sábado, 31 de agosto de 2013

1975

Mario M.  Méndez
Mario M. Méndez*—

Uno recuerda momentos, días especiales: pienso ahora en el instante mágico del nacimiento de mi primera hija; en aquel primer beso nunca olvidado; en el día en que, aún sin dar crédito a mis ojos, desembarcamos, con mi esposa de hacía un rato nomás, en el aeropuerto de Barcelona; o en la vez en que me reencontré con mi abuela después de 20 años, en un remoto campo del sur de Chile, y a la viejita se le llenaron los ojos de lágrimas. Uno recuerda muchos momentos, por especiales, por buenos, por trágicos también, muchos más de los que mencioné como pequeños ejemplos. Pero además, y no sé si será raro, yo recuerdo un año. Un año especial, muy bueno y muy malo. Yo recuerdo 1975.
Aún no había cumplido los diez años, nos habíamos mudado hacía muy poco del edificio donde había vivido toda mi corta vida, y las diez cuadras de distancia eran un enorme desarraigo. Sabía que mis viejos estaban muy mal e intuía, con todo el dolor del mundo (y cuando digo todo el dolor del mundo lo que digo), que su matrimonio de catorce años no llegaría a quince.

Pero había descubierto, maravillado, que había un refugio nuevo donde esconder la tristeza, la rabia y la angustia que me provocaban las peleas cotidianas de mis viejos y el desarraigo de las amistades de siempre, la ausencia de Eduardito, del departamento 8, de Julio, el del 13, y de Ani y Kuky, del piso de arriba. Y el refugio era el fútbol, claro. Yo era hincha de River hasta la médula. Mi viejo, fanático como pocos, me había traspasado el sentimiento gallina junto con su sangre y su apellido. Pero hasta los días previos al inicio del Metro del 75 yo todavía era muy chico para entender realmente de qué se trataba la cosa. Había ido solamente una vez a la cancha, cuando River enfrentó a San Lorenzo de Mar del Plata en el ya inexistente Estadio San Martín y no había entendido demasiado. Pero ahora sí, con el Gráfico y la Goles como informantes, sabía que Labruna había vuelto para sacar campeón a River, sabía que se había ido Perico Pérez (mi caballito de madera se llamaba Perico, en su homenaje) y que Merlo había resignado la titularidad frente al experimentado Raimondo (mi camiseta del millo, de piqué y con una banda finita y medio anaranjada, tenía la cinco, porque yo admiraba al Mostaza casi tanto como al Beto y a J.J., y además, hay que reconocerlo, porque a mi tía Chola le había resultado más fácil bordar un cinco que un 8 o un 10); sabía que Ártico rompía las bicicletas fijas y las sacaba arando por el Monumental y mi tío de Buenos Aires le había dicho a mi viejo, en el verano, que River tenía un pibe en el banco que iba a dar que hablar, un tal Passarella. Y ni hablar del Puma y de Pinino, otros dos que yo amaba como a pocos.
Así que el fútbol era mi gran compañía, el lugar único que a veces lograba compartir con mi viejo, y a veces con Omar, un primo más grande que una vez escuchó un partido conmigo (el 4 a 2 a Unión, que venía amenazando) y me enseñó a salir corriendo de la pieza, gritando los goles como enloquecido: para mí hasta ese momento los goles no se gritaban a lo bestia, eran un fuego que me corría por las tripas y que explotaban en un grito quedo, contenido, tal vez rabioso.
Es por todas estas cosas que tengo el ´75 en la cabeza y en el corazón. Cada momento del deterioro de la familia y cada domingo, miércoles o incluso viernes, como la noche del triunfo ante Colón, por la tele y con un gol de tiro libre del mariscal Perfumo, cada instancia de ese campeonato en que River avanzaba, primero imparable y después a los tropezones, rumbo al campeonato que terminaría de una vez y para siempre con la mufa de los dieciocho años malditos. Cada instante, casi, en la memoria.
River tropezaba y mi familia se caía. Llegó el invierno y mi vieja finalmente se fue con mi hermana chiquita dejándonos a mi papá y a mí en un departamento que de pronto se volvió gigantesco. Allí quedamos mi viejo y yo, solos, rodeados de silencio. Y River, como en sintonía, parecía derrumbarse: nos habían ganado Atlanta, Ñuls y el odiado Boca, los tres al hilo, y a Temperley, que se había comido 6 en la primera ronda, sólo le empatamos 1 a 1. Por suerte, y por muchas otras cosas, tal vez, reapareció la magia del Beto contra San Lorenzo y River quedó a un paso del título. Y entonces se declaró la huelga de los futbolistas, River decidió jugar igual con los pibes de la tercera y ese miércoles 14 de agosto, en mi casa muy fría, mi viejo y yo nos acostamos juntos en la cama grande a escuchar el partido. Teníamos la radio en la mesa de luz, estábamos tapados hasta la cabeza y creo que los dos tiritábamos, aunque supongo que no era sólo por el frío. Los desconocidos pibes de River dominaban a los también ignotos jugadores del Bicho, pero todo pintaba para un 0 a 0 que alargaría la angustia, o para un desleal zapatazo rival que nos destruiría. Sin embargo, cuando faltaban apenas veinte minutos un tal Bruno hizo el gol de su vida y River fue campeón. Mi viejo y yo nos abrazamos tan fuerte que a mí me dolieron los huesos, pero no gritamos. Los dos, seguro, lloramos en silencio. Por muchas cosas, claro. Pero fundamentalmente porque éramos campeones. No sé si estábamos felices, pero la vida, esa noche, era distinta. El año entero, a partir de esa noche, fue distinto. ¿Cómo, si no hubiera existido ese campeonato, habríamos sobrevivido? ¿Cómo habría hecho para enfrentar la mañana siguiente, cuando a la mesa del desayuno otra vez faltara mi vieja? ¿Cómo, si no hubiera sido así, podría recordar yo hoy, casi treinta años después, ese 1975?

*Biografía:
Mario Méndez nació en Mar del Plata en 1965. Es maestro, editor y se ha dedicado casi con exclusividad a la literatura infantil y juvenil.
Publicó numerosos cuentos y las novelas El monstruo de las frambuesas, El monstruo del arroyo, Cabo Fantasma (Premio Fantasía en Narrativa, 1998), Pedro y los lobos, El vuelo del dragón, El regreso de los dragones, El tesoro subterráneo, El regreso de los Innombrables y Brujas en el bosque.

*1975 pertenece al libro La vida en banda,  colección aún inédita de relatos futboleros y riverplatenses integrada por cinco cuentos de Jorge Tasín y cinco de Mario Méndez.

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