Mario Méndez—
Soy
amigo de Jorge “Grubi” (como lo conocemos los amigos) Grubissich, desde hace algo
más de 25 años. Media vida. Nos conocimos en las veredas del Mariano Acosta,
cuando yo estudiaba para ser maestro y él, que era amigo de un amigo –Floreal, otro
futuro maestro-, era un estudiante de Filosofía trabado en la materia Lógica, que
ya había escrito una novela para adultos, cuyo manuscrito fui uno de los
primeros en leer. Después de esa primera lectura, a lo largo de estos muchos
años, leí casi todo lo que mi amigo ha publicado, casi siempre antes de que lo
publicase: sus novelas en Simurg (Música
entre sombras y Los ciclos del
secreto) y las novelas para niños y jóvenes (El caso del robo al correo, El misterio de la casa paralela, El
misterio de la cueva suspendida, Los dragones de cristal…)
De
la misma manera, en una primera impresión borroneada y llena de correcciones, leí
la novela Piedra libre. Como se podrá
adivinar, la relación es de ida y vuelta: también Grubi ha leído casi todo lo
mío antes de que fuera publicado.
Dicho
lo anterior, será difícil convencer al amable lector de que estas líneas que
servirán de reseña y elogio de una novela que considero necesaria, no están
dictadas por el cariño, por la amistad. No lo intentaré siquiera: es obvio que
uno llega a los libros de los amigos con una predisposición diferente. Sin
embargo, y lo aseguro, habría dicho lo mismo de esta novela así la hubiera escrito un absoluto desconocido, o incluso un
conocido que no contara con mi aprecio. ¿Por qué? Sencillamente porque es
buenísima.
Desde
la piel de un adolescente de apenas dieciséis años, que se convierte a la
fuerza en un exiliado hacia el interior, un escapado, un fugitivo, Jorge Grubissich
da cuenta de los años de plomo, de todos los años de la dictadura y sus muchas
lacras: los exilios, las persecuciones, las desapariciones, las torturas, la
guerra de Malvinas, así como después lo hace con el regreso de la democracia y
ese miedo que todos –o casi todos– teníamos (que hoy, treinta y tres años
después, a un lector joven podría parecerle increíble) de que la democracia no
duraría, de que era inminente un nuevo golpe. Marcelo, el protagonista de Piedra libre, es un adolescente que de
pronto se ve involucrado en las persecuciones de los servicios y, sin
conexiones con ninguna estructura que lo pudiera sostener, ni recursos
económicos, se ve forzado –como pasó con mucha gente– a vivir un exilio
interior, a esconderse de pueblo en pueblo, a escapar permanentemente. Y está solo.
Para colmo, tiene el corazón roto, porque esta desventura que le toca vivir,
entre otras cosas, lo ha separado de su novia de la infancia y adolescencia,
Paula. Marcelo es un chico al que de pronto la vida se le ha estropeado. Paula
le ha sido arrancada de los brazos, y de los sueños: ella parte con sus padres,
al exilio en Europa, literalmente de la noche a la mañana, y Marcelo se queda
solo primero, y luego, solo y perseguido. A partir de ahí, la novela se
convierte en el durísimo relato de una historia personal que no debió ser como
fue, enmarcada en la historia de un país que tampoco merecía que su historia
fuera como desgraciadamente la sufrimos. No contaré más, solo diré, como bien
dice la contratapa del libro, que el viaje del protagonista, comenzado a la
fuerza en 1976, no ha terminado. Como no han terminado tantas historias que
comenzaron a sangre y fuego por esos años.
Terminada
esta breve reseña, que quiere ser sobre todo un elogio y una recomendación,
comienza, como solemos hacer en unoytres77,
la entrevista. Son muchas las preguntas posibles, algunas tan necesarias como
la novela.
—Mario Méndez: Sé, Grubi, que la idea para
contar esta historia surgió de los recuerdos de un amigo que lamentablemente ya
no está con nosotros, Amílcar Tibiletti. Me gustaría que cuentes cómo fue
volcar parte de la historia de Amílcar en una novela, qué opinaba él de eso, y
cómo fue que decidiste que la historia fuera dirigida a un público juvenil (o
para mejor decir, desde un público
juvenil en adelante) y no directamente para adultos.
