Mauricio Epsztejn—
El tema de lo que una sociedad considera honestos o
corruptos y los límites entre ambos, forma parte de un conjunto de valores que determinado
sector o grupo logra que el resto o, por lo menos la mayoría, considere
naturales y los acepte sin cuestionamientos ni resistencias. Es lo que se
conoce como hegemonía ideológica y cultural, que se extiende por un período más
o menos prolongado y abarca diversos campos como, el económico, jurídico, artístico,
científico, educativo y, en general, el de toda actividad humana. Como el
conflicto le es inherente a toda sociedad porque la realidad es cambiante y en
su seno existen diversos intereses, muchas veces contrapuestos e
inconciliables, tal hegemonía nunca es absoluta, sino temporal e inestable, por
lo que el Estado, con su poder coercitivo, concurre para asegurar la necesaria estabilidad
y evitar que los conflictos terminen aniquilando a la propia sociedad. La
existencia de conflictos no significa que los mismos deban escalar
necesariamente a un nivel de violencia extrema como el impuesto por la última
dictadura cívico-militar del gran capital trasnacional con que impusieron su
dominio.
Dado que los sufridos pueblos de nuestra región, después de las
últimas dolorosas experiencias dictatoriales parecen haber llegado a la casi
unánime conclusión de que ese camino Nunca
Más deberá ser transitado y que la mejor ruta hacia el bien común pasa por asegurar
una Democracia, cada día sea más profunda
y amplia, los mentores ideológicos de los grupos del privilegio más concentrado
han modificado sus métodos para lograr el mismo objetivo, por lo que, sin
renunciar a los desprestigiados tanques, ahora se sirven del monopolio de los
medios masivos de comunicación y de un importante sector del poder judicial a
través de los cuales han lanzado a nivel continental una sistemática campaña
por la “honestidad”, presentándose a si mismos como paladines de la misma y en
contra de los “populismos corruptos”, es decir de los gobiernos y fuerzas
políticas y sociales que les han limitado el poder y han mejorado en sus
territorios o lo intentan, la vida de muchos millones de seres humanos.
¿Eso significa que el campo nacional, popular y democrático
sólo está habitado por santos impolutos?
Nada más falso. Pero los delincuentes, se asuman o provengan
de donde sea, deben ser radiados del movimiento popular y pagar por sus delitos
según las leyes vigentes y con las garantías del debido proceso. Sin embargo,
resulta que los que superpueblan las cárceles no son los grandes organizadores
y beneficiarios de los delitos que afectan al conjunto del pueblo. Al
contrario, la inmensa mayoría de estos últimos no ha pagado por los que
cometieron, incluidos quienes fueron promotores, sostenedores y principales
usufructuarios del terrorismo de Estado. Esos personajes hasta son elogiados por
sus pares que intentan cerrar la etapa de los juicios de lesa humanidad en la
que aún restan unos cuantos que deberán rendir cuentas y pagar por los crímenes
de los que fueron promotores y cuyo exponente emblemático es Pedro Blaquier, dueño
del ingenio Ledesma, acusado de promover el secuestro, asesinato y desaparición
de luchadores sociales durante la dictadura, amigo de Martínez de Hoz y, según
se sabe, uno de los máximos contribuyentes a la campaña electoral de Gerardo
Morales, gobernador radical de Jujuy, miembro de Cambiemos y responsable
político del encarcelamiento ilegal de Milagro Sala. Todos esos personajes que
cada vez más son obligados a aparecer bajo la luz pública, suelen ser presentados
como ejemplo a imitar, ostentan poder e incluso ocupan eminentes cargos en el
Estado.
Y si ese sector que ganó en Argentina la últimas elecciones,
que tiene a maltraer a Dilma en Brasil, al gobierno de Maduro en Venezuela, a
Evo en Bolivia y a Correa en Ecuador, lo logra es porque, además del poder
económico, mantienen la hegemonía ideológica y cultural sobre nuestras
sociedades, sin la cual les sería imposible impulsar su proyecto, lo que representa
el principal desafío para los movimientos nacionales y populares de nuestro
continente.
Sentido común y un poquitín de historia
Al llegar a ese punto, reconocemos que el lector tiene razón
si nos reclama darle una tregua a las teorizaciones y meternos un poco en la realidad
de nuestro vecindario. Es de puro sentido común, un bien difícil de hallar en las
cajas fuertes de quienes sólo atesoran dólares.
