lunes, 31 de octubre de 2016

A un siglo de la asunción del primer presidente electo por voto secreto y obligatorio

Osvaldo Riganti—
Hipólito Yrigoyen
El pasado 2 de abril se cumplió un siglo de la elección de Hipólito Yrigoyen como presidente por el sistema del voto secreto y obligatorio. A su vez el reciente 12 de octubre, un siglo de su toma de posesión del cargo.
En el 1900 el país era una vidriera. Pero muchos estaban del lado de afuera.
Las corrientes inmigratorias influyeron en un vendaval de las izquierdas impugnando el régimen imperante durante décadas. Pero la principal protesta vino de la Unión Cívica Radical, acaudillada primero por Alem, al que continuó Hipólito Yrigoyen, que libró una larga lucha para terminar con los gobiernos conservadores, cuestionados por fraudulentos y excluyentes.
El yrigoyenismo tuvo su origen en la Unión Cívica, surgida al calor de las luchas del Mitin de Frontón y la Revolución del Parque, que en 1890 derribaron al Unicato de Juárez Celman, el concuñado de Roca que había quedado muy desencantado con él. Cohabitaban en esa nueva fuerza tendencias diversas, cuyas dos principales fueron: una la provenientes del viejo autonomismo de Alsina y la otra con raíz en el liberalismo conservador de Mitre.

