Mario
Méndez—
Era 1976,
el país entero era una tristeza, en Mar del Plata llovía y hacía un frío que
mataba y a River, para esa noche de desempate, le faltaban cuatro jugadores:
Fillol, Perfumo, y un par más de los más importantes, uno de ellos J.J. López,
nada menos. Los brasileños habían
goleado en Belho Horizonte y acá, en el gallinero, River había ganado a
duras penas. Y había que remontar el estigma del ´66, aquella historia tantas
veces oída de la canchereada de Carrizo, de la guapeza de los charrúas, del
mote para siempre de gallinas, ganaban 2 a 0 y los pasaron por arriba. La
verdad es que daba un miedo bárbaro, pero Pablito tenía 12 años y, al menos en
el fútbol, venía dulce: el año anterior el millo había quebrado la racha negra,
Labruna era un mago y era mejor creer que no importaba nada que estuviera
Nelinho, que los tipos del Cruzeiro fueran terribles, que Landaburu no fuera el
Pato y el pibe Lonardi estuviera a años luz del mariscal Perfumo.
Era 1976
y la gente se escapaba como podía, los que podían, de la tristeza, del toque de
queda, de las persecuciones. El negro Rubén, por ejemplo, una especie de tío
político de Pablo, histórico militante peronista, compañero del padre de
Pablito desde hacía veinte años e hincha
fanático de Independiente, andaba de capa caída, con la mirada asustada y la voz mucho más baja que de costumbre, justo
él que siempre había hablado a los gritos, reído a carcajadas. Una tarde el
Rubén le había dicho, con esa nobleza incomparable que tenía, que en el ´66
había escuchado el partido de Chile y que había llorado la derrota de River.
¡Qué había llorado, le confesaba! Y era verdad, a Pablo le bastaba con mirarlo
a los ojos para saber que el Rubén no mentía, que había escuchado la final
contra Peñarol sentado en un auto en Luro y Olazábal y que había sufrido hasta
las lágrimas la derrota del millo en Santiago, como si hubiera sido propia.
Eran argentinos, más vale que yo hinchaba por River, le decía, y no había cómo
no creerle.
El tío Rubén siempre había estado metido en la
familia, pero desde la partida del viejo parecía que se había hecho cargo de su
cacareado título de padrino pelado, y no había un día que en que no se diera
una vuelta por la casa, a ver cómo estaba la vieja, a ver cómo se arreglaban.
El viejo se había ido de viaje, eso le decían todos, y Pablo lo creía. Se había
ido a mediados de abril y ya iba a volver. Se había ido un domingo, un rato
antes de que empezaran los partidos. La vieja tenía los ojos colorados, pero
Pablo no reparó en el detalle hasta muchos años después, eso es seguro. El
padre lo había abrazado, le había revuelto los rulos, le había dicho, con la
mirada clavada en la camiseta de River que Pablito se ponía cada domingo a la
mañana, sin fallar jamás, que ese era el año, que iban a ganar la Copa, y que
él iba a volver para que festejaran juntos. Ya vamos a volver, vas a ver, le
había dicho, y el pibe no sospechó que
no hablaba sólo de él, que no hablaba sólo de River. Pablo le creía, por qué no
iba a creerle. Quizás, con el correr de los meses, podría haber empezado a desconfiar, sobre
todo cuando sentía las miradas apenadas de las vecinas bien intencionadas, esas
que parecían decir pobre Pablito, pobres la madre y la beba de meses.
El día de la final Pablo estuvo nervioso desde
que se levantó, no podía soportarse. Anduvo todo el día con una sensación en la
boca del estómago que era una perfecta mezcla de miedo, de esperanza y de
ansiedad. No sabía por qué, pero se le había metido en la cabeza que el viejo
volvería esa tarde, justo a tiempo para acompañarlo, para que esperaran juntos
la hora del partido, para que pudieran verlo, como antes, hombro contra hombro
desde el sillón del comedor, con un poco de miedo pero confiando. Cuando se lo
dijo a Rubén por teléfono el tío hizo un silencio raro, que Pablo, como tantas
otras cosas tardó años en interpretar. Por suerte para el pibe, Rubén se repuso
rápido de la sorpresa: igual yo voy a ir, Pablito, no me vas a dejar verlo
solo, ¿no?, le dijo y se le adivinaba la forzada media sonrisa del otro lado
del tubo. Mirá que hoy me quiero reír, hoy tienen que ser campeones, insistió,
y Pablo estaba seguro de que sí, de que ganarían, aunque tuviera miedo.
Y llegó nomás la noche, la hora del partido
tan esperado, canal 8 conectó con la transmisión de Buenos Aires, Mario Trucco
habló de cómo venía la mano, de lo
difícil que iba a ser la parada, de que a River le faltaban demasiadas piezas
clave, pero que había que tener fe en la guapeza del mediocampo millonario, en
la calidad del Beto Alonso, en la experiencia de Pedrito González. Llegó la
noche, y claro, el viejo de Pablo no volvió. Sí estaba Rubén, por supuesto, el
tío siempre presente que esa noche trajo un pollo de la rotisería y una botella
de Crush. Sí estaba el tío capaz de sonreír y de hacerle creer que lo que
verdaderamente importaba de la vida, al menos por un rato, se jugaba en ese
dramático partido en Santiago, ese partido que seguro el viejo también estaba viendo y que quizás,
aunque más no fuera, por qué no, tal vez sí pudiera llamarlo después del
partido para que festejaran juntos.
Pero River no ganó, no podía ganar: ¿cómo iba
a ganar si era 1976, hacía un frío que mataba y la tristeza reventaba por todos
lados? Aunque eso sí, por lo menos para aliviar el herido orgullo gallina a
todos los hinchas les iba a quedar en el recuerdo ese segundo tiempo heroico,
cuando el equipo casi de suplentes levantó un 0 - 2 que parecía irremontable y
sobre la hora Pedro González se perdió el gol del triunfo. Pero era 1976 y
tenía que venir lo irreparable: fueron al alargue, hubo un tiro libre
traicionero, Jairzhinho lo fusiló a Landaburu y fue 3 a 2, y subcampeones, otra
vez segundos.
Y el viejo de Pablo, que estaba de viaje, no
llamó, qué iba a llamar. Apenas terminó el partido Pablito se metió en el baño,
lloró un rato sentado en el inodoro, se lavó bien la cara y salió decidido a
estirar una media sonrisa, tan heroica
como el segundo tiempo de su querido River. Rubén lo esperaba en el comedor, y
esta vez no sonreía. Quizás había visto, en ese intento de sonreír del pibe
derrotado, que Pablito ya empezaba a saber que el viejo finalmente no había
podido viajar, que lo tenían preso, si es que todavía no lo habían matado, y
que después de todo tal vez no era tan importante que esa noche River ganara de
una buena vez la Copa.
Aunque hubiera sido lindo, claro que hubiera
sido lindo que al otro día el Abel en la carnicería y el gallego de la
panadería suspendieran por un rato la mirada de pobre Pablito y le dijeran bien, pibe, bien, por fin ganaron la Libertadores.
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