Isaac Asimov—
E.E.U.U. - Abril 1955
Linda, que tenía diez años, era el único miembro
de la familia que parecía disfrutar al levantarse.
Norman Muller podía oírla ahora a través de su
propio coma drogado y malsano. Finalmente había logrado dormirse una hora
antes, pero con un sueño más semejante al agotamiento que al verdadero sueño.
La pequeña estaba ahora al lado de su cama,
sacudiéndole.
—¡Papaíto! ¡Papaíto, despierta! ¡Despierta!
Está bien, Linda
dijo.
¡Pero papaíto, hay más policías por ahí que nunca!
¡Con coches y todo!
Norman Muller cedió. Se incorporó con la vista
nublada, ayudándose con los codos. Nacía el día. Fuera, el amanecer se abría
paso desganadamente, como germen de un miserable gris..., tan miserablemente
gris como él se sentía. Oyó la voz de Sarah, su mujer, que se ajetreaba en la
cocina preparando el desayuno. Su suegro, Matthew, carraspeaba con estrépito en
el cuarto de baño. Sin duda, el agente Handley estaba listo y esperándole.
Había llegado el día. ¡El día de las elecciones!
Para empezar, había sido un año igual a cualquier
otro. Acaso un poco peor, puesto que se trataba de un año presidencial, pero no
peor en definitiva que otros años presidenciales.
Los políticos hablaban del electorado y del vasto
cerebro electrónico que tenían a su servicio. La prensa analizaba la situación
mediante computadoras industriales (el New York Times y el Post-Dispatch de San
Luis poseían cada uno el suyo propio) y aparecían repletos de pequeños indicios
sobre lo que iban a ser los días venideros. Comentadores y articulistas ponían
de relieve la situación crucial, en feliz contradicción mutua.
La primera sospecha indicando que las cosas no
ocurrirían como en años anteriores se puso de manifiesto cuando Sarah Muller
dijo a su marido en la noche del 4 de octubre (un mes antes del día de las
elecciones):
Cantwell Johnson afirma que Indiana será decisivo
este año. Y ya es el cuarto en decirlo. Piénsalo, esta vez se trata de nuestro
estado. Hortenweiler asomó su mofletudo rostro por detrás del periódico que
estaba leyendo, posó una dura mirada en su hija y gruñó:
A esos tipos les pagan por decir mentiras. No les
escuches.
Pero ya son cuatro, padre insistió Sarah con
mansedumbre . Y todos dicen que Indiana.
Indiana es un estado clave, Matthew apoyó Norman,
tan mansamente como su mujer , a causa del Acta Hawkins-Smith y todo ese
embrollo de Indianápolis. Es...El arrugado rostro de Matthew se contrajo de
manera alarmante. Carraspeó: Nadie habla de Bloomington o del condado de
Monroe, ¿no es eso? Pues... empezó Norman.
Linda, cuya cara de puntiaguda barbilla había
estado girando de uno a otro interlocutor, le interrumpió vivamente:
—¿Vas a votar este año, papi?
Norman sonrió con afabilidad y respondió: —No
creo, cariño.
Mas ello acontecía en la creciente excitación del
mes de octubre de un año de elecciones presidenciales, y Sarah había llevado
una vida tranquila, animada por sueños respecto a sus familiares. Dijo con
anhelante vehemencia:
—¿No sería magnífico? ¿Que yo votase?
Norman Muller lucía un pequeño bigote rubio, que
le había prestado un aire elegante a los juveniles ojos de Sarah, pero que, al
ir encaneciendo poco a poco, había derivado en una simple falta de distinción.
Su frente estaba surcada por líneas profundas, nacidas de la inseguridad, y en
general su alma de empleado nunca se había sentido seducida por el pensamiento
de haber nacido grande o de alcanzar la grandeza en ninguna circunstancia.
Tenía mujer, un trabajo y una hija. Y excepto en momentos extraordinarios de
júbilo o depresión, se inclinaba a considerar su situación como un adecuado
pacto concertado con la vida.
Así pues, se sentía un tanto embarazado y bastante
intranquilo ante la dirección que tomaban los pensamientos de su mujer.
—Realmente, querida dijo, hay doscientos millones
de seres en el país, y en lances como éste creo que no deberíamos desperdiciar
nuestro tiempo haciendo cábalas sobre el particular.
—Mira Norman, respondió su mujer, no son
doscientos millones, lo sabes muy bien. En primer lugar, sólo son elegibles los
varones entre los veinte y los sesenta años, por lo cual la probabilidad se
reduce a uno por cincuenta millones. Por otra parte, si realmente es Indiana...
—Entonces será poco más o menos de uno por millón
y cuarto. No apostarías a un caballo de carreras contra esa ventaja, ¿no es
así? Anda, vamos a cenar.
Matthew murmuró tras su periódico: —¡Malditas
estupideces!
Linda volvió a preguntar: —¿Vas a votar este año,
papi?
Norman meneó la cabeza y todos se dirigieron al
comedor.
