Osvaldo Riganti—
El 20 de febrero se cumplió un nuevo
aniversario del triunfo en 1813 del ejército patriota comandado por Manuel
Belgrano en la batalla de Salta, después de una campaña que incluyó el Éxodo
Jujeño, iniciado el 23 de agosto de 1812, que él comandó, y el triunfo en la
batalla de Tucumán, el 24 y 25 de setiembre de 1812.
Belgrano había ordenado abandonar Jujuy con
el objetivo estratégico de dejar tras de sus tropas y del pueblo jujeño la
“tierra arrasada”, ante el avance de las fuerzas realistas del general
Goyeneche.
El historiador Hernán Brienza, en su
trabajo sobre “El éxodo jujeño” lo compara con operaciones exitosas semejantes
desarrolladas a nivel mundial en otros momentos y contextos.
La palabra “éxodo” reúne
connotaciones religiosas y remite a la salida
del pueblo judío llevado por Moisés en busca de la Tierra prometida.
En el bando que emitió ponía de manifiesto
su táctica de “tierra arrasada”. La población civil fue encaminada hacia Salta
por el creador de la bandera.
La orden era terminante: no había que
dejarles a los godos ni casa, ni alimentos, ni comidas, ni transporte, ni
objetos de hierro, ni efectos mercantiles.
En el bando advirtió a los comerciantes:
“No perdáis un momento en enfardelar vuestros efectos y remitirlos igualmente
cuanto hubiere en vuestro poder de ajena pertenencia, pues no ejecutándolo
sufriréis las penas de aquellos y además serán quemados los efectos que se
hallaren sea en poder de quien fueren a quien pertenezcan”. Con los hacendados
era tanto o más duro: “Apresuraos a sacar vuestros ganados, vacunos, caballares,
mulares y lanares que se hallen vuestras estancias y al mismo tiempo vuestros
charquis hacia el Tucumán, sin darme lugar a que tome providencias que os sean
dolorosas, declarándolos además, si no lo hicieseis, traidores a la patria”.
Después de la derrota de Tucumán, el
jefe realista Tristán se atrincheró en Salta con 2.500 hombres. Belgrano, tras varios reclamos,
recibió de Buenos Aires el refuerzo en hombres, un poco de dinero, municiones y
vestimentas. Su plan consistía en organizar un ejército de 4.000 hombres para
emprender la campaña hacia las provincias del Alto Perú y llegar al
Desaguadero, que fijaba el límite con del Virreinato Perú.
En la noche del 19 de febrero Belgrano y
sus fuerzas se acercaron al Cerro San Bernardo, en plena tormenta y con 38
grados de temperatura, intimó la rendición de Tristán, que le pidió la
capitulación. Belgrano accedió bajo la condición de que al día siguiente los
realistas saliesen de Salta, entregaran sus armas y juraran no levantarlas
nunca más contra las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Belgrano y el general Pío Tristán tenían
una amistad de larga data, de los tiempos que estaban en España y cursaron
estudios juntos en la Universidad de Salamanca. Definida la batalla y tomado
prisionero Tristán, Belgrano lo liberó y cenaron juntos
Ante algunas objeciones del gobierno central escribió a su amigo Chiclana:
“Siempre se divierten los que están lejos de las balas y no ven la sangre de
sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos: también son esos
los más a propósito para criticar las determinaciones de los jefes (…) hago lo
que me dictan la razón, la justicia y la prudencia, y no busco glorias sino la
unión de los americanos y la prosperidad de la Patria”.
La victoria de Salta implicó
reconquistar y garantizar el control de todo el noroeste argentino.
La orden de Rivadavia, desde el
Triunvirato, a Belgrano meses atrás era retroceder hasta Córdoba y entregar
todo aquel terreno. Con la victoria de Salta se fijaron los límites
geopolíticos del país.
Como dato ilustrativo de la dureza con
que Belgrano impulsó la ejecutoria del orden de la revolución –aparte de las severísimas prescripciones del
bando cuando el Éxodo Jujeño– queda la circunstancia apuntada por Brienza en el
citado libro, que Belgrano mandó “fusilar a un par de desertores como ejemplo y
advertencia para la tropa y los parroquianos”.
El mismo Belgrano, cuenta el historiador
Felipe Pigna, llamó “parásitos e inútiles” a quienes hacían hincapié excesivo
en las virtudes de la pobreza con prescindencia de las imposiciones del orden
revolucionario.
En nuestros días expresiones del
dirigente social Luis D´Elía en el sentido de que “odio a la p… oligarquía”
espantaron a sectores que ni mosquean con la inmoralidad de los talleres
clandestinos o la vergüenza nacional que fueron las jornadas de la sedición
terrateniente que jaqueó a Cristina, entre otras tropelías pateando la quinta
presidencial, agrediendo al ministro Rossi en presencia de sus hijos menores,
arrojando un alimento vital como la leche en las rutas y hasta derribando una
ambulancia. En una línea no muy disonante con las expresiones del dirigente
kirchnerista, don José de San Martín manifestó sin rodeos que “odio a la
aristocracia y el lujo”. San Martín y Belgrano– puestos muchísimas veces como
paradigmas de virtudes de conducta militar y republicana– no escatimaron
durísimos procedimientos ni contundentes definiciones cuando consideraron que
la preservación de la llama revolucionaria lo imponía.
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