Mauricio Epsztejn--
No son lo mismo |
Últimamente se ha puesto de moda calificar a los golpes de
estado como blandos o duros, palabras que remiten a quesos u otros materiales, pero
difíciles de entender en procesos sociales complejos. Una cosa son cuartirolos,
gruyeres o sardos y otra distinta, mercados, parlamentos, justicias, militares,
prensa y sus combinaciones.
Los quesos, después de elaborados no se pueden transformar
en otra variedad, en cambio los golpes de estado sí, presentarse de un modo y ser
en esencia lo opuesto. Por eso, con independencia de su variedad, los quesos
son quesos y los golpes de estado, son golpes de estado. A no confundirse.
Unos se perciben en el paladar y terminan en el estómago; los
otros, independientemente de su ropaje, violan la Constitución y la voluntad
popular y se ejecutan para desalojar gobiernos que no les gustan. Sus consecuencias
suelen ser tragedias colectivas.
Un poco de historia
Durante gran parte del siglo XX la Argentina fue gobernada
por dictaduras, cuyos cabecillas ejercieron el poder y una vez que se lo
cedieron a personajes más presentables, siguieron viviendo tranquilos e impunes.
Las cosas transcurrieron así hasta 1983 en que el gobierno de Alfonsín llevó a
juicio a los jerarcas del último golpe, que culminó en 1985 donde fueron
condenados por jueces de la Constitución. Sin embargo, pocos años después el
menemismo los amnistió, hasta que llegó el kirchnerismo y el Parlamento derogó
la leyes de impunidad y los decretos de indulto, permitiendo reabrir los
juicios y empezar a juzgar y condenar a los uniformados responsables por
delitos de lesa humanidad. De todos modos, aún debieron pasar varios años antes
que el reclamo ciudadano, encabezado por los organismos de Derechos Humanos,
perforara los muros tribunalicios y algunos jueces avanzaran hacia una visión integral
e incorporaran como responsables del genocidio al resto de la cadena conformada
por grandes empresarios de la banca, de la industria, del comercio y el campo,
a políticos, periodistas, jueces, funcionarios y miembros de la iglesia.
Así fue como lentamente se fue pasando del concepto de
dictadura militar al de cívico-militar-eclesiástica o simplemente de dictadura.
El hablar hoy de golpes blandos, duros y/o combinados, no implican
que sean una novedad.
Vale la pena recordar que nuestro país recién logró
unificarse y tener un gobierno central capaz de ejercer su poder sobre el conjunto
del territorio durante el último tercio del siglo XIX. Esa evidencia es independiente
de la consideración que nos merezca el proceso que permitió alcanzarlo.
Por aquellos años, hablar de república, democracia,
soberanía popular y federalismo —estampados en nuestra Constitución —entraban más
en el terreno de las quimeras que en el de las realidades, pues los gobernantes
se elegían en conciliábulos del Jockey Club o la Sociedad Rural y recién la
irrupción del radicalismo, la Ley Sáenz Peña y del triunfo de Yrigoyen en 1916,
logró abrir una brecha y el conservadorismo tuvo que ceder en parte tal
potestad, sin lograr construir un partido político capaz de disputar el
gobierno a través del voto ciudadano. Eso hizo que a partir de 1930 las fuerzas
armadas se transformaran en el instrumento político de la oligarquía que abrió
el ciclo de golpes de estado cada vez más sangrientos, cuya última expresión suprema
fue la dictadura instaurada en 1976. Durante esas más de cinco décadas se
sucedieron golpes “blandos” y de los otros, se anularon elecciones, el poder
ejerció el fraude liso y llano, hubo décadas de proscripciones y otras lindezas
por el estilo, sistemáticamente avaladas por el respectivo Poder Judicial con
sus Cortes Supremas a la cabeza. Hay ejemplos paradigmáticos, entre los cuales el
derrocamiento de Arturo Frondizi y su reemplazo por el titular del Senado, José
María Guido, es sólo uno, sin hablar de las zancadillas y reemplazos sin
derramamiento de sangre ni tanques en la calle, que proliferaron durante los mismos
gobiernos de facto o la eyección anticipada de Raúl Alfonsín, episodio que muy
pocos identifican como un golpe de estado impulsado por las corporaciones
empresarias y mediáticas.