En 1824, apenas ocho años después que el país declarara su
independencia, el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, cuyo hombre fuerte
era Bernardino Rivadavia firmó un empréstito con el banco inglés Baring
Brothers por un millón de libras esterlinas para construir el puerto de la
ciudad, proveerla de un servicio de agua potable y fundar tres ciudades sobre
la costa atlántica y otras menores en el interior de la provincia. De esos
objetivos ninguno se cumplió, pero además, de ese millón llegó a estas costas
sólo poco más de la mitad y aun así, la mayor parte en letras de cambio para
adquirir mercaderías en los comercios que los ingleses tenían en Buenos Aires.
El resto se fue en comisiones pagadas a los gestores del crédito y en intereses
abonados por adelantado. La cancelación de la deuda, asumida finalmente por la
nación, recién se concretó en 1904, después de pagar en total unas catorce
veces lo originalmente pactado e inaugurar los sucesivos ciclos de
endeudamiento.
¿Sabe, amigo lector, qué nombre le pusieron a este asuntito
aquellos vendedores de alegría?: modernización,
de la cual ya se cumplieron casi 200 años. ¿Le suena? Cualquier semejanza con
el presente no es casualidad.
De todos modos, la vocación endeudadora de ciertos
gobernantes, persistió y en 2010, en pleno proceso nacional de
desendeudamiento, el gobierno porteño de Mauricio Macri con Néstor Grindetti
como secretario de Hacienda (el actual intendente electo de Lanús- Provincia de
Buenos Aires), emitió deuda externa por 475 millones de dólares al 12,5% de
interés, por cuya colocación pago importantes comisiones y cuya aplicación no
tuvo nada que ver con el publicitado destino de ampliar la red de subterráneos,
porque ni siquiera había un llamado a licitación. Fue una operación que le hizo
perder a la Ciudad de Buenos Aires una millonada de pesos, realizada casi en simultáneo
con la creación por parte de Grindetti en Panamá de una empresa fantasma, de la
cual, según revelaron los famosos Panamá
Papers, entre 2010 y 2013 él mismo aparece como administrador y a la vez apoderado
de una cuenta en un banco de Suiza, sin que a ningún Claudio Bonadío y
asociados les llame la atención la coincidencia de fechas entre los procesos
electorales locales y el financiamiento de las campañas, algo que a lo mejor
les cabría investigar de oficio para ver si detrás de esos ahorritos no se
esconde un delito de acción pública.
Eso también podría explicar por qué la “historia oficial”
aún considera un prócer al precursor del endeudamiento de 1824 y por qué sus
émulos bautizaron en 1857 con su nombre a la calle que corta a la ciudad por el
medio y por qué en 1932, en plena década infame, inauguraron en el centro de la
Plaza Once el mausoleo que guarda sus cenizas, una obra inmensamente más grande
que el panteón dedicado a San Martín en la Catedral Metropolitana.
Siguiendo con la historia, veamos algunas otras notables coincidencias.
Para derrocar a Hipólito Yrigoyen en 1930, lo acusaron de encabezar
un gobierno corrupto. Ese golpe de Estado autobautizado “Revolución
moralizadora”, fue convalidado por la Corte Suprema e inauguró la nefasta serie,
para lo que contó con la inestimable ayuda del diario Crítica, de Natalio Botana (padre), como uno de sus principales fogoneros.
Clarín todavía no existía.
Al final, todo lo que se mintió sobre Yrigoyen, resultó un
bluf justificador el golpe convalidado por la Corte Suprema. Fueron esos años los
de gobiernos más corruptos de la historia argentina, durante los que se firmó
el pacto Roca-Runciman que hizo exclamar eufórico a un ministro nacional que a
partir de entonces la Argentina se podía considerar una perla más de la corona
británica. Ese pacto, más la fundación en 1935 del Banco Central como exigencia
de la banca inglesa que lo diseñó a su medida y trasladó con ese fin a nuestro
país a uno de sus banqueros estrella y a los funcionarios que cubrirían los
principales cargos. Eso, sumado a la supresión de la democracia, al “fraude
patriótico”, a la desocupación fenomenal,
al negociado de las carnes cuyo descubrimiento por parte de Lisandro de la
Torre desnudó la connivencia entre los frigoríficos ingleses, los banqueros, la
oligarquía criolla y el gobierno de turno, el responsable que el 23 de julio de
1935 cayera asesinado el senador Enzo Bordabehere y del que formó parte como
ministro un Federico Pinedo que –en tragicómica coincidencia– legó a su familia
el mismo nombre y apellido que hoy lleva un senador macrista que hace ideológico
honor al legado e integra la línea sucesoria del presidente Macri. Al evocar
esa etapa “moralizadora” y de lucha contra la “corrupción” conocida como
“Década infame”, cuya política, traducida al lenguaje que utilizan los CEO
locales, es de “sinceramiento” y “vuelta a los mercados y al mundo”. Si así se
llamó aquella época, ¿qué nombre le pondrá la historia a la que dure la inaugurada
el 10 de diciembre de 2015, de un gobierno plagado de funcionarios provistos
por las multinacionales, a varios de los cuales se le descubrieron cuentas
offshore, que están procesados por delitos económicos, con causas que aún
siguen abiertas y otras prescribieron gracias a la complicidad de la “mayoría
automática” de la Corte menemista, un gobierno que acepta sin chistar la
sumisión al mandato de los buitres y del FMI, mientras tildan en bloque de
corrupto al gobierno saliente?