—Grubi: Amílcar era un admirador casi imperdonable
de todo lo que yo había escrito, en literatura para adultos, al punto de que
había leído todo lo publicado, y lo no publicado, desde que lo conocí, hace unos
diez años. Lo último que leyó, inédito por siempre, era una novela que vos
leíste y en la que una de las tramas argumentales era su historia, chupado,
torturado y cuando ya la muerte era inminente, puesto a disposición del PEN,
porque un familiar poderoso lo vio en una lista. Luego vino la liberación y la
fuga al interior, cuando ya no tenía a nadie a quién acudir, pero tal vez suponían
que sí, o alguien había decidido volver a chuparlo, o quién sabe, quizás
matarlo en un falso enfrentamiento. Se emocionó hasta las lágrimas. Pero a mí
no me alcanzó. Tomé ese tramo de su fuga al interior, le resté diez años a
Amílcar (los que me llevaba), le sumé tres a mi propia edad en esos años, y
mandé a ese personaje a vivir una historia bastante terrible. Ese lector
también me interesaba. Su memoria de algo que no sufrió, pero sí sus padres, si
tienen mi edad, o quizás sus abuelos, si tienen la que tendría Amílcar.
—M.M.: El comienzo de la novela es
excelente, una frase de esas que perduran. Entrecomillado, se lee “Con esto deberías
escribir una novela”. ¿Sentiste eso cuando Amílcar te contaba su historia, lo
dijiste, o acaso te lo sugirió él? Además, con cierta mordacidad, te burlás de
los que dicen esas frases y luego esperan que los escritores corramos a
escribirles la novela de sus vidas. ¿Te ha pasado algo así?
—Grubi: Nos pasa a todos los que
escribimos, ¿no? Todos quieren ser los autores intelectuales, los instigadores
de ese delito de escribir historias. Esa frase no la sugirió nadie. Necesitaba
un narrador que no terminara con la historia, que la siguiera contando, aunque muy
por encima, hasta el presente.
—M.M.: Hay en este primer capítulo de
apenas una página (pero que alcanza para que la novela comience bien arriba)
toda una definición teórica. Dice el narrador protagonista que la literatura
por lo general se hace “agarrando un principio y un fin, quitándole todo lo que
no sirve al relato y, sobre todo, empeorando el principio y mejorando el final.
O al revés”. ¿Es así como encarás tus novelas? ¿Cómo armás tus proyectos
literarios, y cómo, en especial, armaste el proyecto Piedra libre?
—Grubi: En general, las
infantiles responden a la primera estructura y las adultas a la segunda. Piedra
libre empieza mal y termina bien, pero no tan bien. Como tiene trazos reales (y
sobre esa realidad fue armado el proyecto), al protagonista le robaron siete
años, y le dejaron miedo para toda la vida. Al país le robaron treinta mil
historias, y ese es el peor final posible.
—M.M.:
La historia de amor de Marcelo con Paula, nacida en la primaria, con la dulce
paciencia de ella que pega el estirón antes que él y decide esperar que crezca
y “que sea menos pavo”, es una historia bella. Trágicamente bella, porque es
abruptamente interrumpida. ¿De dónde surgió esta historia de amor? ¿Es también
parte de los recuerdos de Amílcar, tiene que ver con tu propia infancia o
adolescencia, es absolutamente ficcional? En cualquiera de los casos, ¿cómo
manejás una historia de amor adolescente de mediados de los 70 para que sea
disfrutable –como lo es–, cuarenta años después?
—Grubi: A Amílcar le
secuestraron a la pareja, y nunca más apareció. Decía que quizás unos años más
tarde se estarían tirando platos por la cabeza, pero que nunca podría saberlo,
o vivirlo. Yo conocí muchos exiliados en mi primer viaje a Europa, sobre todo
en París. Desaparecidos e hijos de desaparecidos. Muchos de los pibes ya no
recordaban un montón de palabras en español, y me pedían traducírselas del
francés. Esa nueva vida de Paula, hecha a contramano de la propia tierra era la
equivalente a la de Marcelo, dando vueltas en la propia tierra, que de propia
no tenía nada, salvo por el espantoso hecho de ser un osario común. Para ambos,
creo, recordarse era recordar esa patria de las que los expulsaron a ambos, y
una promesa de regreso. El regreso, si uno vuelve del infierno (y aun si uno
estuvo en el paraíso), nos emociona a todos.
—M.M.: A Marcelo, como al padre de
Paula, le interesa la filosofía, Camus en especial, aunque no lo entienda
–todavía– demasiado. ¿Cómo llegaste vos a los textos filosóficos? ¿Cómo creés
que puede tomar un lector adolescente de nuestro 2016 el interés de un coetáneo
por la filosofía?
