lunes, 31 de marzo de 2014

Estado, mercado y precios cuidados

Achicar el Estado para agrandar la Nación-Estado democrático-Cómo cuidar los precios

Mauricio Epsztejn—
Estado como ley, fuerza y producción
La existencia y coexistencia de distintos tipos de estados y mercados ya lleva muchos siglos y seguramente perdurará bastante más allá de nuestro horizonte temporal. En cambio los “Precios cuidados” es el actual nombre de una herramienta de política económica que, con variantes y bajo otras denominaciones, fue aplicada por diversos gobiernos para tratar de regular los precios.
Por eso, en el marco y con la extensión que nos permite esta nota, trataremos de abordar primero el tema del estado y el mercado, para después agregar unas palabras a lo ya escrito hace un mes (ver “Acuerdos, recuerdos, amnesias”-febrero 2014) sobre “Precios ciudados”.

Desde que el Estado existe, su misión fue asegurar la hegemonía de determinados grupos y evitar que los conflictos de intereses en el seno de las sociedades terminaran por aniquilarlas. Para eso fueron construyendo estructuras administrativas y legales y se garantizaron el monopolio en el uso de la fuerza.

Con el tiempo y en muchos países, sus funciones se diversificaron y asumió la responsabilidad directa de intervenir en la economía como gestor y no sólo para garante del funcionamiento de los privados. Pero como las sociedades se transforman permanentemente y las acciones de los Estados nunca son neutras ni adecuan su organización, metodología y funcionamiento en paralelo con aquellas, tales procesos incluyeron históricamente niveles de violencia provocados por la resistencia de quienes se negaban a resignar privilegios.

A su vez los mercados tuvieron su propio desarrollo, impulsado por la existencia de una producción excedente y la necesidad de intercambiarla para satisfacer las necesidades de sociedades cada día más complejas.

Así llegamos al presente, con un mercado capitalista globalizado y nunca antes conocido. Porque una cosa era instalar el mercado en una plaza a la que convergían productores individuales relativamente pequeños e iguales, y otra es hoy, cuando las transacciones más importantes las hacen corporaciones cuyo poder supera al de la mayoría de los Estados nacionales, y no cara a cara sobre un espacio físico, sino tecleando computadoras que mueven por minuto de una parte a otra del mundo, más riqueza que el conjunto de la humanidad durante siglos.

Así, el internacionalismo del capital financiero le ganó de mano al del proletario, tan anhelado por el marxismo.

¿Achicar el Estado para agrandar la Nación?¿Qué argentino adulto no lo escuchó?

Indudablemente no sólo la escuchó, sino que durante años lo aprobó y lo votó. Algo posible tras un proceso de maceración ideológica y dictaduras cívico-militares, en el que la última logró aniquilar por décadas la capacidad de resistencia popular y allanar el camino al proceso que culminó con las privatizaciones masivas de los ´90, donde el argumento central era ese: ante un Estado ineficiente y caro, correspondía privatizar sus empresas para reducir el gasto público, presunto responsable de la inflación.

Si el lector se lo escucha a los políticos promovidos por la prensa hegemónica y repetir el mismo libreto en los discursos, documentos y acciones de la cúpula empresarial, se llame Sociedad Rural (SRA), Unión Industrial, Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE) —ese nombre usaron durante la preparación del golpe de 1976 —o el que inventen, sin temor puede acusarlos de plagio porque son un calco del discurso de José Alfredo Martínez de Hoz el 2 de abril de 1976, de fácil acceso por Internet, al que esa cúpula aplaudió con fervor militante.

¿Qué es lo que se achicó del Estado durante la aplicación de tal receta?

Para enumerar el despojo al patrimonio nacional que llevaron a cabo los civiles y militares abanderados del neo-liberalismo, citaremos desordenadamente ciertos hechos emblemáticos: destruyeron la red ferroviaria y la industria que la sostenía; privatizaron sus restos y los subsidiaron con más dinero del que antes destinaban a los estatales; liquidaron la flota mercante y la industria naval; privatizaron los puertos, sus instalaciones, las plantas de silos y el comercio exterior, para regocijo de las multinacionales que se quedaran con el negocio; bajo Menem y De la Rúa levantaron las barras que protegían a la industria nacional; regalaron SOMISA, la principal empresa siderúrgica, lo mismo que Aerolíneas Argentinas, YPF, Gas del Estado (aprobaron la ley hasta con un diputado “trucho”); ahora se preocupan por los jubilados aquellos que concretaron la mayor estafa a la seguridad social con las AFJP; en línea con Martínez de Hoz eliminaros cualquier límite para que los bancos extranjeros usaran el ahorro nacional; nos embarcaron en la guerra de Malvinas y el mismo año Cavallo estatizó la deuda externa de las grandes compañías privadas; la deuda externa llegó a niveles de colonia respecto al PBI. Y cuando toda esa patraña explotó en 2001, De la Rúa, que inauguró su gobierno matando trabajadores en los accesos al puente General Belgrano, dejó el tendal de muertos antes de huir en helicóptero, con un 25% de desocupados y los depósitos de la clase media incautados por los bancos.