Hacia el 20 de octubre, la excitación de Sarah
había aumentado considerablemente. A la hora del café, anunció que la señora
Schultz, que tenía un primo secretario de un miembro de la asamblea, le había
contado que «todo el papel» estaba por Indiana.
—Dijo que el presidente Viliers pronunciaría
incluso un discurso en Indianápolis.
Norman Muller, que había soportado un día de mucho
trajín en el almacén, descartó las palabras de su mujer con un fruncimiento de
cejas.
—Si Villiers pronuncia un discurso en Indiana,
dijo Matthew Hortenweiler, crónicamente insatisfecho de Washington, eso
significa que piensa que Multivac conquistará Arizona. El cabeza de bellota ése
no tendría redaños para ir más allá.
Sarah, que ignoraba a su padre siempre que le
resultaba decentemente posible, se lamentó:
—No sé por qué no anuncian el estado tan pronto
como pueden, y luego el condado, etcétera. De esa manera, la gente que fuese
quedando eliminada descansaría tranquila.
—Si hicieran algo por el estilo, opinó Norman, los
políticos seguirían como buitres los anuncios. Y cuando la cosa se redujera a
un municipio, habría un congresista o dos en cada esquina.
Matthew entornó los ojos y se frotó con rabia su
cabello ralo y gris. —Son buitres de todos modos. Escuchen...
—Vamos, padre...—murmuró Sarah.
La voz de Matthew se alzó sin tropiezos sobre su
protesta:
—Miren, yo andaba por allí cuando entronizaron a
Multivac. Él terminaría con los partidismos políticos, dijeron. No más dinero
electoral despilfarrado en las campañas. No habría otro don nadie introducido a
presión y a bombo y platillo de publicidad en el Congreso o la Casa Blanca. ¿Y
qué sucede? Pues que hay más campaña que nunca, sólo que ahora la hacen en secreto.
Envían tipos a Indiana a causa del Acta Hawkins-Smith y otros a California para
el caso que la situación de Joe Hammer se convierta en crucial. Lo que yo digo
es que se deben eliminar todas esas insensateces. ¡Hay que volver al bueno y
viejo...!
Linda preguntó de súbito:
—¿No quieres que papi vote este año, abuelito? —Matthew
miró a la chiquilla.
—No lo entenderías. Se volvió a Norman y Sarah. En
un tiempo, yo voté también. Me dirigía sin rodeos a la urna, depositaba mi
papeleta y votaba. Nada más que eso. Me limitaba a decirme: ese tipo es mi
hombre y voto por él. Así debería ser.
Linda dijo, llena de excitación: —¿Votaste,
abuelo? ¿Lo hiciste de verdad?
Sarah se inclinó hacia ella con presteza, tratando
de paliar lo que muy bien podía convertirse en una historia incongruente,
trascendiendo al vecindario.
—No es eso, Linda. El abuelito no quiso decir
realmente votar. Todo el mundo hacía esa especie de votación cuando tu abuelo
era niño, y también él, pero no se trataba realmente de votar.
Matthew rugió:
—No sucedió cuando era niño. Tenía ya veintidós
años, y voté por Langley. Fue una auténtica votación. Quizá mi voto no contase
mucho, pero era tan bueno como el de cualquiera. Como el de cualquiera recalcó.
Y sin ningún Multivac para...
Norman intervino entonces:
—Está bien, Linda, ya es hora de acostarte. Y deja
de hacer preguntas sobre las votaciones. Cuando seas mayorcita, lo comprenderás
todo.
La besó con antiséptica amabilidad, y ella se puso
en marcha, renuente, bajo la tutela materna, con la promesa de ver el visor
desde la cama hasta las nueve y cuarto, si se prestaba primero al ritual del
baño.
—Abuelito — dijo Linda.
Y se quedó ante él con la mandíbula caída y las
manos a la espalda, hasta que el periódico del viejo se apartó y asomaron las espesas
cejas y unos ojos anidados entre finas arrugas. Era el viernes 31 de octubre.
—¿Sí?
Linda se aproximó y posó ambos antebrazos sobre
una de las rodillas del viejo, de manera que éste tuvo que dejar a un lado el
periódico.
—Abuelito —volvió a la carga la pequeña, —¿de
verdad que votaste alguna vez?
—Ya me oíste decir que sí, ¿no es cierto? ¿No irás
a creer que cuento bolas?
—Nooo... Pero mamá dice que todo el mundo votaba
entonces.
—Pues claro que lo hacían.
—¿Cómo podían hacerlo? ¿Cómo podía votar todo el
mundo?
Matthew miró gravemente a su nieta y luego la
alzó, sentándola sobre sus rodillas. Por último, moderando el tono de su voz,
dijo:
—Mira, Linda, hasta hace unos cuarenta años, todo
el mundo votaba. Pongamos que deseábamos decidir quién debía ser el nuevo
presidente de los Estados Unidos...Demócratas y republicanos nombraban a su
respectivo candidato, y cada uno decía cuál de los dos quería. Una vez pasado
el día de las elecciones, se hacía el recuento de votos de las personas que
deseaban al candidato demócrata y las que deseaban al republicano. Y el que
había recibido más votos se llevaba la palma. ¿Lo ves?