—Grubi: Uh... Pero
"Filo" está llena de estudiantes de Filosofía, muchos de dieciocho
años, otros de ochenta. Se lee menos a Camus que a Sartre, que a Merleau Ponty
(solían juntarse los tres niños de pecho, en la casa de Boris Vian), pero no sé
de nadie que no lo respete, que no se saque el sombrero ante El extranjero,
Calígula o La peste. El libro amarillo (con el Mito de Sísifo y El hombre
rebelde) que encuentra Marcelo lo encontré yo en mi biblioteca. Los otros tres
también. Ese libro de apuntes del que habla la novela, ese sí lo compré yo,
usado, y tenía una infinidad de apuntes filosóficos y literarios. Una
maravilla. Yo llegué a la Filosofía por culpa de mi biblioteca, pero a Camus
por el placer de la lectura. Quizás Piedra libre también es una invitación a
leerlo, y a disfrutarlo.
—M.M.: La política, obviamente, está
presente todo el tiempo en la novela. Sin embargo, y ese es un enfoque muy
inteligente, Marcelo es un ignorante completo del tema. No era ni es un
militante, no sabe casi nada y se ve metido en medio de la historia, de la
persecución ideológica. ¿Suponés que a ese mismo hipotético lector de la
pregunta anterior le llegarán las cuestiones políticas? ¿Cómo imaginás la
mirada de un adolescente de nuestros días, sobre la realidad política de la
época del Proceso? ¿Esperás alguna reacción específica, tenés alguna ilusión al
respecto?
—Grubi: El hecho de que no milite
en ningún lado, y de que la dictadura le pase por arriba es una propuesta de lo
que fue esa etapa de la historia. Nos pasó a todos por arriba. Mi ilusión es
que (en medio de tanta polémica de los 30000 contra los 8000) los lectores
lleguen a entender que el terrorismo de estado es algo para aborrecer de
corazón. Que hubo muchos cómplices y que los sigue habiendo. Y que muchos de
los discursos inocentes (que aparecen cada vez más) tienen sangre en las manos,
aunque los que los que los digan no lo sepan.
—M.M.: En el camino de crecimiento
(“monstruoso”, a lo Frankenstein, lo califica el narrador) de ese chico que
escapa, aparecen como en cualquier historia de un adolescente, las
iniciaciones: el amor, las relaciones sexuales. Incluso, osadamente, al joven
escondido en una cosecha, lo persigue un hombre, con claras intenciones
sexuales. ¿Dudaste a la hora de incluir esa escena en la historia? ¿Hubo algún
planteo editorial?
—Grubi: No lo dudé. Debe ser
algo común, con el poder como mecanismo de coacción. Hubo conversaciones con
Laura Linzuain, la editora, y el resultado me conforma totalmente. En esa
secuencia, que termina en una agresión nocturna, los agresores (cómplices del
agresor) eran varios, y la escena quedaba desequilibrada. Innecesariamente
desequilibrada. Ahora es un único agresor, y es más verosímil que Marcelo gane
esa pelea.
—M.M.: En la tercera parte, tan buena
como las otras dos, y quizá más original, nos enfrentamos a un Marcelo
regresado a Buenos Aires, donde no solo se siente perdido, sino también
asustado. Cuando el fin de la dictadura podría haberte dado el pie para un par
de capítulos epilogales, felices, extendés la historia con más dolor, con más
desazón. Marcelo sigue sintiéndose perseguido, sigue sin entender, no sabe cómo
reinsertarse en una sociedad que, de algún modo, le ha dado la espalda. ¿Cómo
fue decidir esta última parte, cuando casi seguramente tenías la tentación de
darle un final más rápido a los sufrimientos de tu protagonista?
—Grubi: ¿Por qué? Griselda
Gambaro, a raíz de un reportaje que le hice por El mar que nos trajo, me contó que con los años se había vuelto misericordiosa con sus
personajes. A Marcelo lo metí yo solito en ese subsuelo; no lo iba a dejar
salir en la mejor parte, cuando regresa a una ciudad que no existe. No es la
sociedad la que le da la espalda. Es su pasado, que no tiene puentes con su
presente, o el único puente es un abismo.
—M.M.: También en la última parte se
produce el reencuentro con Paula, que todos los lectores, como me pasó a mí,
esperarán con pocas expectativas. Sin embargo, das un giro final, que es un
canto de esperanza.
—Grubi: Es una historia de amor.
Lo dice al principio, y lo recuerda al final. Esa relación de Paula y Marcelo,
más que un buen final, merecía una segunda oportunidad. Al contar sobre esa
segunda oportunidad, fue la primera vez que disfruté escribir esta novela. Eso asimismo diferencia a la
literatura juvenil de la infantil: la juvenil (que acepta y necesita también
lectores adultos), uno la sufre. Si uno no la sufre, lo mejor es desconfiar.
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