Una vez le escuché decir a Mario Wainfeld, eximio
periodista, que si a uno le dan media hora para escribir una nota, la termina
en ese tiempo y si por lo mismo le dan seis, utiliza las seis.
En el caso del amigo Mario Méndez, colaborador regular de
esta publicación, cuando sobre la hora de cierre de la edición le recordamos
que su colaboración mensual corría peligro de quedar afuera, no necesitó ni
media, ni seis horas para llegar a tiempo: recurrió al archivo que todo
periodista o escritor que se precie guarda para trabajos que requieren un
respaldo serio o para una emergencia y la nota estuvo en tiempo y forma, porque
los dos factores se habían conjugado.
El relato que a continuación presentamos fue escrito por
Mario a pedido de un medio gráfico muy importante que no lo publicó, con el
argumento de que no respondía al perfil de nota que buscaban. Esta no ficción
que unoytres ha decidido poner en
conocimiento de su público, apunta a mostrar —a través de un texto bien
escrito, ameno, simple y profundo a la vez —, el camino seguido por el propio autor,
durante el cual dejó fluir su vocación de escritor y docente que terminó imponiéndosele
en la vida; a su vez el texto tiene la capacidad de alentar a quienes
interiormente sienten un impulso semejante, para que lo dejen volar y desplegar
en plenitud sus alas de libertad.
Que lo disfruten.
Mauricio Epsztejn—
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Mario Méndez—
Mario M. Méndez |
Soy maestro, y de esa frase, que me pinta de
cuerpo entero, estoy muy orgulloso. Pero no fue fácil llegar a serlo, claro que
no. Como Hércules (pero sin sus músculos) he trabajado en una docena de
trabajos diferentes. En todos ellos, algo aprendí. Pero en ninguno, ni de cerca,
aprendí tanto como dando clase. Antes de ser maestro fui lavacopas, cartero,
vendedor de vino, de figuritas, chapista, pintor de brocha gorda, repartidor de
volantes, vendedor de rifas, quiosquero, librero, oficinista. Antes de
decidirme por el Magisterio, estudié Letras, carrera que dejé tres veces.
Cuando la dejé por tercera vez tenía veintidós años y no sabía qué hacer con mi
vida. Sentado en un café frente a la Facultad me puse a pensar qué haría: alguna
vez había dado clases de apoyo, con un grupo de militantes juveniles, y me
había gustado. Podía probar con eso, me dije, quizás fuera lo mío. Tenía mis
dudas, pero era joven, la vida recién comenzaba. Sabía que con la docencia se
ganaba poco, pero no me importó. Suponía que, como maestro, la vida se me haría
más rica, y eso no tenía nada que ver con la plata. No me equivoqué.
Empecé a estudiar en el Mariano Acosta,
profesorado insigne de Buenos Aires, por donde había pasado, entre otros, nada
menos que Julio Cortázar. Estudiando allí me sentí mejor que nunca, me convencí
—aunque eso aún estaba por probarse —que sí, que había acertado, que la
docencia era lo mío. No sabía aún que para ser maestro todavía tenía que pasar muchos
exámenes, que iban bastante más allá de los que me tomaban en el profesorado:
los exámenes que me instalarían de lleno en la docencia y que me cambiarían la
vida. No fueron doce, como las pruebas de Hércules, pero a mí me resultaron
tanto o más difíciles que limpiar los establos de Gerión, o capturar al can
Cerbero.
El primero de los exámenes lo afronté cuando
debuté en una escuela, antes de recibirme. En el Acosta se había corrido la voz
de que en Moreno, en el lejano Oeste del Gran Buenos Aires, tomaban estudiantes
para cubrir suplencias. Yo no tenía trabajo, era una oportunidad. Cierto es que
vivía en Temperley, en la otra punta del mundo, pero me alentó la posibilidad
de probarme que esta vez no me había equivocado de carrera. Y me sumó ganas el
que mi novia de entonces viviera en Castelar, que quedaba de camino. Me instalé
por unos días en la casa de un primo, en Ituzaingó, y conseguí mi primer cargo en
el cruce Derqui, en las afueras de Moreno. Para llegar tomaba un colectivo
hasta Padua, de ahí el tren hasta Moreno, y luego otro colectivo que pasaba
cada tanto: dos horas de viaje, que el primer día hice con mucho entusiasmo.
