Mauricio Epsztejn—
Cuando el contenido de esta nota llegue a mano de
los lectores, habrán transcurrido casi siete meses desde que la Alianza
Cambiemos llegó al gobierno nacional. Si alguien tenía alguna duda de que este
hecho representaba mucho más que una simple alternancia entre partidos, ese
tiempo bastó para despejar cualquier incógnita: desde el primer momento el
gobierno de Cambiemos impulsó una plena restauración conservadora, tendiente a
reponer al país en la línea definida por la plutocracia internacional, para lo
cual desembarcó y copó todos los estamentos del Estado con un compacto
contingente de funcionarios estrechamente vinculado al gran capital financiero
internacional y a sus socios locales. Casas más, casas menos, igual estrategia
aplican en toda la región sus destacamentos similares cuando logran desalojar a
los respectivos gobiernos nacionales y populares y se lanzan a demoler todos
los avances que esas naciones lograron impulsar el desarrollo con vistas a la
integración latinoamericana, a una más justa distribución de la riqueza y a romper
la dependencia económica y política respecto a los tradicionales centros de
poder mundial. Igual proceden en Brasil, Paraguay y Honduras y se preparan para
repetirlo en Venezuela, Ecuador y Bolivia, si alcanzan su objetivo.
Por eso es necesario reconocer que las
dificultades en la región y en el mundo no son un accidente transitorio del
campo nacional y popular, sino una etapa difícil, caracterizada por retrocesos
y derrotas, con consecuencias de una duración imposible de predecir, que
seguramente serán dolorosas para las mayorías, como siempre ha sucedido.
A esta altura es evidente que en la región y
particularmente en Argentina, hubo varias cuestiones que el espectro llamado
nacional y popular no tuvo suficientemente en cuenta o concibió erróneamente y
lo condujo a la derrota electoral de noviembre pasado, una de las cuales —y no
menor— fue la de subestimar el potencial y capacidad política de la Alianza
Cambiemos, incluyendo a su líder, Mauricio Macri.
Autocrítica,
debate y acción
La perplejidad ante la derrota y la subsiguiente
crisis en que está sumido y viene desangrando al Frente para la Victoria,
seguramente será difícil de resolver si en su seno y de cara a la sociedad no
hace un profundo análisis autocrítico sobre las concepciones políticas, económico-sociales
y organizativas, sin mezquindades y sin buscar culpables, porque los cambios
profundos que involucran a las sociedades son procesos colectivos y es
responsabilidad común encarrilarlos, porque si no es el pueblo consciente y
organizado el que toma la construcción de su destino en las propias manos, no
hay salvadores mesiánicos capaces de reemplazarlo.
Sin embargo, dado que este proceso, como todos los
sociales, no se desarrolla en el aislado silencio de un laboratorio sino en la
fragua de la acción cotidiana donde se templa la firmeza y flexibilidad
necesarias para llevarlo a cabo, sólo una mentalidad de secta puede pensar que
es posible reconducirlo con decisiones elaboradas en cenáculos cerrados que dan
a conocer sus conclusiones al público expectante cuando ya está todo cocinado y
listo para ponerle el moño de regalo. Es una ilusión no sólo falsa sino, sobre
todo, dañina, como lo demuestra la crisis que atraviesa el Frente para la
Victoria y el peronismo, que le deja el campo hecho orégano a las principales
iniciativas retrógradas de la Alianza Cambiemos, a quien sus opositores
amigables limpian el terreno y sueñan suceder.
También se deberían revisar las formas de
organización y funcionamiento que adoptó su fuerza partidaria que dio respaldo
al gobierno y su relativa independencia y capacidad de crítica respecto al
Estado, a sus funcionarios y a cada una de sus instituciones, para no
transformarse en un simple y automático apéndice de los mismos.
Mientras este proceso se zanja, no hay otra opción
que la de resistir los embates para arrancarle al pueblo los derechos
alcanzados, porque los desafíos a los que obliga la acción son el terreno más
apto para reflexionar y sacar conclusiones con vistas al futuro.