Linda asintió.
—¿Cómo sabía la gente por quién votar? preguntó. ¿Se
lo decía Multivac? —Las cejas de Matthew se fruncieron, y adoptó un aspecto
severo.
—Se basaban tan sólo en su propio criterio,
pequeña.
La niña se apartó un tanto del viejo, y éste
volvió a bajar la voz:
—No estoy enojado contigo, Linda. Pero mira, a
veces llevaba toda la noche contar..., sí, hacer el recuento de lo que opinaban
unos y otros, a quién habían votado. Todo el mundo se impacientaba. Por ello se
inventaron máquinas especiales, capaces de comparar los primeros votos con los
de los mismos lugares en años anteriores. De esta manera, la máquina preveía
cómo se presentaba la votación en su conjunto y quién sería elegido. ¿Lo
entiendes?
—Como Multivac —asintió ella.
—Las primeras computadoras eran mucho más pequeñas
que Multivac. Pero las máquinas fueron aumentando de tamaño y, al mismo tiempo,
iban siendo capaces de indicar cómo iría la elección a partir de menos y menos
votos. Por fin, construyeron Multivac, que puede preverlo a partir de un solo
votante.
Linda sonrió al llegar a la parte familiar de la
historia y exclamó: ¡Qué bonito!
Matthew frunció de nuevo el entrecejo.
—No, no tiene nada de bonito. No quiero que una
máquina decida lo que yo hubiera votado sólo porque un chistoso de Milwaukee
dice que está en contra que se suban las tarifas. A mí tal vez me hubiese dado
por votar a ciegas sólo por gusto. O quizá me hubiese negado a votar en
absoluto. Y tal vez...
Pero Linda se había escurrido de sus rodillas y se
batía en retirada.
En la puerta tropezó con su madre, quien llevaba
aún puesto el abrigo. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el sombrero.
—Apártate un poco, Linda ordenó, —jadeante aún. —No
me cierres el paso.
Al ver a Matthew, dijo, mientras se quitaba el
sombrero y se alisaba el pelo: —Vengo de casa de Agatha.
Matthew miró a su hija con aire desaprobador y,
desdeñando la información, se limitó a gruñir y recoger el periódico.
Sarah se desabrochó el abrigo y continuó: —¿A que
no sabes lo que me ha dicho?
Matthew alisó el periódico con un crujido, para
proseguir la lectura interrumpida por su nieta.
—Ni lo sé ni me importa.
—¡Vamos, padre...!
Pero Sarah no tenía tiempo para enfadarse.
Necesitaba comunicar a alguien las noticias, y Matthew era el único receptor a
mano a quien confiarlas.
—Joe, el marido de Agatha, es policía, ya sabes, y
dice que anoche llegó a Bloomington todo un cargamento de agentes de la
secreta.
—No creo que anden tras de mí.
—¿Es que no te das cuenta, padre? Agentes de la
secreta... Y casi ha llegado el momento de las elecciones. ¡En Bloomington!
—Quizá anden en busca de algún ladrón de bancos.
—No ha habido un robo en ningún banco de la ciudad
desde hace muchos años...
—¡Padre, eres imposible!
Y Sarah abandonó la habitación.
Tampoco Norman Muller recibió las noticias con
mayor excitación, al menos perceptible.
—Bueno, Sarah, ¿y cómo sabía Joe, el marido de
Agatha, que se trataba de agentes de la secreta? preguntó con calma. —No creo
que anduviesen por ahí con los carnets pegados en la frente.
Pero a la tarde siguiente, cuando ya noviembre
tenía un día, Sarah anunció triunfalmente:
—Todo Bloomington espera que sea alguien de la localidad
el votante. Así lo publica el News, y también lo dijeron por la radio.
Norman se agitó desasosegado. No podía negarlo, y
su corazón desfallecía. Si Bloomington iba a ser alcanzado por el rayo de
Multivac, ello supondría periodistas, espectaculares transmisiones por vídeo,
turistas y toda clase de..., de perturbaciones. Norman apreciaba la tranquila
rutina de su vida, y la distante y alborotada agitación de los políticos se
estaba aproximando de un modo que resultaba incómodo.
—Un simple rumor ,rechazó.
—Nada más. Pues espera y verás. No tienes más que
esperar.
Según se desarrollaron las cosas, el compás de
espera fue extraordinariamente corto. El timbre de la puerta, sonó con
insistencia. Cuando Norman Muller la abrió, se vio frente a un hombre de elevada
estatura y rostro grave.
—¿Qué desea? —preguntó Norman.
—¿Es usted Norman Muller?
—Sí.
Su voz sonó
singularmente opaca. No resultaba difícil averiguar, por el porte del
desconocido, que representaba a la autoridad. Y la naturaleza de su súbita visita
era tan manifiesta como inimaginable le pareciese hasta unos momentos antes.
