerolíneas, ferrocarriles) donde lo es e interviene de manera eficiente, tras objetivos radicalmente distintos al de los privados. Como no deberían repetirse experiencias de dirección y estructura empresaria agotadas, habrá que debatir sobre las adecuadas para esta época, que combinen la necesaria ejecutividad operativa con el bloqueo al riesgo de un gobierno de gerentes capaz de eludir el control político de las instituciones democráticas.

Mercado

“El mercado libre es el mejor regulador económico”. Usted también habrá escuchado esta letanía.
En el mundo actual, donde rige el sistema capitalista sin alternativas a la vista, el mercado libre no existe desde hace por lo menos 150 años. Sin embargo, a pesar de haberse globalizado bajo la supremacía de las multinacionales que oscilan entre trabajosos acuerdos y desaforadas competencias, se ha mostrado incapaz de planificar la economía planetaria y evitar las catastróficas crisis con que periódicamente se regula. Por otro lado, ese dominio que, desde la caída del llamado socialismo real parecía haberse transformado en unipolar, consagrando el triunfo del neoliberalismo y “el fin de la historia”, resultó más un anhelo que un logro perdurable, ya que, de modo creciente es cuestionado por fuerzas emergentes que acumulan y disputan poder.

En consecuencia, afirmar o negar la necesidad del mercado, linda con una trampa para incautos tendida por ignorantes o malintencionados, porque hoy por hoy, a pesar de los monopolios, aún existe una porción de la economía imposible de planificar y que el mercado asigna según la fuerza y habilidad relativa de los competidores, algo que se complica más allá de las fronteras nacionales.

Entonces, ¿cuál es la razón de la inquina que tienen contra el Estado los grupos monopólicos privados? Es por su resistencia al Estado en general, sino a un tipo de Estado en particular, el que no pueden manejar, el que no se les somete o el que se sujeta sólo a las normas de la democracia, no a otras.

Por eso, la necesidad de ejercer un férreo control sobre los monopolios privados se debe a que por naturaleza estos son enemigos de la democracia, atentan contra la competencia y buscan apoderarse del Estado para ponerlo a su servicio. Eso los diferencia de las grandes empresas estatales o aquellas donde el Estado se asocia a capitales privados sin resignar el rol de control, porque sus objetivos son incidir sobre el mercado para garantizar que los beneficios se canalicen a mejorar las condiciones de vida de las mayorías, impulsar el desarrollo productivo y defender la independencia nacional.

Por eso, a la sociedad y a la democracia les conviene tener y ejercer poder sobre los extremos de la cadena productiva: en el de los formadores de precios y en el de los consumidores. En el primero para incidir en el precio final del producto que llega a las góndolas o al mostrador; en el otro para que el consumidor con su poder de compra pase a jugar un rol activo en el proceso productivo.

En consecuencia, cuando las usinas mediáticas dominantes y los cónclaves de grandes empresarios vociferan contra el Estado y a favor del mercado, los lectores u oyentes deben saber traducir esa jerga: cuando dicen Estado, es porque denostan a la democracia y cuando reivindican al mercado, es parea defender su propio poder.

Política

La política manda
Vamos a repetir algo a riesgo de parecer obvios. Los seres humanos hicieron política desde que se organizaron como sociedades, independientemente de sus formas de gobierno y de la postura o pensamiento de cada individuo. Privar de derechos a otros o cederlos para no involucrarse, también son formas de acción política, aunque no de las mejores.

Por eso la prédica antipolítica posiblemente sea la forma más perversa de hacer política porque atenta contra la democracia y abre el camino al corporativismo, el gobierno de las corporaciones, una concepción con raíces medievales, que en el siglo XX tuvo su exponente en el fascismo. Es antidemocrática por definición porque el gobierno deja de ser el de los ciudadanos que eligen para esa función a sus iguales ante la ley, y se lo apropian los grupos de poder corporativo, se llamen empresarios, terratenientes, clero, militares u otros de ese tipo, que pasan a regir los destinos de los países según su poder relativo aunque sean minoritarios en cantidad. Así el rol del pueblo queda reducido al de comparsa o convidado de piedra.

Se podrá alegar que esa fue una constante aún en estados formalmente democráticos. A quienes así opinan, le cabe razón. La historia de nuestro país es rica en ejemplos que avalan ese punto de vista, porque no alcanza con que los derechos estén enunciados, si el beneficiario no los ejerce o si de hecho los tiene vedados. De allí que los derechos sean un espacio en permanente disputa y quien no los usa, no los defiende, no puja para ampliarlos hacia los excluidos, cede el terreno a quienes están al acecho en pos de recuperar sus privilegios.

En esta Argentina el pueblo no siempre votó. Era común que los gobiernos se eligieran en el Jockey Club, en la Sociedad Rural, la Unión Industrial, las asociaciones de banqueros o por acuerdo entre esos grupos de poder corporativo que permanentemente hacen política, su política y le niegan ese derecho al resto.

Costó mucho conseguir el derecho al voto secreto y obligatorio, que recién se hizo general cuando incorporó a las mujeres y cuando el pueblo lo perdió pagó con ríos de sangre esa incapacidad para retenerlo. Esos también fueron y son hechos políticos.

Por el mismo camino transitan otros derechos: a la salud, al trabajo, a la educación, vivienda, vida digna, a una patria. Todo se consiguió, se perdió, se recuperó o se amplió a través de la política. Hasta la guerra es parte de ella.

La política fija los objetivos que se plantea cada sociedad en un momento histórico determinado, así como las instituciones —el Estado—, a través de los cuales los piensa alcanzar. El mercado es uno de los instrumentos no estatales que aportan a esos fines, pero ni es el único, ni es democrático. De allí que, si en el debate y la acción política no se involucran las mayorías, el vacío es ocupado por las corporaciones y cuando eso sucedió, así nos fue.

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