De todos modos es justo señalar que los procesos
surgidos en nuestro subcontinente a partir de la última década del siglo XX, no
tuvieron antecedentes históricos capaces de servirles de referentes y fuentes
de aprendizaje, por lo que hubo errores casi inevitables en la construcción de
un camino para el que antes nadie abrió picadas porque el mundo cambió, se
globalizó, desde la anterior ola de liberación nacional y social, una globalización
hegemonizada por una fuerza con larga experiencia, que no cabe subestimar, que
sabe aprender, que se adapta a las nuevas condiciones y que no duda en desechar
estrategias y herramientas que alguna vez le sirvieron y ahora le resultan obsoletas
para mantener el dominio del capital financiero cada vez más concentrado.
Por otro lado hay que tener claro que ningún
régimen, por más antipopular y reaccionario que sea, cae solo. Hace falta tener
un proyecto alternativo y viable capaz de reemplazarlo, apoyado por una mayoría
organizada y movilizada del pueblo y construir un estado de nuevo tipo que cree
una institucionalidad más amplia y democrática, en esencia radicalmente distinta
a la actual, que posibilite instrumentar los cambios que el nuevo proyecto
exige. En ese sentido vale recordar el dicho que recoge la Biblia y que es más
antiguo que ella misma: “el vino nueva hay que echarlo en odres nuevos”.
Asumir esta postura conduce, a criterio de quien
esto escribe, a no caer en la inútil autoflagelación, en el delirante discurso
abstracto, ni en la parálisis suicida.
En la columna publicada el mes pasado este
cronista afirmó que fue un error intentar que la burguesía nacional realmente
existente jugara en nuestro país el papel que había resignado por lo menos hace
más de un siglo y medio. Si hiciera falta fijar un mojón paradigmático, podría
ser el de la retirada de Urquiza en la batalla de Pavón, quien cedió ante Mitre
y la oligarquía que manejaba el puerto de Buenos Aires la supremacía para
organizar el país como proveedor de materias primas para el mercado europeo, en
particular el británico, y receptor de sus manufacturas, por lo que a finales
del siglo XIX Argentina fue considerada “el granero del mundo”, donde a la
clase dirigente sólo le interesaba el puerto que la ligaba al comercio
internacional, mientras dejaban al resto del país hecho un páramo.
Ahora el presidente Mauricio Macri modificó el slogan:
quiere transformar a la Argentina en “el supermercado del mundo”. Vuelta a
sujetarnos a los intereses de exportadores e importadores y minga a la
integración nacional y al desarrollo del mercado interno.
Esa es la burguesía nacional realmente existente y
esas son sus aspiraciones, que la marginan para liderar cualquier cambio en
favor de las mayorías, porque sólo piensan en especular y fugar divisas.
La fuerza
social y el eje de un proyecto transformador
Entonces, en la Argentina, ¿cuál puede ser la
fuerza social en condiciones de jugar el rol para la aquella ya resulta
incapaz?
Está claro que ese lugar sólo lo pueden ocupar los
trabajadores. Claro que los trabajadores como son hoy, no como eran los que siguieron
a Perón cuando en 1946 llegó al gobierno y crearon sus nuevas organizaciones
sindicales y políticas.
Para que los lectores que no vivieron aquella
época puedan tener una somera idea de cómo eran las grandes fábricas de
aquellos años, los vamos a acompañar en un recorrido por la Avenida Patricios
que recorre el barrio de Barracas de la Ciudad de Autónoma de Buenos Aires.
Allí estaba emplazada la Fábrica Argentina de Alpargatas, una empresa de
capitales extranjeros que ocupaba varias manzanas donde en tres turnos
trabajaban 12.000 obreros textiles. Como curiosidad y para graficar el tipo de
burguesía que tenemos, diremos que los 65.000 m2 de uno de los edificios
de la antigua fábrica los compró el fideicomiso Caminito, cuyo dueño es el
ingeniero Macri desde poco antes de asumir la Jefatura del Gobierno porteño y que
una vez instalado en el cargo, a través de la Legislatura declaró la zona
“Distrito de las Artes”, por lo cual la liberó de tasas e impuestos y los lofts
de lujo en que transformó ese edificio se comercializan a precios exorbitantes.