Sin embargo, ese primer día fue un desastre: los pibes de séptimo, muchos de
ellos vendedores ambulantes del tren Sarmiento, o peones de las fábricas de
ladrillo del cruce, me tiraron con todo, literalmente. La primera vez que me di
vuelta para anotar algo en el pizarrón una tiza explotó al lado de mi cara. No
conseguí que me escucharan más que con una resignada, o burlona, indiferencia.
Esa tarde volví al Acosta completamente deprimido. Había fallado. Una sola
jornada real, al frente del aula, me había convencido de que no tenía pasta para
ser maestro. Los amigos del profesorado prácticamente me obligaron a volver al otro
día. Si el primer día había ido con entusiasmo, y bastantes nervios, esta segunda
vez iba aterrado. No quería afrontar el rechazo de los pibes, ni sufrir su
indiferencia, que era mucho peor. Sin embargo, a pesar de los temores, me fue
un poco mejor. Leí un cuento de Horacio Quiroga, me dejé llevar, me entusiasmé
con la lectura y de pronto percibí que los pibes me estaban escuchando, con
ganas. A partir de ahí me fui consolidando. Al otro día me fue un poco mejor
todavía, y hacia el fin de la semana ya jugaba al fútbol con los pibes en el
recreo y daba las clases con cierto aplomo. La suplencia terminó, en la casa de
mi primo no me podía eternizar y el sueldito no alcanzaba ni para cubrir los
dos colectivos y el pasaje del tren, así que no volví a Moreno. Pero una vez
que me recibí ya no dejé la tiza. Había encontrado el camino, eso era seguro.
Aunque los exámenes seguirían.
Cuando me recibí los listados de la
municipalidad estaban cerrados. Con mi amigo Gustavo decidimos dejar nuestros
magros curriculums en cuanto colegio privado se nos cruzaba por el camino. En
uno de Palermo nos atendió el coordinador, un tipo autoritario que aunque se
creía simpático aterraba a los chicos. Nos tomó de inmediato, como talleristas,
a la espera de que surgiera un cargo frente al aula: nos aseguró que él “nos
iba a formar”. Ese fue el segundo examen: como en mi curriculum figuraba mi
paso por Letras y que había publicado algunos cuentos en revistas
estudiantiles, el coordinador me propuso que diera, en los sextos y séptimos,
un taller literario. Yo no tenía ni idea de cómo hacerlo. Me sentía examinado
por triplicado: mis examinadores serían esos ciento ochenta chicos que verían
en mí a un maestro que todavía estaba verde, el coordinador que nos pretendía
formar a su imagen y semejanza y la maestra de Lengua, una alemana grandota
cuya mayor preocupación era la ortografía y que, por la lectura placentera y la
escritura creativa tenía un interés casi nulo. Ella también me vería como un
maestro aún verde, y yo no tenía ni idea de cómo empezar con mis talleres. La
tarde anterior al comienzo encontré en la desaparecida editorial Plus Ultra un libro
maravilloso, de Gloria Pampillo, que se llamaba, justamente, El taller
literario en la escuela. Ese libro me estaba esperando. Lo leí en esa tarde,
tomé nota de algunos consejos ineludibles (que muy poco tenían que ver con cómo
se enseñaba Lengua en esa escuela) y me planté frente a los chicos, a
proponerles que escribieran. Ese segundo examen me trajo la primera gran
riqueza que la docencia me produciría: encontré mi propia voz, como maestro y,
de a poco, como escritor. Todavía no podía saberlo, pero si unos años después
publiqué mi primera novela, de literatura infantil, y hoy tengo construida
cierta trayectoria en ese campo, el germen estuvo en los talleres que empecé a
dar aquella mañana. Los talleres se terminaron a mitad de año, y el
coordinador, que se dio cuenta que nunca seríamos como él quería que fuéramos,
nos echó sin miramientos. Pero el examen estaba aprobado.
