Osvaldo Riganti—
General Juan José Valle |
Hace seis décadas el general Juan José Valle
se sublevó —junto a otros militares, sindicalistas, escritores y obreros —,
para derribar la tiranía que había derrocado a Perón. Su propósito no era como
otros gobiernos militares quedarse en el poder indefinidamente, sino llamar a
elecciones en 180 días y restablecer las medidas de protección de la soberanía
nacional que había derogado el régimen de Aramburu y Rojas, entre otras la
Constitución de 1949.
“Como
responsables de este Movimiento de Recuperación Nacional, integrado por las
Fuerzas Armadas y por la inmensa mayoría del pueblo —del que provienen y al que
sirven— declaramos solemnemente que no nos guía otro propósito que el de
restablecer la soberanía popular, esencia de nuestras instituciones
democráticas y arrancar a la Nación del caos y la anarquía a que ha sido
llevada por una minoría despótica encaramada en el poder” decía un párrafo
de la proclama.
Las tropas de Valle tomaron algunos
cuarteles. Él quería evitar violencias y desmanes, deseaba llevar a la gente a
Plaza de Mayo para que, triunfante la revolución, se permitiera la vuelta de
Perón al país.
Pero el movimiento fue detectado a
tiempo por la dictadura y desbaratado.
Aramburu, que al asumir había derogado
la ley Nº 14117 de Perón que imponía la pena de muerte por actividades
sediciosas (pena que, por otra parte, nunca fue aplicada), violó su propia resolución
y dispuso el asesinato de algunos sublevados en los basurales de José León
Suárez.
Aunque Valle se había fugado, luego se
entregó con la condición de que parasen los fusilamientos y se le respetase la
vida, compromiso que la tiranía incumplió y lo fusiló en la ahora demolida Penitenciaría
de avenida Las Heras, mientras en la provincia de Buenos Aires los continuaron ejecutando.
Aramburu rehuyó sus responsabilidades
yéndose a Rosario y Rojas firmó el “cúmplase” de la Ley Marcial.
Antes de morir, Valle dejó algunas
cartas. Una a Aramburu diciendo que “vivirán
bajo el terror constante de ser asesinados, porque ningún derecho ni natural ni
divino justificará jamás tantas ejecuciones”. “La palabra ´monstruos´ brota incontenida de cada argentino a cada paso
que da”. “No borrarán con mentiras la
dramática realidad argentina por más que tengan a la prensa del país alineada
al servicio de ustedes”, decía en otros párrafos.
“Hubiéramos
procedido con rigor contra quien atentara contra de Rojas, de Bengoa, de quien
fuera”, le expresaba a Aramburu. Esa hubiera sido su tesitura en caso de
triunfar la revolución. Ya había aconsejado al salir las tropas: No lo toquen
al ´Vasquito´”. El ´Vasquito” era Aramburu. Eran compadres.
También dejó misivas a su mujer
(“Viejita, perdóname este fin de nuestra
vida”, “un beso a tu mamá que tan buena fue conmigo”) y a su hija (“No muero
como un cualquiera, muero como un hombre de honor”). Precisamente su hija
estuvo junto a él cuando lo mataron. Unos jefes militares le dieron un dinero,
conforme tradiciones de estas circunstancias. Ella lo arrojó con desdén al
suelo. “No lo tires porque si no estos se lo van a robar. Llevalo a casa, que
vos y mamá lo van a precisar” le aconsejó. Paradójicamente el mártir inmolado
en el altar del aramburismo tuvo tiempo para la chanza. “Padre, usted me estuvo
preparando para este momento, no me afloje ahora” bromeó ante su cura confesor,
el padre Devoto, que lloraba desconsoladamente.
La hija de Valle sería torturada por
Luciano Benjamín Menéndez durante su embarazo en la época del llamado “Proceso”.