Pero también vale la pena recordar a la llamada “Revolución
libertadora”, la que en 1955 derrocó a Perón también en nombre de la República,
la honestidad y la moral, y que unos meses antes bombardeó la Plaza de Mayo donde
asesinó a centenares de civiles inermes y en 1956 fusiló a quienes se rebelaron
reclamando el retorno al orden constitucional. Fue un período del que, para
esta nota, caben destacar tres cosas: 1) que el golpe fue precedido por una
furibunda campaña desde la prensa y el púlpito contra la “corrupción” y en
defensa de la “moral pública”; 2) que pocos meses después de apoderarse del
gobierno, el 19 de abril de 1956, incorporó a la Argentina al FMI, un propósito
al que se había resistido el gobierno de Perón y 3) que conformaron una
comisión investigadora para supuestamente echar luz y castigar la “corrupción”
del gobierno constitucional y sólo les sirvió para la persecución política,
funcionó hasta la asunción de Frondizi y no probó absolutamente nada.
Otro mojón que marcó la lucha de los “honestos” contra los “corruptos”
lo inició la dictadura cívico militar terrorista, que se apoderó del poder para
eliminar a los subversivos que buscaban “entregar al país en brazos del
marxismo apátrida”, pero cuyo verdadero objetivo lo confesó crudamente Martínez
de Hoz en su discurso del 2 de abril de 1976. Ese régimen marcó el inicio del
nuevo ciclo de endeudamiento externo, período durante sólo se estatizaron dos
cosas: la Compañía Italo-Argentina de Electricidad, casi quebrada y propiedad
de dicho ministro y, en 1982, la deuda externa privada, de la mano de Domingo
Felipe Cavallo, uno de los negociados más escandalosos de la historia, entre cuyos
grandes beneficiarios estuvo el grupo Macri, conspicuo integrante de la
conocida “patria contratista”.
Lo señalado a lo largo de esta nota tiene sentido porque son
sólo ejemplos de la matriz a la que han recurrido los sectores del privilegio,
tanto para atacar a los gobiernos que han tratado de equilibrar la balanza de
la riqueza, producida por las mayorías pero apropiado por pocos, como para
justificar su renovado enriquecimiento ilegítimo.
El fondo y la máscara
Por eso fue y es destacable la actitud de la ex presidenta
Cristina Fernández de Kirchner de no presentarse a las elección para ningún cargo
público que le garantizara fueros especiales una vez que dejara la presidencia
y disponerse a enfrentar desde el llano la previsible ofensiva que se lanzaría
en su contra, sin más protección que la de cualquier ciudadano común. Independientemente
de los aciertos o errores habidos durante su gestión de gobierno, ese gesto no
sólo la pinta como una mujer de coraje que no necesita escudarse detrás de
ningún fuero, sino que da la medida de su visión sobre lo que a través de su
persona se juega, que no es ni más ni menos que lograr la deslegitimación de
los gobiernos populares de aquí y del mundo. En resumen, es el tema de la
hegemonía, al que nos referíamos al principio de esta nota y de cuyo desenlace
depende nuestro futuro por un período prolongado. Lo que está en discusión es
si un proyecto nacional, popular, democrático y latinoamericanista es capaz de
conducir al país en beneficio de las grandes mayorías o si esa idea debe
borrarse como alocada quimera y acatar el mandato del capital concentrado
trasnacional, independientemente de en qué país residan sus personeros o cuál sea
su color de piel.
Eso es lo que en el fondo se juega detrás del circo montado
sobre el caso de Lázaro Báez y la montaña de mentiras a que se redujo la
“revolución de la alegría” o el cuento de Caperucita en que tratan de
transformar el tema de las offshore.
A casi cinco meses de instalado el gobierno de Cambiemos,
pareciera que consolidar esa vuelta atrás no le va a resultar una empresa
sencilla.
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