martes, 31 de mayo de 2016

Cortázar y el rigor del homo ludens, o acerca del verosímil

Mario Méndez—
Hace muy poco, en las entrevistas realizadas en La Nube, surgió con las autoras Andrea Ferrari y Sandra Siemens, y las editoras Cintia Roberts y Cecilia Repetti, el trillado, pero no por eso menos importante, tema de la verosimilitud. Cuantas cosas, afirmábamos en esas charlas, uno podría decir que son verdades, pero que no las podríamos incluir en un relato sencillamente porque no nos las creerían. Fino límite, el que va entre lo verdadero y lo verosímil. Cortázar lo desarrolla en Estado de las baterías, un breve pero contundente texto que alguna vez comenté, y que viene a cuento.
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En su libro Último round, fantástica miscelánea que reúne, entre otros muchos textos memorables, Sílaba viva, el poema dedicado al Che Guevara, el cuento Silvia, fotografías comentadas, ensayos breves y más cuentos y poesías, Cortázar incluye un impecable ensayo breve acerca de la verosimilitud, lo fantástico, lo maravilloso y el rigor literario. Es, esa pequeña reflexión, una obra maestra en apenas dos paginitas. El texto, titulado Estado de las baterías, refiere a la página 220 de 62, modelo para armar, la novela que escribió luego de Rayuela, unos cinco años después de su libro más célebre.
Cortázar dice que cuando Juan, uno de los personajes centrales de la novela, llega a París después de unas cuantas semanas de ausencia, va inmediatamente al garaje y arranca su auto. Eso, sostiene Cortázar, hará que el lector que desconozca la vida práctica de París piense que nos encontramos ante algo imposible, porque la batería debía estar descargada. Aunque de inmediato agrega que “El mismo lector, sin embargo ha encontrado tantas irrealidades en el libro, que incluso si repara en ese detalle técnico puede sentirse tentado de incluirlo en la cuenta de todo lo precedente; si es así, debería dedicarse a leer otro tipo de literatura, porque con éste no congenia”. Luego explica: la literatura fantástica no puede, ni debe, dejarse tentar por “transgresiones frívolas”. Hay una lógica intrínseca del relato que hace que el lector acepte lagunas que se encrespan en el medio de París, o líneas del Metro que cambian de rumbo, pero que no puede aceptar la facilidad de que el auto arranque porque sí. Juan, el personaje, nos asegura Cortázar, ha llamado al patrón del garaje para que le tenga el auto listo, y no hay necesidad de que tal llamado sea explicitado en el texto. El lector implacable, ese “homo ludens” que se toma las cuestiones de la realidad, la irrealidad y, sobre todo, la verosimilitud de un relato muy en serio, no tolera el engaño. Ese es, al decir de Cortázar, su “maravilloso rigor”. Para despejar toda duda, el texto, esclarecedor y contundente, termina así:

“Un auto que arranca con la batería descargada entra en lo maravilloso y no en lo fantástico; el auto de Juan, en todo caso, no se parecía para nada a la carroza de la Cenicienta”. (Que, si se me permite la irrespetuosidad, podría traducirse por “cómo resumir la tesis que Todorov desarrolla en su famosa Introducción a la literatura fantástica, en apenas una bellísima oración”).

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