sábado, 31 de mayo de 2014

Manuela

Ma. Mercedes Alemán—

Fotos: Lucía Alemán—


Manuela apareció el segundo día que estuvimos en la casita de la calle Misiones. Nos preguntó si nos molestaba que le diera de comer al gato. Nos miramos, no había gato e incluso habíamos pensado ir a buscar uno a la plaza apenas nos mudáramos. Le contamos que en el poco tiempo que llevábamos ahí no habíamos visto más animal que las cucarachas que habitaban la parra. Ella aseguró la existencia del felino, nosotras aceptamos que dejara la comida en la puerta y nos presentamos como las nuevas vecinas. Manuela nos dio la bienvenida al barrio.

Sin llegar al metro cincuenta y cinco, de más de sesenta años, pelo negro, rulos y cara redonda, vi a Manuela varias tardes del otro lado del metal expandido dejando comida para el gato. Le pregunté al dueño de la casa si podía ser que hubiera un gato. “Que yo sepa no hay gato, pero puede ser que mamá tuviera uno y yo no supiera nada. Me parece raro que haya sobrevivido cuatro meses, sin nadie en la casa. Los vecinos son chusmas, pero amables y cuidan la casa”.

En ese mismo mail el dueño avisaba que la semana siguiente confirmarían la venta de la casa, que por lo tanto no me pusiera en gastos con una cocina. Era así, nosotras alquilábamos la casa a un precio increíblemente barato, pero hasta que la casa se vendiera. No sé mucho de inmobiliarias, pero al parecer era una época en que nadie compraba nada, por lo tanto el sentido común indicaba que teníamos un buen rato para habitar Misiones 462. La casa de enfrente tenía un cisne-maceta al que habíamos decidido llamar Raquel y en la parte de atrás dos limoneros, una parrilla surrealista y un cuartito con una bacha que pensamos usar de “guarda chongos”.

No pasó una semana de haber conocido a Manuela y el inmueble se había vendido. Nosotras nos quedamos unos días más. Una mañana, mientras desayunábamos sentadas en la mesada, Elián miró sorprendida el ventanal de la cocina. Ahí estaba, blanco y negro, redondos ojos y cara, con grandes piernas fornidas, el gato. Era enorme, como un oso/gato. Nos miró marcando el terreno, haciéndonos notar que estábamos en su hábitat. Nos miró y se fue, seguido por una gata blanca y medio amarilla que apareció detrás de él.

Quedé impresionada por el tamaño de los dos gatos y con la mirada del primero. Tal vez al estar acostumbrada a Fisu, el gato de mi hermana, que es muy chiquito, hiciera más grande mi impresión. No volví a ver al macho, sí vi a la hembra gata un día cuando llegaba de trabajar, pero en cuanto abrí el portoncito salió corriendo. Debo admitir que no me interesaba en lo más mínimo interactuar con esos animales. Siempre fui cobarde y temía que sus patas tuvieran casi el tamaño de mis manos. Seguramente, sumado la poca domesticación que mostraban, en un mano a mano hubiese perdido.

Mi último día en la casita, cuando llegué del trabajo, abrí las persianas, encontré una nueva cucaracha muerta en el baño y me dispuse a guardar las cosas para volver a lo de mis padres. Entonces escuché  a Manuela llamar al gato y dejarle comida. Iba con una bolsa de alimentos que de a poco distribuía en toda la cuadra. Creo que Manuela comanda un ejército de mascotas espías y que atrás de la señora aniñada que aparenta ser, de la simpatía de sus rulos y la amabilidad de su voz aguda, Manuela es la presidenta de los animales que pueblan la calle Misiones.

4 comentarios:

  1. Maria Laura Torrez17 de junio de 2014, 15:54

    Maravillosa historia.

    ResponderEliminar
  2. Me pregunto quién comandará el "ejército" (perdón) de las personas llamadas Alemán, en el arte. Música, letras, teatro y ahora...¿ fotos? Una belleza. Ojalá siga esta invasión. Ah! A mí me gustaría un poco ser Manuela...

    ResponderEliminar
  3. Maravillosos lectores

    ResponderEliminar
  4. No te hagas Marina, en algún punto sos responsable de esto.
    ¿Qué en algún? En un motón y de los puntos fundamentales.

    ResponderEliminar

Gracias por participar, compartir y opinar