Osvaldo Riganti—
Hipólito Yrigoyen |
El pasado 2 de abril se cumplió un siglo
de la elección de Hipólito Yrigoyen como presidente por el sistema del voto
secreto y obligatorio. A su vez el reciente 12 de octubre, un siglo de su toma
de posesión del cargo.
En el 1900 el país era una vidriera.
Pero muchos estaban del lado de afuera.
Las corrientes inmigratorias influyeron
en un vendaval de las izquierdas impugnando el régimen imperante durante
décadas. Pero la principal protesta vino de la Unión Cívica Radical,
acaudillada primero por Alem, al que continuó Hipólito Yrigoyen, que libró una
larga lucha para terminar con los gobiernos conservadores, cuestionados por
fraudulentos y excluyentes.
El yrigoyenismo tuvo su origen en la
Unión Cívica, surgida al calor de las luchas del Mitin de Frontón y la
Revolución del Parque, que en 1890 derribaron al Unicato de Juárez Celman, el concuñado de Roca que había quedado
muy desencantado con él. Cohabitaban en esa nueva fuerza tendencias diversas,
cuyas dos principales fueron: una la provenientes del viejo autonomismo de
Alsina y la otra con raíz en el liberalismo conservador de Mitre.
Como era de esperar, eso terminó en
fractura, de la que emergieron la Unión Cívica Nacional, dirigida por Bartolomé
Mitre y la Unión Cívica Radical, acaudillada por Leandro N. Alem.
Alem definió con fuerza desde un
principio que el radicalismo sería intransigente, que no negociaría sus
principios. “Que se rompa pero que no se doble” fue la consigna que se fue
extendiendo por todo el país. Pero cuando en 1896, Alem se suicidó, su sobrino Yrigoyen,
con quien mantenía fuertes disidencias políticas, quedó al frente del
movimiento y le impuso su sello.
Apodado “Peludo”, Hipólito Yrigoyen alzó
con más vehemencia que nunca la bandera de la honradez administrativa y la
pureza del sufragio. Caracterizaba a la oligarquía gobernante como “el Régimen” y a su incipiente fuerza
como “la Causa”, con lo que el
enfrentamiento planteado era entre La Causa
y El Régimen. “Mi programa es la
Constitución Nacional”, lo definiría y así quedaría con los años su partido,
estrechado en esos márgenes desde donde accionó con vigor y no titubeó en recurrir
a la vía revolucionaria, con puebladas y armas.
No aceptó participar en elecciones
fraudulentas, manteniendo la bandera de la abstención hasta que Roque Sáenz
Peña concedió el sufragio secreto y obligatorio, bajo el lema “sepa el pueblo
votar”.
Sáenz Peña quería una coexistencia
pacífica de dos fuerzas de opinión como había visto en Inglaterra, Estados
Unidos y España. Quería acoplar a los radicales al Régimen otorgándoles algunos
distritos y una bancada minoritaria, pero Yrigoyen impugnaba el régimen vigente
e iba por más, por lo que desechó dos ministerios que le ofreció Roque Sáenz
Peña al asumir.
Al fin, en febrero de 1912 el Congreso
aprobó la ley que imponía el voto secreto. Ello no terminaba de conformar a
Yrigoyen, que entendía que las situaciones provinciales y las bancas del
Congreso eran fraudulentas. Pero las fuerzas concurrencistas lo desbordaron y
el 30 de mayo de 1912 hubo elecciones en la intervenida provincia de Santa Fe,
donde ganó el radicalismo.
El 2 de abril de 1916 se realizaron las
elecciones nacionales y la fórmula Yrigoyen-Luna obtuvo mayoría de votos,
seguido por el viejo Partido Conservador, que llevaba de candidatos a Rojas-
Serú. Muy cerca se anotó el Partido Demócrata Progresista, encabezado por
Lisandro de la Torre, y a la distancia venían los socialistas, con Juan B.
Justo a la cabeza. El Colegio Electoral ratificó el triunfo popular por exiguo
margen.
El 12 de octubre de 1916, acompañado de
una multitud jamás vista en esos actos, Hipólito Yrigoyen prestó juramento en
el Congreso.
“El corralón de Yrigoyen”, se quejaría
Jorge Luis Borges. “Ha sido terrible. Escupieron las alfombras, descolgaron las
cortinas en el empeño de verlo. ¡Hemos pasado del escarpín a la alpargata!”, se
quejó Benigno Ocampo.
Yrigoyen defendió la soberanía nacional
(“entre naciones en llamas pasó por vos este pueblo” diría Arturo Capdevila en
un poema que le dedicó cuando su muerte), realizó una política social atendiendo a las clases más necesitadas, con
algunas disposiciones de legislación laboral protectora. Fue el primer
presidente que recibió en la Rosada a dirigentes gremiales.
