Mario Méndez—
Hace
muy poco, en las entrevistas realizadas en La Nube, surgió con las autoras
Andrea Ferrari y Sandra Siemens, y las editoras Cintia Roberts y Cecilia
Repetti, el trillado, pero no por eso menos importante, tema de la
verosimilitud. Cuantas cosas, afirmábamos en esas charlas, uno podría decir que
son verdades, pero que no las podríamos incluir en un relato sencillamente
porque no nos las creerían. Fino límite, el que va entre lo verdadero y lo
verosímil. Cortázar lo desarrolla en Estado
de las baterías, un breve pero contundente texto que alguna vez comenté, y
que viene a cuento.
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En
su libro Último round, fantástica
miscelánea que reúne, entre otros muchos textos memorables, Sílaba viva, el poema dedicado al Che
Guevara, el cuento Silvia,
fotografías comentadas, ensayos breves y más cuentos y poesías, Cortázar incluye un impecable ensayo
breve acerca de la verosimilitud, lo fantástico, lo maravilloso y el rigor
literario. Es, esa pequeña reflexión, una obra maestra en apenas dos paginitas.
El texto, titulado Estado de las baterías,
refiere a la página 220 de 62, modelo
para armar, la novela que escribió luego de Rayuela, unos cinco años
después de su libro más célebre.
Cortázar dice que cuando Juan, uno de los
personajes centrales de la novela, llega a París después de unas cuantas
semanas de ausencia, va inmediatamente al garaje y arranca su auto. Eso, sostiene
Cortázar, hará que el lector que desconozca la vida práctica de París piense que
nos encontramos ante algo imposible, porque la batería debía estar descargada. Aunque
de inmediato agrega que “El mismo lector, sin embargo ha encontrado tantas
irrealidades en el libro, que incluso si repara en ese detalle técnico puede
sentirse tentado de incluirlo en la cuenta de todo lo precedente; si es así,
debería dedicarse a leer otro tipo de literatura, porque con éste no congenia”.
Luego explica: la literatura fantástica no puede, ni debe, dejarse tentar por
“transgresiones frívolas”. Hay una lógica intrínseca del relato que hace que el
lector acepte lagunas que se encrespan en el medio de París, o líneas del Metro
que cambian de rumbo, pero que no puede aceptar la facilidad de que el auto
arranque porque sí. Juan, el personaje, nos asegura Cortázar, ha llamado al
patrón del garaje para que le tenga el auto listo, y no hay necesidad de que tal
llamado sea explicitado en el texto. El lector implacable, ese “homo ludens” que se toma las cuestiones
de la realidad, la irrealidad y, sobre todo, la verosimilitud de un relato muy
en serio, no tolera el engaño. Ese es, al decir de Cortázar, su “maravilloso
rigor”. Para despejar toda duda, el texto, esclarecedor y contundente, termina
así:
“Un
auto que arranca con la batería descargada entra en lo maravilloso y no en lo
fantástico; el auto de Juan, en todo caso, no se parecía para nada a la carroza
de la Cenicienta”. (Que, si se me permite la irrespetuosidad, podría traducirse
por “cómo resumir la tesis que Todorov desarrolla en su famosa Introducción a la literatura fantástica,
en apenas una bellísima oración”).
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