Ese fue sólo una parte del saldo que dejaron los promotores de “achicar el Estado para agrandar la nación”, cuyos ideólogos y ejecutores hoy intentan volver para aplicar la misma receta.

¿Algo consiguieron achicar?

Por supuesto. Sin temor a equivocarnos, se puede decir que lo único que eliminaron del Estado fueron los pocos obstáculos que podían interferir en la total subordinación del país a los dictados del FMI, del gran capital financiero internacional y de sus socios locales; y los restos, salvo contados bolsones que se salvaron, lo colonizaron con personeros de los mismos grupos que se resisten a perder los espacios estatales claves que aún controlan, así como lucha por retomar el de aquellos que a partir de 2003 debieron ceder, para lo que cuentan con la complicidad de la prensa hegemónica beneficiaria de aquella política y de políticos que se prestan.

Sólo basta con señalar uno de los enclaves que conservan en el aparato de Estado: el que resiste a la democratización del Poder Judicial. En ese sentido vale la pena preguntarse dónde estudiaron los abogados de las grandes corporaciones, quienes fueron sus profesores, cuál fue la doctrina de la que se imbuyeron, con qué criterios de selección aún hoy se incorporan funcionarios a la justicia, por qué cuesta tanto procesar a los miembros de la corporación judicial cómplices de la dictadura, por qué recién después de 30 años se empieza a desentrañar el andamiaje económico y jurídico en que se apoyaron los militares para ejecutar el terrorismo de Estado y rediseñar el país, por qué todavía no están procesados los civiles que se reunían con los generales para preparar el golpe de estado, un grupo más capaz e inteligente que el de los lunáticos y asesinos.

No es precisamente éste sector del Estado el que proponen achicar quienes propugnan reducirlo y lo hacen en nombre de la supuesta “independencia de la justicia”.

¿Qué se revirtió desde el 2003 y qué está pendiente?

Se revirtió el quién y dónde se deciden los actos de gobierno: si es en el debate político e institucional de los representantes elegidos por el voto popular o por imposición del FMI y sus corporaciones locales aliadas.

Aunque se puede argüir que desde 1983 la ciudadanía vota a sus gobernantes, algo formalmente cierto, es sólo a partir de 2003, con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia, que eso se consolidó y se hace en las instituciones del Estado, no en conciliábulos con el poder corporativo.

Hasta 2003, amplios sectores de la sociedad habían naturalizado que los ministerios se repartían de modo feudal, corporativo: los ligados a la política económica se cubrían a propuesta de los poderes económicos; el de trabajo, en acuerdo con los lobbies sindicales; el de educación, después del visto bueno eclesiástico; el de defensa, con la venia de los altos mandos y así de seguido. Eso cambió con Néstor Kirchner en la Rosada y fue su primer gran enfrentamiento con las corporaciones.

Lo segundo fue su afirmación de que no dejaba las convicciones en la puerta de la casa de gobierno. El caso paradigmático en contrario fue la desvergonzada confesión de Menem: “Si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”.

¿Qué falta? Esta nota no tiene por objeto hacer un balance de once años de gestión kirchnerista, donde hubo notables aciertos y no pocas metidas de pata voluntarias o por no escuchar. De todos modos, sólo los más enconados opositores pueden desconocer los avance de la etapa, entre los que se incluye la ampliación de derechos, resumidos en la fórmula “desarrollo con inclusión social”, donde el Estado es un actor fundamental.

¿Este Estado es adecuado para el país al que se aspira o habría que volver al que había antes de desguace y las privatizaciones?

Así planteada la pregunta, no sólo es tramposa sino que conduce a un callejón sin salida.

Como ya dijimos, en una sociedad con intereses contradictorios y contrapuestos, hubo, hay y seguramente habrá Estado para rato. El tema no es el Estado en abstracto, sino qué Estado para qué proyecto político democrático y perdurable.

Por eso, cuando en notas anteriores hablamos de un Estado democrático, no nos referimos sólo a uno distinto al dictatorial, sino al que la ampliación de derechos ciudadanos no sólo proteja el ámbito privado de los individuos, sino que se meta con la organización estatal, con su estructura.