A
un siglo de aquella gesta radical, hoy el partido de Yrigoyen opera como
furgón de cola para la restauración de una fuerza conservadora. Es la primera
vez desde entonces (considerando que Menem —de similar orientación que Macri—
llegó enarbolando la bandera de Perón y de Evita) que triunfa por la vía
electoral una tendencia de ese signo.
Hipólito Yrigoyen accedió a la primera
magistratura como resultante de un proceso que arrancó con la Revolución del ’90,
capitaneada por su correligionario y tío Leandro N. Alem. Fue un estallido
popular que demandaba pureza en el sufragio y honradez administrativa. Fue
organizado por la Unión Cívica, confluencia de sectores de distintas
procedencias que encabezaban Mitre y Alem. La revolución no llegó a buen
puerto, dejando graves enfrentamientos y muertos. Pero fue el germen de una
nueva conciencia cívica. “La revolución ha fracasado pero este gobierno está
muerto” dijo el legislador Pizarro en el Congreso. Y efectivamente caía el
llamado Unicato de Juárez Celman, aunque el régimen conservador encontró su
continuidad en el vice, Pellegrini, que con su “muñeca” logró mantener un
sistema excluyente y fraudulento.
La
heterogeneidad de la Unión Cívica devino en una rápida escisión. El
mitrismo conformó la Unión Cívica Nacional y las fuerzas de Alem e Yrigoyen
constituyeron la Unión Cívica Radical, que pregonaba la pureza del sufragio y
apuntaba a representar las aspiraciones de los sectores medios y los
trabajadores.
“Nuestra causa es la de los desposeídos”
—sostenía Leandro Alem—, que, decepcionado con el curso que había tomado la
vida política nacional se suicidó a principios de 1896.
Tras prolongados debates en que el
primer mandatario supo de las iras de “La Prensa” fue sancionada la ley número
8871, conocida como la ley Sáenz Peña. Los acuerdos fueron elaborados, de un
lado por Sáenz Peña y su ministro del interior Dr. Indalecio Gómez, y por el
otro intervino Hipólito Yrigoyen. El arreglo al que se arribó contemplaba el
uso del padrón militar, intervención de los jueces en el proceso electoral,
representación de las minorías y voto secreto y obligatorio. Para que el
ciudadano se expresase sin limitaciones disponía de las boletas en un aula de
los colegios, lo que se dio en llamar “el cuarto oscuro”.
Al promulgar la ley, Sáenz Peña
manifestó: “Necesitamos destruir a los agentes sucedáneos de la fuerza, a las
artes hábiles que hacen ilusorio el voto y el efectivo imperio de la mayoría
(…). La nueva ley aporta dos innovaciones sustanciales: lista incompleta y el
voto obligatorio (...) Quiera el país escuchar la palabra y el consejo de su
primer mandatario. Quiera votar” dijo. El legislador conservador Marco
Avellaneda manifestó su oposición en el Congreso por entender que era “Una
ofrenda de paz a un partido (el radical) que vive conspirando”.
El primer mandatario falleció y no pudo
ver concretada su obra, una tarea que completó su vice, Victorino de la Plaza.
Las masas aclamaban a su nuevo líder,
don Hipólito Yrigoyen, que asumió el 12 de octubre de 1916 en medio de un
enorme júbilo popular. Su gobierno corrigió abusos contra los trabajadores,
impuso significativos avances en la legislación social y se plantó frente a las
imposiciones foráneas.
Terminó con la farsa de elecciones
fraudulentas, intervino gobernaciones que eran feudos de los conservadores y
sostuvo una política exterior soberana.
De todos modos, su gobierno no estuvo exento
de contradicciones y agachadas, como la represión brutal contra los peones
rurales de la Patagonia, que ejecutó el teniente coronel Varela o la Semana
Trágica, donde la policía asesinó a decenas de trabajadores en la Ciudad de
Buenos Aires. Al mismo tiempo, durante su gobierno se produjo esa gran sublevación
universitaria, con epicentro en Córdoba, conocida como la Reforma
Universitaria, cuyo contenido democratizador y anti oscurantista repercutió en
toda América y hasta en Europa.
A Yrigoyen lo sucedió 1922 su
correligionario Alvear y volvió a ser elegido Presidente en 1928, hasta que fue
derrocado en 1930 por un golpe de Estado cívico-militar dos años después, que inauguró el largo ciclo de golpes militares,
que con breves intervalos se sucedieron hasta 1983.
Hoy accionan poderosos intereses
distorsionantes advertidos tempranamente por Sáenz Peña: “Ni la ley, ni el sistema,
son una finalidad, son apenas un medio” y Gunther Anders lo señaló ya hace un
cuarto de siglo cuando en su libro “Violencia: ¿sí o no?” señaló: “Después de
la gran victoria de los medios masivos de comunicación no existe más la
democracia. Lo sustancial de la democracia es poder tener una opinión y al mismo
tiempo poder expresarla”.
Corren días en que el tema vuelve a
cobrar notable entidad.
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