La etapa kirchnerista
Esta trayectoria de la derecha antidemocrática argentina es
lo que pone en duda una denominación que suaviza el carácter desestabilizador y
golpista de los movimientos que este sector llevan a cabo desde 2003, cuyo
punto de partida se ubica en el ultimátum rechazado que Claudio Escribano le
presentó a Néstor Kirchner a poco de asumir la presidencia y que fue derivando hacia
una creciente violencia a medida que el kirchnerismo profundizó las medidas de
gobierno en favor de los más necesitados y su política de Derechos Humanos.
Este rubro, de a poco se fueron incluyendo no sólo los derechos civiles y
políticos, sino otros que afectan privilegios e impunidades, con causas
abiertas en el Poder Judicial, pero que permanecen cajoneadas porque tocan a
poderosos capitostes empresarios que organizaron, respaldaron, se beneficiaron y
siguen lucrando con lo obtenido durante el terrorismo de estado.
Entonces, a la luz de nuestra historia, convendría observar de
cerca los antecedentes y los verdaderos propósitos de los organizadores de la
famosa marcha del 18F: los que aparecieron públicamente, pero también a los promotores
vergonzantes y ocultos.
A esta altura están bastante claros los motivos del grupo de
fiscales que fogonearon la manifestación opositora tras la figura de Nisman
muerto. Que la misma tuvo poco que ver con el reclamo de justicia interferida
por ellos mismos, sino por una mezcla para la defensa de privilegios
corporativos, oposición a las políticas del gobierno por cortar el maridaje de
corrupción entre sectores desplazados de los servicios de inteligencia con
jueces y fiscales involucrados en el encubrimiento de la conexión local del
atentado a la AMIA o los crímenes de lesa humanidad, junto al intento de mantenerse
bajo el ala de los servicios de inteligencia norteamericanos e israelíes en contra
del interés nacional.
Por eso no es casual que todas las agrupaciones de víctimas del
atentado a la AMIA se hayan negado a participar de la marcha.
Esa derecha que desde 1916 sólo llegó al gobierno aupada por
golpes de estado ¿se habrá resignado y encontrado al fin el modo de organizarse
y competir por el voto ciudadano?
Si así fuera, aunque uno discrepe con sus propuestas, sería
positivo. Sin embargo, cabe la duda porque para ganar elecciones hay que
explicitar un proyecto de país, y hasta ahora a ninguno de ellos se le escuchó
una propuesta y sólo cabe inferir a partir de sus actuaciones en el ámbito que se
mueven.
En ese sentido, Nisman es sólo el pretexto de una oposición
destituyente o, en el mejor de los casos, un intento de “golpe blando” que,
como hemos dicho, es siempre “duro” en sus resultados.
Cuando el efecto mediático del caso Nisman se empiece a
debilitar, por sus incongruencias, por su inconsistencia jurídica o por el
hastío del público, seguramente que sus usinas creativas ya tienen preparada
una batería de campañas en reemplazo como parte de su guerra de desgaste. No es
necesario ser un genio para inferir que uno de los caballitos de batalla utilizados
por las derechas, es el de la corrupción, según ellas sólo atribuible a los gobiernos
o movimientos populares. El otro es el del fraude, que ya se empieza a escuchar
y tiene un doble propósito: si pierden es por el fraude y si ganan, es a pesar
de él. Sin embargo, como esos recursos sólo son parte del inagotable arsenal
marketinero, cabe esperar una renovación constante tomado del manual de
propaganda nazi en el que buena parte de sus ideólogos se inspira: “miente,
miente, que siempre algo queda”.
A falta de un programa superador al el kirchnerismo, lo más
probable es que tal lógica impregne la campaña de la entente opositora, por lo
menos, durante el resto del año.
De parte del oficialismo cabría esperar que no caigan en la
trampa de contestar puntualmente a cada infundio y centren su atención en la
gestión y el debate político de fondo: los dos proyectos de país en disputa y
la expresión que eso tiene en cada territorio concreto.
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