Osvaldo Riganti—
M. A. Seineldín |
Diciembre de 1990 nos mostraba un país
distinto. Hacía un año y medio que Carlos Menem había asumido la primera
magistratura, tras derrotar a Cafiero, el favorito en la interna de su partido
y al opaco Angeloz en las elecciones nacionales.
Había sido elegido levantando las
banderas del “salariazo” y “revolución productiva”, pero una vez instalado en
el gobierno abjuró del menor vestigio doctrinario peronista. La revista
peronista “Línea” hablaba de “fraude poselectoral”.
Todavía sin la convertibilidad (Cavallo
se paseaba aún por la cancillería) el gobierno del riojano se mostraba
ultraliberal e iba pulverizando al Estado. El margen para el adulterio ideológico
se lo dio la crisis social y económica que dejaba la hiperinflación
alfonsinista.
En esa situación, el sector carapintada
del Ejército que respondía a Seineldín y había jaqueado a Alfonsín, estaba al
acecho ofreciéndose como reaseguro ante cualquier intento por desconocer el
pronunciamiento popular que llevó a Menem a la presidencia, ya sea abortando a
algún grupo levantisco de esa fuerza o combatiendo cualquier escamoteo a la
voluntad popular a través del Colegio Electoral, mediante una entente liberal-angelocista.
General Martín Balza |
La
relación entre Menem y Seineldín fue pasando del amor al odio. Mientras
estaba como agregado militar en Panamá en 1988 recibió a emisario menemistas
que le propusieron acuerdos. Durante la rebelión de fines de 1988 Menem apoyó
“por afuera”, por intermedio de César Arias. Menem firmaba un “proyecto para la
defensa nacional” elaborado por el coronel pero negó siempre cualquier acuerdo.
Sin embargo a partir de allí las cosas
habían cambiado, por más que Menem indultó a Seineldín. Menem había dejado sus
posturas populistas y nacionalistas que habían
entusiasmado a los embetunados. Se inclinaba por el más rancio
liberalismo.
Después que Menem ganó las elecciones de
1989, Seineldín le pidió dirigir una fuerza especial contra el narcotráfico y
el terrorismo, sin resultado. El viaje de Menem a Estados Unidos en 1988
acentuó las distancias.
Entonces Seineldín montó una operación clandestina. A fines de
octubre la Prefectura advirtió sobre los
pasos que daban los Albatros, grupo comando de la Prefectura Naval, que había
participado del levantamiento de Villa Martelli cuando el alfonsinismo
agonizaba. Eran ostensibles sus actividades con teléfonos celulares, reuniones
y dinero en efectivo procedente de empresarios que montaron el proyecto
carapintada.
Como Onganía en su momento, si bien con
mucho menos consenso, Seineldín se mostraba para algunos sectores de la mítica
opinión pública, de la política y del gremialismo, como el militar “perfecto”,
recto, patriótico, valiente. Había sido nexo entre la Triple A y el Ejército,
Organizó un grupo de comandos suicidas para garantizar “la seguridad” en el
Mundial 1978. Sos comandos adoptaban la consigna “Dios y Patria o Muerte”:
Había estado como agregado militar en
Panamá. Al irse había dicho: “Vuelvo si los invaden”. No cumplió. Lo atribuyó a
que su mujer le advirtió que si cumplí la promesa lo iban “a matar”.
Ahora trabajaba con un gabinete civil
integrado por hombres del onganiato y del Proceso. Visitaba puntos del interior
levantando las banderas del 4 de junio de 1943, como algunos que un cuarto de
siglo antes se iba ilusionando con Onganía.
A su vez Menem ubicó como jefe del
Ejército al general Martín Bonnet –opuesto a los carapintadas–. El 19 de
octubre Seineldín envió una carta a Menem con contenido crítico. Bonnet lo hizo
arrestar y Menem no se inmiscuyó en el reclamo carapintada.
Preso en San Martín de los Andes, Seineldín
dio el visto bueno para el Plan de Operaciones “Virgen de Luján”. Delegó la
decisión del día y hora de un levantamiento armado en el “Estado Mayor del
Ejército Nacional”, que planeaban ejecutarlo el 5 de diciembre, cuando llegaba
al país el presidente norteamericano George Bush. Se seleccionaron los
objetivos: el edificio Libertador –sede de la Jefatura del Ejército–, el
Regimiento de Patricios y los cuarteles de Palermo.
En la medianoche del 2 de diciembre de
1990 Seineldín se fugó de su prisión en San Martín de los Andes. Debía despegar
desde el aeropuerto de Chapelco, a 20 kilómetros de esa ciudad. Sabedor de sus
planes, el general Balza (al frente las
tropas de represión) pidió a la Gendarmería que pusiera tambores vacíos sobre
la pista de aterrizaje de ese lugar para impedir aterrizar a cualquier avión.
Asó Seineldín estuvo un par de horas libre, pero sin recibir noticias. Volvió
entonces a su pieza de preso en el cuartel. El teniente coronel Rómulo
Menéndez, de tradicional familia golpista, estuvo esta vez a las órdenes de la
democracia. Instado por Balza lo encerró incomunicado. El levantamiento nacía
trunco. Apenas 14 oficiales se sumaron a la revuelta y muchas unidades no se
plegaron. El gobierno no se preocupó por que se anticipara la rebelión. Por el
contrario, aceitó los mecanismos para aplastarla.
