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Mario M. Méndez |
Mario M. Méndez*—
Uno recuerda momentos, días especiales:
pienso ahora en el instante mágico del nacimiento de mi primera hija; en aquel
primer beso nunca olvidado; en el día en que, aún sin dar crédito a mis ojos,
desembarcamos, con mi esposa de hacía un rato nomás, en el aeropuerto de
Barcelona; o en la vez en que me reencontré con mi abuela después de 20 años,
en un remoto campo del sur de Chile, y a la viejita se le llenaron los ojos de
lágrimas. Uno recuerda muchos momentos, por especiales, por buenos, por
trágicos también, muchos más de los que mencioné como pequeños ejemplos. Pero
además, y no sé si será raro, yo recuerdo un año. Un año especial, muy bueno y
muy malo. Yo recuerdo 1975.
Aún no había cumplido los diez años, nos
habíamos mudado hacía muy poco del edificio donde había vivido toda mi corta
vida, y las diez cuadras de distancia eran un enorme desarraigo. Sabía que mis
viejos estaban muy mal e intuía, con todo el dolor del mundo (y cuando digo
todo el dolor del mundo sé lo que
digo), que su matrimonio de catorce años no llegaría a quince.
Pero había descubierto, maravillado, que
había un refugio nuevo donde esconder la tristeza, la rabia y la angustia que
me provocaban las peleas cotidianas de mis viejos y el desarraigo de las
amistades de siempre, la ausencia de Eduardito, del departamento 8, de Julio,
el del 13, y de Ani y Kuky, del piso de arriba. Y el refugio era el fútbol,
claro. Yo era hincha de River hasta la médula. Mi viejo, fanático como pocos,
me había traspasado el sentimiento gallina junto con su sangre y su apellido.
Pero hasta los días previos al inicio del Metro del 75 yo todavía era muy chico
para entender realmente de qué se trataba la cosa. Había ido solamente una vez
a la cancha, cuando River enfrentó a San Lorenzo de Mar del Plata en el ya inexistente
Estadio San Martín y no había entendido demasiado. Pero ahora sí, con el
Gráfico y la Goles como informantes, sabía que Labruna había vuelto para sacar
campeón a River, sabía que se había ido Perico Pérez (mi caballito de madera se
llamaba Perico, en su homenaje) y que Merlo había resignado la titularidad
frente al experimentado Raimondo (mi camiseta del millo, de piqué y con una
banda finita y medio anaranjada, tenía la cinco, porque yo admiraba al Mostaza
casi tanto como al Beto y a J.J., y además, hay que reconocerlo, porque a mi
tía Chola le había resultado más fácil bordar un cinco que un 8 o un 10); sabía
que Ártico rompía las bicicletas fijas y las sacaba arando por el Monumental y
mi tío de Buenos Aires le había dicho a mi viejo, en el verano, que River tenía
un pibe en el banco que iba a dar que hablar, un tal Passarella. Y ni hablar
del Puma y de Pinino, otros dos que yo amaba como a pocos.
Así que el fútbol era mi gran compañía, el
lugar único que a veces lograba compartir con mi viejo, y a veces con Omar, un
primo más grande que una vez escuchó un partido conmigo (el 4 a 2 a Unión, que
venía amenazando) y me enseñó a salir corriendo de la pieza, gritando los goles
como enloquecido: para mí hasta ese momento los goles no se gritaban a lo
bestia, eran un fuego que me corría por las tripas y que explotaban en un grito
quedo, contenido, tal vez rabioso.
Es por todas estas cosas que tengo el ´75 en
la cabeza y en el corazón. Cada momento del deterioro de la familia y cada
domingo, miércoles o incluso viernes, como la noche del triunfo ante Colón, por
la tele y con un gol de tiro libre del mariscal Perfumo, cada instancia de ese
campeonato en que River avanzaba, primero imparable y después a los tropezones,
rumbo al campeonato que terminaría de una vez y para siempre con la mufa de los
dieciocho años malditos. Cada instante, casi, en la memoria.
River tropezaba y mi familia se caía. Llegó
el invierno y mi vieja finalmente se fue con mi hermana chiquita dejándonos a
mi papá y a mí en un departamento que de pronto se volvió gigantesco. Allí
quedamos mi viejo y yo, solos, rodeados de silencio. Y River, como en sintonía,
parecía derrumbarse: nos habían ganado Atlanta, Ñuls y el odiado Boca, los tres
al hilo, y a Temperley, que se había comido 6 en la primera ronda, sólo le
empatamos 1 a 1. Por suerte, y por muchas otras cosas, tal vez, reapareció la
magia del Beto contra San Lorenzo y River quedó a un paso del título. Y
entonces se declaró la huelga de los futbolistas, River decidió jugar igual con
los pibes de la tercera y ese miércoles 14 de agosto, en mi casa muy fría, mi
viejo y yo nos acostamos juntos en la cama grande a escuchar el partido.
Teníamos la radio en la mesa de luz, estábamos tapados hasta la cabeza y creo
que los dos tiritábamos, aunque supongo que no era sólo por el frío. Los
desconocidos pibes de River dominaban a los también ignotos jugadores del
Bicho, pero todo pintaba para un 0 a 0 que alargaría la angustia, o para un
desleal zapatazo rival que nos destruiría. Sin embargo, cuando faltaban apenas
veinte minutos un tal Bruno hizo el gol de su vida y River fue campeón. Mi
viejo y yo nos abrazamos tan fuerte que a mí me dolieron los huesos, pero no
gritamos. Los dos, seguro, lloramos en silencio. Por muchas cosas, claro. Pero
fundamentalmente porque éramos campeones. No sé si estábamos felices, pero la
vida, esa noche, era distinta. El año entero, a partir de esa noche, fue
distinto. ¿Cómo, si no hubiera existido ese campeonato, habríamos sobrevivido?
¿Cómo habría hecho para enfrentar la mañana siguiente, cuando a la mesa del
desayuno otra vez faltara mi vieja? ¿Cómo, si no hubiera sido así, podría
recordar yo hoy, casi treinta años después, ese 1975?
*Biografía:
Mario Méndez nació
en Mar del Plata en 1965. Es maestro, editor y se ha dedicado casi con
exclusividad a la literatura infantil y juvenil.
Publicó numerosos
cuentos y las novelas El monstruo de las frambuesas, El monstruo del arroyo,
Cabo Fantasma (Premio Fantasía en Narrativa, 1998), Pedro y los lobos, El vuelo
del dragón, El regreso de los dragones, El tesoro subterráneo, El regreso de
los Innombrables y Brujas en el bosque.
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