El hombre mostró su documentación, penetró en la
casa, cerró la puerta tras de sí y dijo con acento oficial:
—Señor Norman Muller, en nombre del presidente de
los Estados Unidos, tengo el honor de informarle que ha sido usted elegido para
representar al electorado norteamericano el día martes 4 de noviembre del año
2008.
Con gran dificultad, Norman Muller logró caminar
sin ayuda hasta su butaca, en la cual se sentó con el rostro pálido y casi sin
sentido, mientras Sarah traía agua, le frotaba asustada las manos y le
cuchicheaba apretando los dientes:
—No vayas a desmayarte ahora, Norman. Elegirán a
otro...
Cuando por fin logró recuperar el uso de la
palabra, Norman murmuró a su vez: —Lo siento, señor.
—¡Bah! No tiene importancia —le tranquilizó el
visitante.
Todo rastro de formalidad oficial parecía haberse
desvanecido tras la notificación, dejando sólo un hombre abierto y más bien amistoso.
—Es la sexta vez que me corresponde comunicarlo al
interesado y he visto toda clase de reacciones. Ninguna de ellas se ajustó a la
que vieron en el vídeo. Saben a lo que me refiero, ¿verdad? Un aire de
consagración y entrega y un personaje que dice: «Será para mí un gran
privilegio servir a mi país...» Toda esa serie de cosas...
El agente rió para alentarles. La risa con que
Sarah le acompañó tuvo un acento de aguda histeria. El agente prosiguió:
—Permaneceré con ustedes durante algún tiempo. Mi
nombre es Phil Handley. Les agradeceré que me llamen Phil. Señor Muller, no
podrá abandonar la casa hasta el día de las elecciones. Usted, señora,
informará al almacén que su marido está enfermo. Puede salir a hacer la compra,
pero deberá despacharla con la mayor brevedad posible. Y desde luego, guardará
una absoluta reserva sobre el particular. ¿De acuerdo, señora Muller?
—Sí, señor. Ni una palabra confirmó Sarah, con un
vigoroso asentimiento de cabeza.
—Perfecto, señora Muller —. Handley adoptó un tono
muy grave al añadir:
—Tenga en cuenta que esto no es un juego. Por lo
tanto, salga sólo en caso que le sea absolutamente preciso y, cuando lo haga,
la seguirán. Lo siento, pero estamos obligados a actuar así.
—¿Seguirme?
—Nadie lo advertirá... No se preocupe. Y será sólo
durante un par de días, hasta que se haga el anuncio formal a la nación. En
cuanto a su hija...
—Está en la cama—se apresuró a decir Sarah.
—Bien. Se le dirá que soy un pariente o amigo de
la familia. Si descubre la verdad, deberá permanecer encerrada en casa. Y en
todo caso, su padre será mejor que no salga.
—No le gustará nada —dudó Sarah.
—No queda más remedio. Y ahora, puesto que nadie
más vive con ustedes...
—Al parecer, está muy bien informado sobre
nosotros —murmuró Norman.
—Bastante —convino Handley. —De todos modos, éstas
son por el momento mis instrucciones. Intentaré, por mi parte, cooperar en la
medida de lo posible y no causarles molestias. El gobierno pagará mi
mantenimiento, así que no supondré ningún gasto para ustedes. Cada noche, seré
relevado por alguien que se instalará en esta habitación. No habrá problemas de
acomodo para dormir. Y ahora, señor Muller...
—¿Sí, señor?
—Llámeme Phil repitió el agente. Estos dos días
preliminares antes del anuncio formal servirán para que se acostumbre a ver su
posición. Preferimos que se enfrente a Multivac en un estado mental lo más
normal posible. Descanse tranquilo e intente tomarse todo esto como si se
tratase de su trabajo diario. ¿De acuerdo?
—De acuerdo respondió Norman —. De pronto, denegó
violentamente con la cabeza. —¡Pero yo no deseo esa responsabilidad! ¿Por qué
yo?
—Muy bien, vayamos al grano. Multivac sopesa toda
clase de factores conocidos, billones de ellos. Pero existe un factor
desconocido, y creo que seguirá siéndolo por mucho tiempo. Dicho factor es el
módulo de reacción de la mente humana. Todos los norteamericanos están
sometidos a la presión moldeadora de lo que los otros norteamericanos hacen y
dicen, de las cosas que a él se le hacen y de las que él hace a los demás.
Cualquier norteamericano puede ser llevado ante Multivac para determinar la
tendencia de todas las demás mentes del país. En un momento dado, algunos
norteamericanos resultan mejores que otros a tal fin. Eso depende de los
acontecimientos del año. Multivac le seleccionó a usted como al más representativo
del actual. No el más despejado, ni el más fuerte, ni el más dichoso, sino el
más representativo. Y no vamos a dudar de Multivac, ¿no es así?
—¿Y no podría equivocarse? —preguntó Norman.