A las 22 el coronel carapintada Luis
Enrique Baraldini llegó a los cuarteles de Palermo –en el espacio delimitado
por las avenidas Bullrich, Santa Fe, Luis María Campos, Dorrego y Cerviño– e
instaló un puesto de comando para dominar todo ese predio militar. Los
levantiscos en el interior iban siendo sofocados. A las 5.30 llegaron al
Regimiento de Infantería el teniente coronel Hernán Pita y el mayor Federico
Pedernera, que detuvieron a dos rebeldes, pero murieron en un tiroteo con los
sublevados junto al cabo rebelde Morales. Varias unidades desistieron de
sumarse a la sedición consternadas por las tempranas muertes.
Menem llegó a la Casa Rosada antes de
las 5 de la mañana, vestido de jean, remera y con la campera reversible celeste
y blanca que utilizaba para pilotear aviones. En su cintura llevaba una pistola. Julio Mera Figueroa, ministro del
Interior, lo esperaba en la puerta y lo impuso de las novedades. Menem había
acordado con el ministro de Bienestar Social, Alberto Kohan, que fuera hasta el
edificio Libertador y escuchara a los rebeldes. El jefe de la Casa Militar
brigadier R.E. Andrés Antonietti le sugirió “aplastarlos lo antes posible”. En
su “Comité de Guerra”, recibió al opositor César Jaroslavsky.
Domingo Cavallo, realizando gestiones en
Bruselas, se quejaba por el “papelón internacional”.
A las 5.30 llegó al Edificio Libertador –tomado
por los carapintadas– el ministro Alberto Kohan pidiendo la rendición
incondicional. Fue tratado con rudeza por el sargento Verdes. Se produjeron
luego tiroteos y francotiradores leales mataron un rebelde.
A las 10.05 desde el Libertador le
dispararon al helicóptero del vicepresidente Duhalde, que exclamó tras
aterrizar: “¡Estos hijos de p… me tiraron!” mientras entraba al despacho
presidencial.
Se seguían rindiendo los rebeldes: los
de El Palomar, Olavarría. A su vez Concordia y Villaguay estaban controladas y/o
neutralizadas. A las 16.20 se rindieron los Albatros.
El teniente coronel “carapintada” Tévere
(uno de los líderes del sector) transmitió su disposición a negociar. “La
rendición es incondicional” dijo Balza, que
reprimió con todos., mientras las balas empezaron a descascarar el
frente del regimiento Patricios. El jefe rebelde, coronel Baraldini dijo a sus
subordinados que estaban fracasando, que habían apresado a Seineldín y que era
razonable rendirse. Algunos suboficiales se lavaron el betún de la cara y,
vestidos de civil, quisieron escapar por la parte de atrás del regimiento,
saltando el muro que da a la avenida Luis María Campos. Varios cayeron presos
cuando la policía Federal detectó la fuga. Balza utilizó artillería. Paró al
ver una bandera blanca “Que salgan caminando por el medio de la calle y con las
manos levantadas”, ordenó. Los jefes carapintadas Baraldini, Tévere y Abete,
con siete oficiales, saltaron el alambrado y dejaron caer las armas. Baraldini
se llevó el arma a la boca pero Abete logró sacársela. El general leal Héctor Gasquet
lo hizo subir descalzo a un tanque, agarrado del cañón y entró con él al
regimiento recién recuperado.
A las 20, tropas leales recuperaban el
Edificio Libertador. “Mi coronel, depongo mi actitud, le dijo el carapintada
Breide Obeid a Laiño, delante de unos 50 suboficiales y del cuerpo de Verdes
envuelto en un charco de sangre. Laiño hizo ingresar una segunda ambulancia que
cargó a Verdes que murió en camino al hospital. Balza le comunicó a Bonnet que
“El Libertador está recuperado”. De inmediato dio la noticia al ministro de
Defensa, Humberto Romero. Ya no quedaba ningún foco rebelde. A las 21.15 Menem
anunció que los rebeldes se rindieron. A la medianoche hubo una cena en la
residencia de Olivos, con la presencia de altos funcionarios.
Cuando empezó el operativo final el
titular del Poder Ejecutivo ordenó: “Rendición incondicional. Si están
desnudos, que salgan desnudos”.
Así se empezaba a sofocar el levantamiento
contra el gobierno constitucional de la Argentina, que provocó 14 muertos.
Menem primero pensó fusilar a los
cabecillas, pero luego se contuvo. Seineldín sería condenado a prisión
perpetua, los coroneles Baraldini y Oscar Vega y los mayores Mercado y Abete a
20 años de prisión y el teniente coronel Tévea a 18.
Era el fin de los “carapintadas”. “Se
acabaron los carapintadas. Se acabó esta payasada” sentenció Menem.
Otro hombre de extracción carapintada,
Aldo Rico, protagonista de anteriores levantamientos, en una conversación con el
abogado de Seineldín, doctor Alejandro Vázquez se refirió al militar como “es
un hijo de puta, un traidor que se quedó allá (se refería a San Martín de los
Andes mientras hacía matar a los camaradas…tendría que ir a matarlo”. Dijo
además que Seineldín “nunca mató a nadie y nunca combatió, ésa es la realidad.
Es todo verso y desgraciadamente el verso lo hicimos nosotros. Armamos el
monstruo Seineldín, ahí está”.
Cinco carapintadas lograron huir, uno
sería ubicado.
Estados Unidos remarcaba su satisfacción
por el fracaso de la intentona.
El 5 de diciembre de ese año el
presidente norteamericano George Bush llegó a la Argentina. El diputado Luis Zamora
lo increparía en el Congreso, mientras en las calles de la ciudad varios
transeúntes de “cuello duro” saludaban su paso junto al doctor Menem.
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