Como era de esperar, eso terminó en fractura, de la que emergieron la Unión Cívica Nacional, dirigida por Bartolomé Mitre y la Unión Cívica Radical, acaudillada por Leandro N. Alem.
Alem definió con fuerza desde un principio que el radicalismo sería intransigente, que no negociaría sus principios. “Que se rompa pero que no se doble” fue la consigna que se fue extendiendo por todo el país. Pero cuando en 1896, Alem se suicidó, su sobrino Yrigoyen, con quien mantenía fuertes disidencias políticas, quedó al frente del movimiento y le impuso su sello.
Apodado “Peludo”, Hipólito Yrigoyen alzó con más vehemencia que nunca la bandera de la honradez administrativa y la pureza del sufragio. Caracterizaba a la oligarquía gobernante como “el Régimen” y a su incipiente fuerza como “la Causa”, con lo que el enfrentamiento planteado era entre La Causa y El Régimen. “Mi programa es la Constitución Nacional”, lo definiría y así quedaría con los años su partido, estrechado en esos márgenes desde donde accionó con vigor y no titubeó en recurrir a la vía revolucionaria, con puebladas y armas.
No aceptó participar en elecciones fraudulentas, manteniendo la bandera de la abstención hasta que Roque Sáenz Peña concedió el sufragio secreto y obligatorio, bajo el lema “sepa el pueblo votar”.
Sáenz Peña quería una coexistencia pacífica de dos fuerzas de opinión como había visto en Inglaterra, Estados Unidos y España. Quería acoplar a los radicales al Régimen otorgándoles algunos distritos y una bancada minoritaria, pero Yrigoyen impugnaba el régimen vigente e iba por más, por lo que desechó dos ministerios que le ofreció Roque Sáenz Peña al asumir.
Al fin, en febrero de 1912 el Congreso aprobó la ley que imponía el voto secreto. Ello no terminaba de conformar a Yrigoyen, que entendía que las situaciones provinciales y las bancas del Congreso eran fraudulentas. Pero las fuerzas concurrencistas lo desbordaron y el 30 de mayo de 1912 hubo elecciones en la intervenida provincia de Santa Fe, donde ganó el radicalismo.
El 2 de abril de 1916 se realizaron las elecciones nacionales y la fórmula Yrigoyen-Luna obtuvo mayoría de votos, seguido por el viejo Partido Conservador, que llevaba de candidatos a Rojas- Serú. Muy cerca se anotó el Partido Demócrata Progresista, encabezado por Lisandro de la Torre, y a la distancia venían los socialistas, con Juan B. Justo a la cabeza. El Colegio Electoral ratificó el triunfo popular por exiguo margen.
El 12 de octubre de 1916, acompañado de una multitud jamás vista en esos actos, Hipólito Yrigoyen prestó juramento en el Congreso.
“El corralón de Yrigoyen”, se quejaría Jorge Luis Borges. “Ha sido terrible. Escupieron las alfombras, descolgaron las cortinas en el empeño de verlo. ¡Hemos pasado del escarpín a la alpargata!”, se quejó Benigno Ocampo.
Yrigoyen defendió la soberanía nacional (“entre naciones en llamas pasó por vos este pueblo” diría Arturo Capdevila en un poema que le dedicó cuando su muerte), realizó una política social  atendiendo a las clases más necesitadas, con algunas disposiciones de legislación laboral protectora. Fue el primer presidente que recibió en la Rosada a dirigentes gremiales.
A  un siglo de aquella gesta radical, hoy el partido de Yrigoyen opera como furgón de cola para la restauración de una fuerza conservadora. Es la primera vez desde entonces (considerando que Menem —de similar orientación que Macri— llegó enarbolando la bandera de Perón y de Evita) que triunfa por la vía electoral una tendencia de ese signo.
Hipólito Yrigoyen accedió a la primera magistratura como resultante de un proceso que arrancó con la Revolución del ’90, capitaneada por su correligionario y tío Leandro N. Alem. Fue un estallido popular que demandaba pureza en el sufragio y honradez administrativa. Fue organizado por la Unión Cívica, confluencia de sectores de distintas procedencias que encabezaban Mitre y Alem. La revolución no llegó a buen puerto, dejando graves enfrentamientos y muertos. Pero fue el germen de una nueva conciencia cívica. “La revolución ha fracasado pero este gobierno está muerto” dijo el legislador Pizarro en el Congreso. Y efectivamente caía el llamado Unicato de Juárez Celman, aunque el régimen conservador encontró su continuidad en el vice, Pellegrini, que con su “muñeca” logró mantener un sistema excluyente y fraudulento.
La  heterogeneidad de la Unión Cívica devino en una rápida escisión. El mitrismo conformó la Unión Cívica Nacional y las fuerzas de Alem e Yrigoyen constituyeron la Unión Cívica Radical, que pregonaba la pureza del sufragio y apuntaba a representar las aspiraciones de los sectores medios y los trabajadores.
“Nuestra causa es la de los desposeídos” —sostenía Leandro Alem—, que, decepcionado con el curso que había tomado la vida política nacional se suicidó a principios de 1896.
Tras prolongados debates en que el primer mandatario supo de las iras de “La Prensa” fue sancionada la ley número 8871, conocida como la ley Sáenz Peña. Los acuerdos fueron elaborados, de un lado por Sáenz Peña y su ministro del interior Dr. Indalecio Gómez, y por el otro intervino Hipólito Yrigoyen. El arreglo al que se arribó contemplaba el uso del padrón militar, intervención de los jueces en el proceso electoral, representación de las minorías y voto secreto y obligatorio. Para que el ciudadano se expresase sin limitaciones disponía de las boletas en un aula de los colegios, lo que se dio en llamar “el cuarto oscuro”.
Al promulgar la ley, Sáenz Peña manifestó: “Necesitamos destruir a los agentes sucedáneos de la fuerza, a las artes hábiles que hacen ilusorio el voto y el efectivo imperio de la mayoría (…). La nueva ley aporta dos innovaciones sustanciales: lista incompleta y el voto obligatorio (...) Quiera el país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. Quiera votar” dijo. El legislador conservador Marco Avellaneda manifestó su oposición en el Congreso por entender que era “Una ofrenda de paz a un partido (el radical) que vive conspirando”.
El primer mandatario falleció y no pudo ver concretada su obra, una tarea que completó su vice, Victorino de la Plaza.
Las masas aclamaban a su nuevo líder, don Hipólito Yrigoyen, que asumió el 12 de octubre de 1916 en medio de un enorme júbilo popular. Su gobierno corrigió abusos contra los trabajadores, impuso significativos avances en la legislación social y se plantó frente a las imposiciones foráneas.
Terminó con la farsa de elecciones fraudulentas, intervino gobernaciones que eran feudos de los conservadores y sostuvo una política exterior soberana.
De todos modos, su gobierno no estuvo exento de contradicciones y agachadas, como la represión brutal contra los peones rurales de la Patagonia, que ejecutó el teniente coronel Varela o la Semana Trágica, donde la policía asesinó a decenas de trabajadores en la Ciudad de Buenos Aires. Al mismo tiempo, durante su gobierno se produjo esa gran sublevación universitaria, con epicentro en Córdoba, conocida como la Reforma Universitaria, cuyo contenido democratizador y anti oscurantista repercutió en toda América y hasta en Europa.
A Yrigoyen lo sucedió 1922 su correligionario Alvear y volvió a ser elegido Presidente en 1928, hasta que fue derrocado en 1930 por un golpe de Estado cívico-militar dos años después, que  inauguró el largo ciclo de golpes militares, que con breves intervalos se sucedieron hasta 1983.
Hoy accionan poderosos intereses distorsionantes advertidos tempranamente por Sáenz Peña: “Ni la ley, ni el sistema, son una finalidad, son apenas un medio” y Gunther Anders lo señaló ya hace un cuarto de siglo cuando en su libro “Violencia: ¿sí o no?” señaló: “Después de la gran victoria de los medios masivos de comunicación no existe más la democracia. Lo sustancial de la democracia es poder tener una opinión y al mismo tiempo poder expresarla”.

Corren días en que el tema vuelve a cobrar notable entidad.

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