lunes, 31 de octubre de 2016

Final en Chile

Mario Méndez—

Era 1976, el país entero era una tristeza, en Mar del Plata llovía y hacía un frío que mataba y a River, para esa noche de desempate, le faltaban cuatro jugadores: Fillol, Perfumo, y un par más de los más importantes, uno de ellos J.J. López, nada menos. Los brasileños habían  goleado en Belho Horizonte y acá, en el gallinero, River había ganado a duras penas. Y había que remontar el estigma del ´66, aquella historia tantas veces oída de la canchereada de Carrizo, de la guapeza de los charrúas, del mote para siempre de gallinas, ganaban 2 a 0 y los pasaron por arriba. La verdad es que daba un miedo bárbaro, pero Pablito tenía 12 años y, al menos en el fútbol, venía dulce: el año anterior el millo había quebrado la racha negra, Labruna era un mago y era mejor creer que no importaba nada que estuviera Nelinho, que los tipos del Cruzeiro fueran terribles, que Landaburu no fuera el Pato y el pibe Lonardi estuviera a años luz del mariscal Perfumo.
Era 1976 y la gente se escapaba como podía, los que podían, de la tristeza, del toque de queda, de las persecuciones. El negro Rubén, por ejemplo, una especie de tío político de Pablo, histórico militante peronista, compañero del padre de Pablito desde hacía veinte años  e hincha fanático de Independiente, andaba de capa caída, con la mirada asustada y  la voz mucho más baja que de costumbre, justo él que siempre había hablado a los gritos, reído a carcajadas. Una tarde el Rubén le había dicho, con esa nobleza incomparable que tenía, que en el ´66 había escuchado el partido de Chile y que había llorado la derrota de River. ¡Qué había llorado, le confesaba! Y era verdad, a Pablo le bastaba con mirarlo a los ojos para saber que el Rubén no mentía, que había escuchado la final contra Peñarol sentado en un auto en Luro y Olazábal y que había sufrido hasta las lágrimas la derrota del millo en Santiago, como si hubiera sido propia. Eran argentinos, más vale que yo hinchaba por River, le decía, y no había cómo no creerle.

El tío Rubén siempre había estado metido en la familia, pero desde la partida del viejo parecía que se había hecho cargo de su cacareado título de padrino pelado, y no había un día que en que no se diera una vuelta por la casa, a ver cómo estaba la vieja, a ver cómo se arreglaban. El viejo se había ido de viaje, eso le decían todos, y Pablo lo creía. Se había ido a mediados de abril y ya iba a volver. Se había ido un domingo, un rato antes de que empezaran los partidos. La vieja tenía los ojos colorados, pero Pablo no reparó en el detalle hasta muchos años después, eso es seguro. El padre lo había abrazado, le había revuelto los rulos, le había dicho, con la mirada clavada en la camiseta de River que Pablito se ponía cada domingo a la mañana, sin fallar jamás, que ese era el año, que iban a ganar la Copa, y que él iba a volver para que festejaran juntos. Ya vamos a volver, vas a ver, le había dicho, y el pibe  no sospechó que no hablaba sólo de él, que no hablaba sólo de River. Pablo le creía, por qué no iba a creerle. Quizás, con el correr de los meses,  podría haber empezado a desconfiar, sobre todo cuando sentía las miradas apenadas de las vecinas bien intencionadas, esas que parecían decir pobre Pablito, pobres la madre y la beba de meses.
El día de la final Pablo estuvo nervioso desde que se levantó, no podía soportarse. Anduvo todo el día con una sensación en la boca del estómago que era una perfecta mezcla de miedo, de esperanza y de ansiedad. No sabía por qué, pero se le había metido en la cabeza que el viejo volvería esa tarde, justo a tiempo para acompañarlo, para que esperaran juntos la hora del partido, para que pudieran verlo, como antes, hombro contra hombro desde el sillón del comedor, con un poco de miedo pero confiando. Cuando se lo dijo a Rubén por teléfono el tío hizo un silencio raro, que Pablo, como tantas otras cosas tardó años en interpretar. Por suerte para el pibe, Rubén se repuso rápido de la sorpresa: igual yo voy a ir, Pablito, no me vas a dejar verlo solo, ¿no?, le dijo y se le adivinaba la forzada media sonrisa del otro lado del tubo. Mirá que hoy me quiero reír, hoy tienen que ser campeones, insistió, y Pablo estaba seguro de que sí, de que ganarían, aunque tuviera miedo.
Y llegó nomás la noche, la hora del partido tan esperado, canal 8 conectó con la transmisión de Buenos Aires, Mario Trucco habló de cómo venía la mano, de  lo difícil que iba a ser la parada, de que a River le faltaban demasiadas piezas clave, pero que había que tener fe en la guapeza del mediocampo millonario, en la calidad del Beto Alonso, en la experiencia de Pedrito González. Llegó la noche, y claro, el viejo de Pablo no volvió. Sí estaba Rubén, por supuesto, el tío siempre presente que esa noche trajo un pollo de la rotisería y una botella de Crush. Sí estaba el tío capaz de sonreír y de hacerle creer que lo que verdaderamente importaba de la vida, al menos por un rato, se jugaba en ese dramático partido en Santiago, ese partido que seguro el  viejo también estaba viendo y que quizás, aunque más no fuera, por qué no, tal vez sí pudiera llamarlo después del partido para que festejaran juntos.
Pero River no ganó, no podía ganar: ¿cómo iba a ganar si era 1976, hacía un frío que mataba y la tristeza reventaba por todos lados? Aunque eso sí, por lo menos para aliviar el herido orgullo gallina a todos los hinchas les iba a quedar en el recuerdo ese segundo tiempo heroico, cuando el equipo casi de suplentes levantó un 0 - 2 que parecía irremontable y sobre la hora Pedro González se perdió el gol del triunfo. Pero era 1976 y tenía que venir lo irreparable: fueron al alargue, hubo un tiro libre traicionero, Jairzhinho lo fusiló a Landaburu y fue 3 a 2, y subcampeones, otra vez segundos.
Y el viejo de Pablo, que estaba de viaje, no llamó, qué iba a llamar. Apenas terminó el partido Pablito se metió en el baño, lloró un rato sentado en el inodoro, se lavó bien la cara y salió decidido a estirar  una media sonrisa, tan heroica como el segundo tiempo de su querido River. Rubén lo esperaba en el comedor, y esta vez no sonreía. Quizás había visto, en ese intento de sonreír del pibe derrotado, que Pablito ya empezaba a saber que el viejo finalmente no había podido viajar, que lo tenían preso, si es que todavía no lo habían matado, y que después de todo tal vez no era tan importante que esa noche River ganara de una buena vez la Copa.

Aunque hubiera sido lindo, claro que hubiera sido lindo que al otro día el Abel en la carnicería y el gallego de la panadería suspendieran por un rato la mirada de pobre Pablito y le dijeran  bien, pibe, bien,  por fin ganaron la Libertadores.

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