Durante los días previos a las elecciones de 1963, que sucedieron a otro golpe
de Estado, empapeló la ciudad recordando los antecedentes de Aramburu, que se
presentaba con perspectivas de ganarla (invocaba lineamientos de De Gaulle y a
que los argentinos bebiéramos “en el vaso de la concordia nacional”)
En los cartelones decía “Como una muestra sarcástica y trágica de la
bancarrota moral del país y la desvergüenza generalizada, se presenta usted
postulando su candidatura a la presidencia de la Nación y reclamando el voto de
los argentinos. Lo hace con su conciencia entenebrecida y con sus manos todavía
empapadas en la sangre de los Mártires de Junio, de mi padre, el general de
división Juan José Valle, de muchos otros camaradas suyos, de los asesinatos
por la espalda en los basurales de José León Suárez: lo hace cuando aún no se
han secado las lágrimas de las viudas, de las madres, de los hijos, de los hermanos
de esos patriotas que Ud. Fusiló y asesinó porque querían con pasión argentina,
alma limpia y mirada visionaria evitarle a nuestra patria —por aberración
también la suya—, el grado de humillación, de caos y de vergüenza en que ha
sido sumida por Ud. y por los que vinieron detrás suyo en complicidad
preestablecida. Sobre su conciencia de Caín pesa esa sangre de patriotas y esa
humillación a la República, lo mismo que pesa el hambre y el desamparo de
millones de argentinos. Una ley de amnistía tramposa lo salvó a Ud. De purgar
esos delitos porque estableció arbitrariamente que ni siquiera podría acusarse,
ni abrirse proceso, ni formularse denuncias. Pero si Ud. escapó de ese modo a
los Tribunales de Justicia, ha sido condenado, en cambio, inapelablemente, en
la conciencia insobornable y en el corazón de millones de argentinos”,
comenzaba diciendo. Agregaba que “la
legalidad que usted promete es la que de un plumazo derribó la Constitución,
creó los tribunales de guerra y la comisiones especiales, implantó y aplicó
fríamente la pena de muerte prohibida por la Constitución y fusiló sin juicio
previo ni sumario”: Le recordaba al final que “no puede volver”. Y detallaba: “Porque
no se han secado todavía ni la sangre de sus víctimas ni las lágrimas de sus
familiares. Porque en cada cementerio hay una tumba de un argentino abierta por
sus manos. Y aunque una vez más le haya sido vedada al pueblo la libertad de
expresarse, elegirá cualquier camino menos el suyo. Porque ya sabe que el suyo
es un camino tenebroso de sangre, de humillación y de dolor. Porque ya sabe que
sólo la antipatria y el odio podrán poner en las urnas su boleta”: Esta
carta tuvo un fuerte impacto emocional y algunos abandonaron su propósito inicial
de votarlo. Ello, unido a la nueva proscripción del peronismo, permitió a Illia
ganar con pocos votos.
Aramburu sería secuestrado por los
Montoneros en 1970.
En un comunicado decían que habían
resuelto “pasar por las armas al teniente general Pedro Eugenio Aramburu” y dar
“cristiana sepultura a sus restos”. Pocos días después lo concretaron. El nuevo
comunicado pedía que “Dios se apiade de su alma”. El episodio aceleraría la
caída del deteriorado Onganía, a quien Aramburu planeaba derrocar. Quería
asumir y llamar a elecciones sin proscripciones.
“En la tumba de Valle debería decir:
aquí yace el Ejército Argentino” escribió el historiador Salvador Ferla en su
libro “Sobre mártires y verdugos”. Así aludía a que nunca más hubo una reacción
en el seno de la institución contra los regímenes militares que se sucedieron.
Hoy bajo el imperio de sectores de la
sociedad que buscan evitar que las clases medias actúen conjuntamente con los
trabajadores en contra de los grupos económicos, el recuerdo de aquellos
dramáticos momentos vividos hace 60 años imponen no pocas reflexiones. Parecería
lógico que el fatalismo histórico de que “los pobres no pueden vivir de otra
manera” no debería formar parte del intelecto argentino, del proyecto que busca
subordinar al país a los centros de poder mundial. Es un desafío que aún no
hemos superado. El alzamiento fallido de Valle fue, a su modo, un intento más
en tal dirección y quienes lo asesinaron, con ese acto buscaron dar un
escarmiento dirigido al futuro y no sólo a los patriotas que en aquel momento
se encolumnaron con él.
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