Mario Méndez—
Por muchos motivos me entusiasmaba ir a ver la
película de Gastón Duprat y Mariano Cohn, y escribir algo sobre ella, aunque
tardé en encontrar el momento y más aún, en encontrar qué es lo que quería
opinar después de verla. Tenía ganas de ver, otra vez, una película de los
realizadores de El hombre de al lado, película que disfruté mucho. Me interesaba
especialmente el argumento (escritor muy exitoso –nada menos que un premio
Nobel– que visita un pueblo de provincia, para colmo su pueblo natal) porque
sabía que en algunas secuencias iba a sentirme identificado: después de todo yo
también soy escritor, también me invitan a visitar ferias y escuelas en pueblos
medianos y pequeños del país donde a veces me tratan casi como a una
celebridad, y aunque no soy de un pueblito, sino de una ciudad grande, como Mar
del Plata, también soy un escritor que cada tanto regresa a su tierra de
infancia, como quien vuelve de un exilio elegido, tal como lo hace Daniel
Mantovani, el escritor de ficción que protagoniza la historia.
Me interesaba,
entonces, porque me gusta el buen cine de estos dos autores y porque, a priori,
sentía que esta película me interpelaría particularmente, habida cuenta de mi
lugar de escritor al que cada tanto le hacen el homenaje del aplauso, aunque no
lleguen a la exageración de declararme ciudadano ilustre o de pasearme en
autobomba.
Y terminé de entusiasmarme, en la previa,
cuando, en su muro de Facebook, un escritor amigo, Ricardo Mariño, rememorando
las escenas más bizarras de la película (como la de la autobomba), comentó
algunas situaciones entre tiernas y ridículas que a él mismo le habían pasado,
como la vez en que lo hicieron esperar en el avión en el que había llegado a un
aeropuerto, para sorprenderlo con fanfarrias y disfraces, o cuando lo pasearon
por toda una provincia con la compañía de una estatua de una virgen, casi de
tamaño natural, que le habían regalado. Como otros amigos y colegas, yo respondí
al posteo de Ricardo mencionando otras situaciones ridículas y graciosas. Pero me
intrigó, al leer los comentarios, saber por qué algunos de mis colegas decían
que la película estaba bien, o incluso muy bien, pero tenía unas cuantas
cuestiones que no cerraban del todo, que eran, por lo menos, opinables. Quería
ver por dónde podían pasar las objeciones, o adivinarlo.
Con esa carga de expectativas, la mayoría
positivas, fui a ver la película. Y la verdad es que salí del cine muy
contento. Me había divertido, y eso, tratándose de una comedia, por oscura que
sea, ya estaba más que bien. Además, me había puesto gustosamente tenso: como
en El hombre de al lado, los cineastas y su guionista van del tono humorístico
al dramático con soltura, en un crescendo en que el espectador presiente que, sin
duda, algo malo va a pasar. Lograron meterme en esa delicia que es el suspenso,
que siempre se agradece.
Unos días después de verla, volví a pensar en
la película. ¿Qué era, me pregunté, lo que a algunos amigos escritores, que no
habían querido spoilear, no les
cerraba del todo? Lo pensé, y acá lo expongo. No puedo saber si coincidirán con
esto que voy a decir, pero si no coinciden, tal vez –ojalá– dé para un menudo
debate, un intercambio. Lo que a mí no me cierra es la imagen del escritor que queda
planteada en la película, o al menos la que Mantovani, el Nobel de ficción,
tiene de sí mismo y de su oficio. Sobre todo de eso, su oficio. De entrada
nomás, cuando recibe el premio mayor que puede recibir un escritor, muestra la
hilacha. Él es, o se siente, un hombre superior. Su trabajo no es un oficio, no
es una tarea más de entre las muchas de las que un ciudadano común puede
sentirse orgulloso. No, el suyo es el lugar del Artista, con mayúscula, el
lugar del torturado, el que, al recibir un premio tan importante se siente
“canonizado” y cree que ya nada más puede decir, porque como consagrado se ha
vuelto cómodo para las instituciones, para las academias, para el campo
intelectual. Premiado con el más ilustre de los premios, ya no elevará la voz
(como si hiciera falta elevarla) para denunciar; ya no será el tábano sobre el
noble caballo. Y esa posición la vuelve a mostrar, Mantovani, cuando rechaza
concurrir a las universidades más prestigiosas, cuando declina recibir doctorados
honoris causa o desprecia dar charlas magistrales, cuando se niega a que sus
novelas se transformen en la materia con que trabajarán otros artistas, como
los directores de cine. Y la remata cuando ya cerca del final dice, en su
pueblo natal, que él escribe para hacer del mundo un lugar menos horrible.
Según su parecer, hacer algo artístico, a diferencia de los otros oficios, los
terrestres, contribuye a que el mundo sea mejor. Escribir un cuento, al
parecer, es algo más importante que sembrar un campo, dar una clase, o
construir una mesa. Mantovani se erige como el desgarrado ciudadano que se
eleva sobre la mediocridad. Y es esa postura del Artista superior, en suma, lo
que a mí no me cerró, y tal vez tampoco a algunos de mis colegas. No dice,
Mantovani, como decimos muchos escritores, cuando visitamos las escuelas donde
los chicos nos leen, que el de escribir es un oficio, un oficio noble y serio, sí,
pero un oficio más. No dice Mantovani que lo suyo –lo nuestro– es esfuerzo y
trabajo. No; en la tradición del artista romántico, él no escribe con lapicera
o con la compu, escribe con sangre, se derrama en su escritura. No es,
Mantovani, un sencillo mortal que hace de la escritura un oficio honesto y
esforzado. No. Él, en el fondo y por todos lados, se cree superior. Se ríe, sí,
porque le parece simpático, tierno, un poco tonto, de que en su pueblo lo
declaren “ilustre”, pero en el fondo está completamente convencido de que lo
es, porque solo los ilustres pueden emprender ese oficio que, en su
entendimiento, es solo para elegidos, para diferentes, para superiores. Y yo,
claro está, no estoy de acuerdo.
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