Sarah, que escuchaba impaciente, le interrumpió: —No
le haga caso, señor. Está nervioso... En realidad, es muy instruido y ha
seguido siempre las cuestiones políticas de cerca.
—Multivac toma las decisiones, señora Muller —respondió
Handley. —Y él eligió a su esposo.
—¿Pero seguro que lo sabe todo? —insistió Norman tercamente.
—¿No podría haber cometido un error?.
—Pues sí. No hay motivo para no ser franco. En
1993, el votante seleccionado murió de un ataque dos horas antes del instante
fijado para notificarle su elección. Multivac no predijo aquello. Le era
imposible. Un votante puede ser mentalmente inestable, moralmente improcedente,
incluso desleal. Multivac no puede conocerlo todo sobre todos, si no se le
proporcionan los datos. Por eso, siempre se seleccionan algunos candidatos más.
No creo que tengamos que recurrir a ninguno de ellos en esta ocasión. Usted
está en buen estado de salud, señor Muller, y ha sido investigado a fondo.
Sirve.
Norman ocultó el rostro entre las manos y se quedó
inmóvil.
—Mañana por la mañana se encontrará perfectamente
bien —intervino Sarah. —Tiene que acostumbrarse a la idea, eso es todo.
—Desde luego —asintió Handley.
En la intimidad del dormitorio, Sarah Muller se
expresó de distinta y más enérgica manera. El estribillo de su perorata era el
siguiente:
—Compórtate como es debido, Norman. Parece como si
intentaras lanzar por la borda la suerte de tu vida.
Norman musitó desesperado:
—Me atemoriza, Sarah. Todo este asunto...
—¿Y por qué, santo Dios? ¿Qué otra cosa debes
hacer más que responder a una o dos preguntas?
—Demasiada responsabilidad. Me abruma.
—¿Qué responsabilidad? No existe ninguna. Multivac
te seleccionó, ¿no? Pues a él le corresponde la responsabilidad. Todo el mundo
lo sabe.
Norman se incorporó, quedando sentado en la cama,
en súbito arranque de rebeldía y angustia.
—Se supone que todo el mundo lo sabe. Pero no lo
saben. Ellos...
—Baja la voz—, siseó Sarah en tono glacial. —Van a
oírte hasta en la ciudad.
—No me oirán replicó Norman, pero bajó en efecto
la voz hasta convertirla en un cuchicheo. ———Cuando se habla de la
Administración Ridgely de 1988, ¿dice alguien que ganó con promesas fantásticas
y demagogia racista? ¡Qué va! Se habla del «maldito voto Mac Comber», como si
Humphrey Mac Comber fuese el único responsable por las respuestas que dio a
Multivac. Yo mismo he caído en eso... En cambio, ahora pienso que el pobre tipo
no era sino un pequeño granjero que nunca pidió que le eligieran. ¿Por qué
echarle la culpa? Y ya ves, ahora su nombre está maldito...
—Te portas como un niño —,le reprochó Sarah.
—No, me porto como una persona sensible. Te lo
digo, Sarah, no aceptaré. No pueden obligarme a votar contra mi voluntad. Diré
que estoy enfermo. Diré....
Pero Sarah ya tenía bastante.
—Ahora, escúchame —masculló con fría cólera. —No
eres tú el único afectado. Ya sabes lo que supone ser el Votante del Año. Y de
un año presidencial para colmo. Significa publicidad, y fama, y posiblemente
montones de dinero...
—Y luego volver a la oficina.
—No volverás. Y si vuelves, te nombrarán jefe de
departamento por lo menos..., siempre que tengas un poco de seso. Y lo tendrás,
porque yo te diré lo que debes hacer. Si juegas bien las cartas, controlarás
esa clase de publicidad y obligarás a los Almacenes Kennell a un contrato en
firme, a una cláusula concediéndote un salario progresivo y a que te aseguren
una pensión decente.
—Pero ése no es exactamente el objetivo de un
votante, Sarah.
—Pues será el tuyo. Si no te crees obligado a
hacer nada, ni por ti, ni por mí, y conste que no pido nada para mí, piensa en
Linda. Se lo debes.
Norman exhaló un gemido.
—Bien, ¿estás de acuerdo? —le atosigó Sarah.
—Sí, querida murmuró Norman.
El 3 de noviembre se publicó el anuncio oficial. A
partir de entonces, Norman no se encontraba ya en situación de retirarse, aun
en el caso de reunir el valor necesario para intentarlo.
Sellaron su casa, y agentes del servicio secreto
hicieron su aparición en el exterior, bloqueando todo acceso.
Al principio, sonó sin cesar el teléfono, pero fue
Phillip Handley quien respondió a todas las llamadas, con una amable sonrisa de
excusa. Al fin, la central pasó todas las llamadas al puesto de policía.
Norman pensó que de ese modo se ahorraba no sólo
las alborozadas (y envidiosas) felicitaciones de los amigos, sino también la
pesada insistencia de los vendedores que husmeaban una perspectiva y la artera
afabilidad de los políticos de toda la nación...
Quizás hasta las amenazas de muerte de los
inevitables descontentos.