Mientras tanto, hice un curso en el Plan de Alfabetización, y cuando quedé sin
trabajo conseguí un puesto de alfabetizador en la Villa 20. El taller
funcionaba en el comedor “Piluso”, que por las tardes estaba vacío. Allí me
instalé con mis primeros alumnos, que en principio eran sólo dos. Yo nunca
había trabajado en la Villa, no conocía los códigos del barrio y mis alumnos, una
señora de unos cuarenta años, que tenía
varios hijos y una hermosa sonrisa de pocos dientes, y Roberto, un cincuentón
fenomenal que había trabajado como travesti en cabarets de todo el país y de Bolivia
y Ecuador, y era uno de los peluqueros domiciliarios de la villa, eran gente
grande que me centuplicaban —por lo menos —en experiencia de vida. Sin embargo,
me trataban de usted, con un respeto casi reverencial: para ellos yo era “el
profesor”. Muchos años trabajé en la villa, y esos años cambiaron mi vida, mis
formas de mirar la realidad. Tuve alumnos niños, adolescentes y adultos. Conocí
desde adentro realidades que no había leído en ningún libro, derribé mis
prejuicios, alguna vez me enamoré, otras me desenamoré, disfruté y sufrí.
Transitando esos pasillos conviví con la realidad de la miseria y la violencia,
claro que sí, pero también viví el compromiso, el gesto fraternal y la alegría.
Mis años de docencia fueron allí un examen casi permanente.
Durante los años de maestro en la villa
trabajé, también, como docente en escuelas municipales y privadas. Aprendí mucho
en ellas, desde luego. Pero el último examen fuerte lo afronté en el CAINA, un
centro de día para atención de chicos en situación de calle. Ese, de todos los
trabajos que hice como docente, fue quizás el más fuerte, el que más me
conmovió, tal vez el que más me enseñó. Empecé a dar clases allí casi con los
mismos temores que en mi primera escuela, la de las afueras de Moreno. Cambiaba
la villa, de donde me había retirado un par de años antes, por algo
completamente diferente. Cuando llegué al Centro venía de un colegio privado,
donde me bastaba una mirada seria, o a veces levantar la voz, para que los
chicos me escucharan atentos. Y en el taller escolar con los pibes de la calle
todo era radicalmente distinto. A esos chicos que venían sin dormir, que tenían
restos de poxirrán en la ropa, que querían, antes que nada, comer, bañarse,
cambiarse de ropa, había que tratarlos de otra manera, a la vez que aceptarles,
muchas veces, el destrato. En la primera semana de trabajo en “la escuelita”
del CAINA uno de los pibes, el Pelado de la ranchada de Lavalle, se enojó conmigo
porque no supe explicarle cómo dividir, y cuando le insistí, con tonito de maestro,
me tiró un cuaderno que pasó de canto al lado de mi nariz. Se fue dando un
portazo, y un rato después, un amigo de la ranchada, que llegó más tarde,
preguntó qué pasaba con el Pelado, que estaba enojado, y decía que “tenía
problemas con la tabla del siete”. Sonreí con la anécdota, claro. Y comprendí
que mis prácticas y experiencias anteriores no servían de mucho, que debía reacomodarme,
que debía aprender de nuevo cosas nuevas, que tenía que trabajar de otra
manera. Porque eso, después de todo, era la docencia: ser capaz de entender
cómo llegar al que está enfrente, cómo alentar su deseo de aprender junto con
uno. Ese mismo Pelado, años después, en uno de sus tantos regresos, me gritó,
burlón pero cariñoso, “eh, qué dice, el amigo de todos los niños”. Y su grito fue
como una medalla. Once años trabajé con chicos en situación de calle. Todavía
lo extraño.
Hoy, veinticinco años después de comenzada mi
carrera de docente, ya no trabajo en grado, ni en los talleres de Puentes
Escolares, con los pibes de la calle. Escribo, y también edito. Sin embargo,
sigo dando clase. Cuando me paro frente a mis alumnos adultos, en los talleres
que coordino en el Programa Bibliotecas para Armar, o frente a los estudiantes de
la carrera de Edición, en un aula de la Facultad, siento, siempre, que estoy
por aprender algo. Y cada vez que parto una tiza, antes de anotar algo en el
pizarrón, ratifico que es ese mi lugar en el mundo.
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