Mario Méndez—
La maestra suplente |
No diré mucho de la charla, porque pronto
será desgrabada y subida al sitio de Eterna (y, ay, vaya a saber lo que uno
dice al calor de la conversación y el intercambio). Pero sí quiero decir que me
quedé con las ganas de compartir una poesía, que amenacé en un momento con
leer, y al final me olvidé. Una poesía que venía a cuento de uno de los ejes de
la conversación: los libros alados, metáfora por aquellos libros que nos
hicieron volar, que nos metieron en la literatura, en la lectura y en la
escritura. O, como muy lindamente dijo Sandra, los libros anclados, aquellos
que se nos quedaron dentro del pecho.
En un momento, cuando hablábamos de esos
libros que se nos hicieron carne, de la niñez y de la escuela como la gran
ocasión (Graciela Montes dixit), yo recordé una anécdota de mi séptimo grado,
en una escuela de Temperley, en 1978. Había llegado una maestra suplente, joven
y linda como suelen ser las suplentes, de la que muchos nos enamoramos, también
como suele pasar.
La maestra, y lamento mucho no recordar su nombre, nos
propuso que lleváramos al aula, una cada uno, una poesía para compartir. ¿¡Una
poesía?! Yo jamás había leído ninguna, salvo alguito de María Elena Walsh, una
vez que en cuarto grado copiamos del pizarrón la “Canción de tomar el té”, y
creo que casi nada más. Leía, sí, historietas y cuentos, pero nunca poesía. Así
que, como a esta linda maestra había que cumplirle, busqué en la biblioteca de
Mary, la señora de mi viejo, mi segunda mamá, a ver qué tenía. Y me encontré
con un libro de tapas duras, de papel de arroz, muy bello: eran las poesías
completas de Rubén Darío. Yo no sabía quién era ese señor con nombre de galán
de teleteatro, pero me puse a hojear. Y mi suerte quiso que me encontrara con “Buenos
y malos”. Me la aprendí de memoria, y la recité al otro día. Me llevé de premio
las palabras de la señorita: “vos vas a ser poeta”, me dijo, y su
presentimiento, que esa mañana me infló el pecho y me coloreó los cachetes,
anduvo cerca. No lo soy, pero escribo. Y en parte se lo debo a ella y a su
original, poético pedido.
Les comparto entonces “Buenos y malos”, del
gran Rubén Darío. Ya no la recuerdo de memoria, pero todavía puedo recitar
algunas partes, sobre todo el contundente final, que de vez en cuando repito, con
muchísimo cariño y algo de nostalgia.
Buenos y malos
Rubén Darío
¡Alto los viajeros!... ¡Presto
La vida o todo el dinero!
Un trabucazo al primero
Que haga una amenaza, un gesto.
Inútil es todo afán…
¡Vamos! El dinero, amigos.
Pero, calle, son mendigos.
Son mendigos, van a San..
Idos con vuestros regalos,
Pues, señores, pordioseros.
Y decían los viajeros:
-¡Qué buenos que son los malos!
***
Mataron al pobre Juan…
-¡Qué desgracia, Don Simón!
-¿Quién lo mató? –El santurrón
Y místico de Beltrán.
Lástima grande, ¡oh dolor!
Que bien Beltrán se portaba
Confesaba y comulgaba
Cada domingo, señor.
Y de sentimientos llenos,
Suspiraban y gemían
Y uno a otro se decían:
-¡Qué malos que son los buenos!
***
Lectores: por Dios o a palos
Os convenceréis al menos
Que son muy malos los buenos…,
Que son muy buenos los malos…
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