Se prohibió que entrasen periódicos en la casa, a
fin de mantenerle al margen de cualquier presión, y se desconectó amable pero
firmemente la televisión, a pesar de las indignadas protestas de Linda.
Matthew gruñía y se metía en su habitación; Linda,
pasada la primera racha de excitación, hacía pucheros y lloriqueaba porque no
le permitían salir de casa; Sarah dividía su tiempo entre la preparación de las
comidas para el presente y el establecimiento de planes para el futuro, en
tanto que la depresión de Norman seguía alimentándose a sí misma.
Y la mañana del martes 4 de noviembre del año 2008
llegó por fin. Era el día de las elecciones.
El desayuno se sirvió temprano, pero sólo comió
Norman Muller, y aun él de manera mecánica. Ni la ducha ni el afeitado lograron
devolverle a la realidad, ni desvanecer su convicción de estar tan sucio por
fuera, como sucio se sentía por dentro.
La voz amistosa de Handley hizo cuanto pudo para
infundir cierta normalidad en el gris y hosco amanecer. La predicción
meteorológica había señalado un día nuboso, con perspectivas de lluvia antes
del mediodía.
—Mantendremos la casa aislada hasta el regreso del
señor Muller. Después, dejaremos de estar colgados de su cuello.
El agente del servicio secreto vestía ahora su
uniforme completo, incluidas las armas en sus pistoleras, abundantemente
tachonadas de cobre.
—No nos ha causado molestia alguna, señor Handley—
dijo Sarah con bobalicona sonrisa.
Norman se bebió dos tazas de café bien cargado, se
secó los labios con una servilleta, se levantó y dijo con aire decidido:
—Estoy dispuesto...
Handley se levantó a su vez.
—Muy bien, señor. Y gracias, señora Muller, por su
amable hospitalidad.
El coche blindado atravesó con un ronquido las
calles vacías. Siempre lo estaban aquel día, a aquella hora determinada.
Handley dio una explicación al respecto:
—Desvían siempre el tráfico desde el atentado que
por poco impide la elección de Leverett en el 92. Habían puesto bombas.
Cuando el coche se detuvo, Norman fue ayudado a
descender por el siempre cortés Handley. Se encontraba en un pasaje
subterráneo, junto a cuyas paredes se alineaban soldados en posición de firmes.
Le condujeron a una estancia brillantemente
iluminada. Tres hombres uniformados de blanco le saludaron sonrientes.
—¡Pero esto es un hospital! —exclamó Norman.
—No tiene importancia alguna— replicó al instante
Handley . Se debe sólo a que el hospital dispone de las comodidades
necesarias...
—Bien, ¿y qué debo hacer yo?
Handley inclinó la cabeza, y uno de los tres
hombres vestidos de blanco se adelantó. Yo me encargaré de él a partir de
ahora, agente.
Handley saludó con desenvoltura y abandonó la
habitación. El hombre de blanco dijo:
—¿No quiere sentarse, señor Muller? Yo soy John
Paulson, calculador jefe. Les presento a Samson Levine y Peter Dorogobuzh, mis
ayudantes.
Norman estrechó envaradamente las manos de todos.
Paulson era hombre de mediana estatura, con un rostro de perenne sonrisa, y un
evidente tupé. Usaba gafas de montura de plástico, de modelo anticuado.
Mientras hablaba, encendió un cigarrillo. Norman rehusó el que le fue ofrecido.
—En primer lugar, señor Muller— dijo Paulson —,deseo
que sepa que no tenemos prisa alguna. En caso necesario, permanecerá con
nosotros todo el día, para que se acostumbre al ambiente y descarte la idea que
se trata de algo insólito, para que olvide su aspecto... clínico. Creo que sabe
a qué me refiero.
—Sí, desde luego— contestó Norman. —Pero me
gustaría que todo hubiese terminado ya.
—Comprendo sus sentimientos. Sin embargo, deseamos
exponerle con exactitud el procedimiento. En primer lugar, Multivac no está
aquí.
—¿Que no está?
Aun en medio de su abatimiento, había deseado ver
a Multivac, del que se decía que medía más de kilómetro y medio de largo, que
tenía una altura equivalente a tres pisos y que cincuenta técnicos recorrían
sin cesar los corredores interiores de su estructura. Una de las maravillas del
mundo.
Paulson sonrió.
—En efecto, no es portátil— confirmó. —De hecho,
se encuentra emplazado en un subterráneo, y pocos son los que conocen el lugar
preciso. Muy lógico, ¿verdad?, ya que supone nuestro supremo recurso natural.
Créame, las elecciones no constituyen su única función.
Norman pensó que el hombre de blanco se mostraba
deliberadamente parlanchín, pero de todos modos se sentía intrigado.
—Me gustaría verlo...
—No lo dudo. Mas para ello se necesita una orden
presidencial, refrendada luego por el departamento de seguridad. Sin embargo,
nos mantenemos en conexión con Multivac por transmisión de ondas. Cuanto él
diga puede ser interpretado aquí, y cuanto nosotros digamos le será
transmitido. Así que, en cierto sentido, nos hallamos en su presencia.