Pues bien, esos establecimientos con aquel tipo de
trabajadores, no existen más. Hoy los planteles de personal de los grandes
establecimientos se han reducido y su productividad creció infinitamente a
caballo de los cambios tecnológicos y la calificación de los operarios que
requiere operar la tecnología moderna.
Además, se han incorporado a los trabajadores una amplia
pléyade de asalariados que antes pertenecían a las llamadas profesiones
liberales: ingenieros, técnicos, informáticos, médicos, contadores, abogados,
maestros, empleados, etc. Modificando la estructura gremial y sindical, complejizando
la composición en su seno con notables diferencias por ingresos, condiciones de
vida, aspiraciones, nivel de instrucción y demás situaciones que, en buena
parte, asemejan a buena parte de los nuevos contingentes con las clases medias
con las que suelen identificarse ideológicamente.
Muchos de esos cambios se produjeron durante y
gracias a la etapa de kirchnerista. Sin embargo, ciertas valoraciones y políticas
equivocadas empujaron a muchos de esos integrantes de las nuevas clases medias
urbanas a la vereda de enfrente, a la contraria a sus propios intereses. De esa
situación y sus consecuencias negativas, el campo nacional y popular debe
hacerse cargo y corregir, porque si no lo hace e insiste en aplicar iguales ideas
y metodologías a un mundo que cambió, se obtendrán los mismos o peores
resultados. Basta echar una mirada sobre el entorno para ver el avance de la
derecha entre los trabajadores y los más humildes, lo que exige activar las alarmas
y no considerar a la ligera las consecuencias.
Posiblemente convendría pensar si no se incurrió
en cierto economicismo político, cuando por estimular el mercado interno para
sostener el crecimiento y la producción, se privilegió la cantidad de cosas, de
bienes, por encima del tipo de los mismos, de su origen, destino y costo, con las
consecuencias negativas que implicó y que confundió a mucha gente ávida por vivir
mejor, y la transformó en simples y consumidores voraces, en lugar de ciudadanos.
Y ambas categorías no son ni de lejos equivalentes,
sino más bien son opuestas.
El simple consumidor es un ser individualista que
se cree único y exclusivo gestor de su bienestar material. Su pensamiento gira
en torno de: “Yo no le debo nada a la política y todo lo que tengo lo conseguí
con mi trabajo”. De allí a sostener que “en este país no trabaja el que no
quiere”, sólo hay un tranco de pulga. Simplificando, son personas a las que le
importa un bledo el destino de su vecino y si en la volteada le llega a pegar la
malaria, se radicaliza para la derecha.
En cambio el ciudadano, que también quiere vivir
bien, disponer del confort moderno y trabaja para lograrlo, sabe que únicamente
con eso no alcanza, que su destino está unido al del resto de sus compatriotas,
ya que solo no se salva nadie en la lucha contra la voracidad el capitalismo
salvaje. Entonces es solidario con el vecino y con el compañero de trabajo,
participa en su organización vecinal, en la cooperadora escolar donde va su
hijo, en el sindicato, en el partido político.
Ambas situaciones son parte de una batalla
política y cultural permanente, donde se juega el tema de la hegemonía, el de
la ideología por la que se guía una sociedad, de sus valores fundamentales. Y
esa es la sociedad donde los dos votaron en noviembre pasado y eligieron a los gobiernos
en todos los niveles, con los resultados conocidos.
Posiblemente algunas de estas cuestiones no deberían
faltar del demorado debate autocrítico que el campo popular aún se debe.
Hasta acá llegamos con la columna de este mes. El
que viene la seguimos.
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A continuación le dejamos al lector una joyita que
vale la pena escuchar. Son reflexiones en formato de conferencia que el
reciente 27 de mayo vertió Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia,
durante su visita a Buenos Aires. Disfrútenla.
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