¿Acaso la inestabilidad política y social que el país arrastra desde hace décadas no incluye entre los responsables a la propia estructura y composición del Estado, a su concepción, a su funcionamiento, a su personal estable, al compromiso de éste con los intereses del conjunto de la sociedad?

¿No será que hasta ahora el ejercicio soberano de la democracia se agota en el derecho a votar cada tanto, sin darle al ciudadano común y a sus organizaciones, las herramientas para intervenir, ayudar, corregir y controlar la gestión de los funcionarios y de sus representantes, sin necesidad de esperar los plazos electorales donde sólo le cabe aprobarlos o reemplazarlos?

Por eso, en esta discusión sobre si es el Estado o el mercado son los más adecuados para distribuir la producción social y asignar los recursos, posiblemente haya que aclarar de qué Estado y de qué mercado estamos hablando, pues según se entienda y priorice, pueden ser mecanismos contrapuestos o complementarios.

¿Acaso el Estado, cuyo teórico fin sería velar por el bien común, debería tener la capacidad y potestad para intervenir por su propio peso económico y empresario sobre sectores básicos de la economía como el del acero, la energía, transporte, comercio exterior, los mercados de consumo masivo y otros que le permitan controlar y orientar la producción, los precios y el intercambio o debería dejarlo librado al supuesto libre juego de la oferta y demanda privados donde el fin sólo es el lucro?

Suponiendo que la opción fuera la primera: ¿tiene sentido que el Estado, como empresario o asociado con un poder especial a capitales privados o cooperativos, actué en las áreas señalada más arriba y a la vez se ocupe de atender kioscos de gaseosas y golosinas, ferias francas barriales que comercializan lechuga, papas, cebolla, fruta, queso y pescado fresco o supermercados, panaderías, carnicerías y almacenes barriales de venta al menudeo? A primera vista pareciera que pretender acumular esa mezcolanza no tiene sentido y permite abrir un amplio campo para el crecimiento de pequeñas, medianas y hasta grandes empresas a las que el poder económico concentrado de las transnacionales hoy las condicionan y hacen frágiles.

¿Cómo se llamaría esa organización de la sociedad: capitalismo, capitalismo de estado, socialismo o qué? ¿Tiene sentido preocuparse por el nombre de algo que deberá irse construyendo?

En cuanto a la segunda opción, la de la primacía del mercado, ¿reina allí la libertad? Cuando los monopolios y las transnacionales son dueños directos o arrendatarios de inmensas extensiones de tierras cultivables, de industrias claves, de bancos, del comercio interior y exterior a gran escala y domina el más fuerte, que impone las condiciones, los precios, el volumen de producción y comercialización, la libertad es sólo una mascarada.

Entonces, entre el mundo existente y el deseable —por el que esta nota toma partido —, hay un tiempo y un espacio a recorrer sembrado de obstáculos difíciles de superar.

De ese tiempo y espacio vamos a meter algún bocadillo, como dijimos más arriba.

Precios cuidados por todos

Sólo un ejemplo, que por ser tal no es único, para mostrar la dificultad para hacerles cumplir el acuerdo a quienes lo firmaron y no se cansan de usar manganetas para no cumplir.

Quien elabora la yerba Amanda, una empresa no de las más grandes, se comprometió a colocar en el mercado paquetes de un kilo a $ 27. Como la diferencia de precio con otras marcas es notable, el público se volcó a comprarla y su lugar en las góndolas empezó a ralearse. Ante el reclamo de los clientes, los supermercados le echaron la culpa a la falta de provisión por parte del molino y éste adujo estar desbordado. Sin embargo en las góndolas, al lado de donde debían estar los paquetes de $ 27, misteriosamente aparecieron otros de la misma Amanda por un kilo, pero a $ 44, cuyo envase se diferencia del más barato sólo por la leyenda impresa: “de Campo”, dice. Entonces, si la de $ 44 es de Campo, ¿la de $27 es de Ciudad y por eso cuesta un 63% más cara? ¡Vamos gente, seamos serios! ¿Quién pone el precio de venta, el molino o el supermercado?

Otra cuestión sobre la que a lo mejor al oficialismo en particular le convendría pensar, es la de no sólo dirigirse genéricamente a los consumidores para cuidar los precios acordados, sino convocar en cada barrio, comuna o villa a los clubes de cada zona, a las sociedades de fomento, iglesias, cooperadoras, cooperativas, centros comerciales y cualquier otra institución o referente social, incluyendo a los partidos políticos no oficialistas, porque es una campaña en beneficio de la gente. Entonces debería convocarse a los preocupados por la gente, sin ingenuidad, pero también sin exclusiones y quienes se nieguen, que expliquen sus razones y ofrezcan alternativas superadoras concretas, no discursos generales de campaña electoral, para los que ya tendrán tiempo.

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