Norman miró a su alrededor. Las máquinas y
aparatos que había en la estancia carecían de significado para él.
—Permítame que se lo explique, señor Muller—
prosiguió Paulson. —Multivac posee ya la mayoría de la información necesaria
para decidir todas las elecciones, nacionales, provinciales y locales.
Únicamente necesita comprobar ciertas imponderables actitudes mentales y, para
ello, recurriremos a usted. No podemos predecir qué preguntas formulará, aunque
está en lo posible que no tengan mucho sentido para usted..., ni siquiera para
nosotros en realidad. Tal vez le pregunte qué opina sobre la recogida de
basuras en su ciudad o si considera preferibles los incineradores centrales. O
bien, si tiene usted un médico de cabecera o acude a la seguridad social...
¿Comprende?
—Sí, señor.
—Pues bien,
pregunte lo que pregunte, usted responderá como mejor le plazca. Y si cree que
debe extenderse un poco en su explicación, hágalo. Puede hablar durante una
hora si lo juzga necesario.
—Sí, señor.
—Una cosa más. Debemos emplear algunos sencillos
aparatos que registrarán automáticamente su presión sanguínea, las pulsaciones,
la conductividad de la piel y las ondas cerebrales mientras habla. La
maquinaria le parecerá formidable, pero es totalmente indolora... Ni siquiera
la notará.
Los otros dos técnicos se atareaban ya con
relucientes y pulidos aparatos, de ruedas engrasadas.
—¿Desean comprobar si estoy mintiendo o no?—preguntó
Norman.
—De ningún modo, señor Muller. No se trata en
absoluto de detección de mentiras, sino de una simple medida de la intensidad
emotiva. Por ejemplo, si la máquina le pregunta su opinión sobre la escuela de
su pequeña, quizá conteste usted: «A mi entender, está atestada». Mas ésas son
sólo palabras. Por la manera en que reaccionen su cerebro, corazón, hormonas y
glándulas sudoríparas, Multivac juzgará con exactitud con qué intensidad se
interesa usted por la cuestión. Descubrirá sus sentimientos, los traducirá
mejor que usted mismo.
—Jamás oí cosa igual— manifestó Norman.
—Estoy seguro que no. La mayoría de los detalles
de Multivac son secretos celosamente guardados. Cuando se marche, se le pedirá
que firme un documento jurando que jamás revelará la naturaleza de las
preguntas que se le formularon, como tampoco sus respuestas, ni lo que se hizo
o cómo se hizo. Cuanto menos se conozca a Multivac, menos oportunidades habrá
de presiones exteriores sobre los hombres que trabajan a su servicio o se
sirven de él para su trabajo. Sonrió melancólico. Nuestra vida resulta bastante
dura...
—Lo comprendo.
Y ahora, ¿desearía comer o beber algo?
—No, gracias. Nada por el momento.
—¿Alguna otra pregunta que formular?
Norman meneó la cabeza en gesto negativo.
—En ese caso, usted nos dirá cuando se halla
dispuesto. —Ya lo estoy.
—¿Seguro? Por completo.
Paulson asintió. Alzó una mano en dirección a sus
ayudantes, quienes se adelantaron con su aterrador instrumental. Muller sintió
que su respiración se aceleraba mientras les veía aproximarse.
La prueba duró casi tres horas, con una breve
interrupción para tomar café y una embarazosa sesión con un orinal. Durante
todo ese tiempo, Norman Muller permaneció encajonado entre la maquinaria. Al
final, tenía los huesos molidos.
Pensó sardónicamente que le sería muy fácil
mantener su promesa de no revelar nada de lo que había acontecido. Las
preguntas ya se habían reducido a una especie de vagarosa bruma en su mente.
Había pensado que Multivac hablaría con voz
sepulcral y sobrehumana, resonante y llena de ecos. Ahora concluyó que aquella
idea se la había sugerido la excesiva espectacularidad de la televisión. La
verdad le decepcionó en extremo. Las preguntas aparecían perforadas sobre una
cinta metálica, que una segunda máquina convertía en palabras. Paulson leía a
Norman estas palabras, en las que se contenía la pregunta, y luego dejaba que
las leyese por sí mismo.
Las respuestas de Norman se inscribían en una
máquina registradora, repitiéndolas para que las confirmara. Se anotaban
entonces las enmiendas y observaciones suplementarias, todo lo cual se transmitía
a Multivac.
La única pregunta que Norman recordaba de momento
era una incongruente bagatela: —
—¿Qué opina usted del precio de los huevos?
Ahora todo había terminado. Los operadores
retiraron suavemente los electrodos conectados a diversas partes de su cuerpo,
desligaron la banda pulsadora de su brazo y apartaron la maquinaria a un lado.
Norman se puso en pie, respiró profundamente, se
estremeció y dijo:
—¿Ya está todo? ¿Se acabó?
