lunes, 1 de diciembre de 2014

Recuerdos de lectura

Mario Méndez—
Quizás porque este mes que mañana se acaba fue particularmente arduo, por el cierre del ciclo de encuentros con autores, por los encuentros para charlar acerca de Roald Dahl y su obra, por los viajes, las ferias y las visitas a las escuelas… o quizás porque la llegada de mi cumpleaños 49 me afectó un poco, hoy 29, el día en que Mauricio Epsztejn, amigo y editor de unoytres.com.ar, espera  que le tenga lista la nota mensual (y día de mi cumpleaños, además) no llegué a cumplir con el pedido.
Para suplir el fallo, me puse a buscar en los archivos, y encontré esta “ponencia”, que leí en un festival de Filbita hace ya un par de años. En el auditorio de Eterna Cadencia nos encontramos algunos compañeros de la Literatura Infantil y Juvenil (LIJ) que habíamos recibido una misma propuesta: Larisa Chausovsky nos había pedido que contáramos algo acerca de nuestras postales de lectura de la niñez.


Yo escribí y leí esto que sigue debajo. Pienso que continúa vigente, porque después de todo, soy el que soy hoy, a mis 49 flamantes añitos, porque hace cuarenta y tantos años atrás, allá en Mar del Plata, mi viejo y mi vieja me leían y me contaban cuentos.

Postales de lectura de infancia

Infancia
“En un tronco hueco, vivían dichosas, dos ardillas listas, inquietas, curiosas. Eran tan iguales que nadie sabía, ni aún su mamá, si eran Pío o Pía”.

Así comenzaba este libro maravilloso, en cuyo retiro de contratapa, como decimos los editores cuando nos queremos dar dique, mi madre escribió con letra prolijita, “Marito, 1968”. Este libro, junto con otro, que comienza así: “Había una vez, hace mucho tiempo, una niñita dulce como el azúcar y buena como el pan, su mamá la quería muchísimo, y su abuelita todavía más. La buena abuelita le había hecho una preciosa capa roja con caperuza. Vestida con ella, la niña lucía tan vistosa y alegre que todos la llamaban Caperucita Roja”, son los dos libros que me leyeron primero, y que ahora siguen en mi biblioteca, tras un breve paso por la de mis hijas. Estos dos, y un tercero, podría decir, que disparó mi primer cuento, una fábula lamentablemente perdida. El tercer libro era Fábulas, que Sigmar sigue editando con la misma tapa, también con fecha del ‘68. Dentro de este libro, en cuarto grado, metí una hoja de carpeta en la que había escrito, como un Esopo marplatense, chiquito y gordito, una fábula en la que el protagonista era el tigre, que me gustaba mucho más que el león, excesivamente protagonista para mi gusto. Así, escondida dentro del libro, le leí a mi viejo mi fabulita. Y él tuvo el buen gusto, la sabiduría, de no darse cuenta de que lo había escrito yo, y decirme que estaba bárbara. Obviamente, debió darse cuenta, pero yo no se lo pregunté, ni en esa tarde marplatense, ni hoy, cuarenta años después.

Estas son mis postales de lectura y de escritura. Y me falta una, de relato, o narración. Mi viejo no me leía, la que lo hacía, y estaba orgullosa de que yo recordara de memoria cada estrofa de “Las ardillitas mellizas”, era mi mamá. Mi padre, en cambio, me contaba dos cuentos, siempre los mismos, los domingos cuando me pasaba a la cama grande. Uno de ellos trataba de un corderito negro que se escapaba del rebaño, y me lo acuerdo vagamente. El otro, el cumpleaños de Pablito, lo recuerdo mucho más, y es mi aporte de esta tarde, porque lo he reescrito a partir de estos recuerdos:

“Pablito estaba por cumplir 8 años, y su mamá quería hacerle una fiesta en su casa. Por eso fue al almacén de don Ramón y compró… (Acá mi viejo me dejaba participar, yo decía todo lo que había comprado, y exageraba con cada golosina, fiambre, gaseosa, mantecol, galletitas rex, y otras cosas que me gustaban). A la noche, la mamá de Pablito dejó las cosas sobre la mesa y se fue a dormir. Pero mientas dormían, aparecieron los ratones, y se comieron casi todo. Y lo que no, lo rompieron, tiraron, ensuciaron. ¡Como lloró a la mañana la señora cuando vio el desastre! Quedaban dos día, pero ¿cómo iba a hacer ahora? Entonces, la mamá de Pablito volvió al almacén y contó lo que había pasado. Un viejito, que estaba en la cola, le dijo que no se preocupara. Que volviera a comprar todo, que él tenía dos amigos que iban a ayudarla. La señora compró… (Yo volvía a participar de la lista de cosas, eso, quién sabe por qué, me divertía mucho) y luego el viejito la llevó a su casa y le prestó, por esa noche, a sus dos gatitos: Blanquito, que era blanco y elegante, y Michifuz, que era negro y atorrante.  A la noche, la señora dejó las compras sobre la mesa y se fue a dormir, y cuando los ratones salieron, Blanquito y Michifuz, escondidos, los dejaron llegar hasta la mesa… pero apenas llegaron, ¡pum!, ¡zas!, ¡zácate!, los ratones iban de un lado para otro perseguidos por los dos gatos, que les pegaban manotazos, los mordían, los sacudían hasta que los corrieron a todos hasta su agujero y la señora, que se había despertado, tapó el agujero con cal y cemento para que nunca más volvieran.
Al otro día se hizo el cumpleaños, que fue un gran éxito. Y además de los amigos de Pablito, con un moño rojo cada uno, estaban los dos invitados, Blanquito y Michifuz, frente a un gran plato de leche que la mamá les había preparado”. Y colorín colorado, este cuento que me contaba mi viejo, acá les he regalado.

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