—No, no del todo respondió Paulson, sonriendo
animoso. Debemos pedirle que se quede durante otra hora.
—¿Y por qué?—preguntó Norman con cierta acritud.
—Es el tiempo preciso para que Multivac incluya
sus nuevos datos entre los trillones que ya dispone. Sepa usted que existen
miles de alternativas, algo sumamente complejo...
Puede suceder que se produzca algún raro debate
aquí o allá, que algún interventor en Phoenix, Arizona, o bien alguna asamblea
en Wilkesboro, Carolina del Norte, formulen alguna duda. En tal caso, Multivac
precisará hacerle una o dos preguntas decisivas.
—No— se negó Norman. —No quiero pasar de nuevo por
eso.
—Probablemente no sucederá— trató de
tranquilizarle Paulson. Raras veces ocurre... De todos modos, deberá quedarse
por si acaso—. Cierto tono acerado, un tenue matiz, asomó a su voz .
—No tiene opción, ya lo sabe. Debe quedarse.
Norman se sentó con aire fatigado, encogiéndose de
hombros.
—No podemos dejarle leer el periódico—, añadió
Paulson, —pero si quiere una novela policíaca, o jugar al ajedrez... cualquier
cosa en fin que esté en nuestra mano proporcionarle para que se entretenga,
dígalo sin reparos.
—No deseo nada, gracias. Esperaré.
Paulson y sus ayudantes se retiraron a una pequeña
habitación, contigua a la estancia en que Norman había sido interrogado. Y éste
se dejó caer en un butacón tapizado de plástico, cerrando los ojos.
Tendría que aguardar a que transcurriese aquella
hora lo mejor posible.
Bien arrellanado en su asiento, poco a poco fue
cediendo su tensión. Su respiración se hizo menos entrecortada y, al entrelazar
las manos, no advirtió ya ningún temblor en sus dedos.
Tal vez no hubiese ya más preguntas. Tal vez
hubiese acabado de modo definitivo.
Y si todo había terminado, ahora vendrían los
desfiles de antorchas y las invitaciones para hablar en toda clase de
solemnidades. ¡El Votante del Año!
Él, Norman Muller, un vulgar empleado de un
almacén de Bloomington, Indiana, un hombre que no había nacido grande ni había
realizado jamás acto alguno de grandeza, se hallaría en la extraordinaria
situación de impulsar a otro a la grandeza.
Los historiadores hablarían con serenidad de la
Elección Muller del año 2008. Ése sería su nombre, la Elección Muller.
La publicidad, el puesto mejor, el chorro de
dinero que tanto interesaba a Sarah, ocupaban sólo un rincón de su mente. Todo
ello sería bienvenido, desde luego. No lo rechazaría. Pero, por el momento, era
otra cosa lo que comenzaba a preocuparle.
Se agitaba en él un latente patriotismo. Al fin y
al cabo, representaba a todo el electorado. Era el punto focal de todos ellos.
En su propia persona, y durante aquel día, se encarnaba todo Estados Unidos...
Se abrió la puerta, despertando su atención y
despabilándole por completo. Durante unos instantes, sintió que se le encogía
el estómago. ¡Que no le hicieran más preguntas!
Pero Paulson sonreía.
—Hemos terminado, señor Muller.
—¿No más preguntas, señor?
No hay ninguna necesidad. Todo ha quedado
completamente claro. Será usted escoltado hasta su casa y volverá a ser un
ciudadano particular..., en la medida en que el público lo permita.
—Gracias, muchas gracias—. Norman se sonrojó. —Me
preguntaba... ¿Quién ha sido elegido?
Paulson meneó la cabeza.
—Tendrá que esperar al anuncio oficial. El
reglamento se muestra muy severo al respecto. No podemos decírselo ni siquiera
a usted. Supongo que lo comprende...
—Desde luego.
Norman parecía embarazado.
—El servicio secreto tendrá dispuestos los papeles
necesarios para que usted los firme.
—Sí.
De pronto, Norman se sintió orgulloso, lleno de
energía. Ufano y arrogante. En este mundo imperfecto, el pueblo soberano de la primera
y mayor Democracia Electrónica había ejercido una vez más, a través de Norman
Muller (a través de él), su libre derecho al sufragio universal.
Estimado Mauricio: me gustó el cuento de Asimov, y si usted me permite creo que tiene cierta relación sobre su nota de esta edición sobre los resultados electorales en la Argentina(y la intención de voto electrónico) y me atrevería que también con la victoria de Trump en EE.UU. ya que Hillary Clinton obtuvo 2 millones mas de votos que el actual presidente donde ese fué beneficiado por un sistema de elecciones prácticamente indirectas.Lo expuesto son comparaciones grotescas... pero mi imaginación las relacionó.Tambien me ilustró ya que con la maravilla de internet, me informé sobre el genio de la ciencia ficción y me ilustré de su origen y nacionalidad, donde sí, era Russo, llegando a EE.UU con tres años de edad, incluso combatió en la II guerra mundial. Un abrazo Mauricio
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