martes, 23 de octubre de 2012

La Felicidad

Mauricio Epsztejn--

La felicidad- Ilustración de Lluis Ràfols
José Antonio López fue José Antonio López desde 1956 —cuando nació en el hospital Parmenio Piñero, a dos cuadras del cementerio de Flores y a tres de su primer domicilio —, hasta que veintidós años después se graduó de abogado y, con ese título bajo el brazo, salió a conquistar el mundo.

Hasta entonces nunca había dudado sobre si su vida era feliz o no: simplemente la vivía. Sin embargo, y sin razón aparente, al inicio de su nueva etapa lo asaltó esa duda.
Hasta los ocho años vivió en Culpina 1326, una casa modesta, como tantas de ese sur de la ciudad de Buenos Aires, al fondo de la cual su padre tenía el taller de herrería del que a fuerza de fragua, maza y soldadura salían portones, rejas y cuanto elemento de hierro forjado requiriera el vecindario y más allá.

Sin embargo, a pesar de tan humildes inicios, cualquiera que lo conociese desde que ingresó a la escuela primaria sabía que todo él estaba modelado con la materia prima del éxito.

El padre—su primer admirador —no se cansaba de repetir: “Pepito no va a necesitar quemarse las manos machacando fierros, porque le sobra inteligencia”. Se lo aseguraba no sólo a los amigos del bar con quienes de vez en cuando compartía una ginebra, sino a cuantos lo quisieran escuchar.

Del padre —individuo sobrio, pero no abstinente —, también aprendió que cuando alguno se pasa de copas hay que pegarle un susto para hacerle recobrar el sentido porque, sostenía, “es lo mejor para despabilar a un mamado”.

Como el hombre era habilidoso y trabajador, hizo crecer en paralelo la herrería y el bienestar familiar, lo que le permitió empezar a escalar por la pirámide social y rodearse de nuevas relaciones, siempres con la vista puesta en asegurar el porvenir de Pepito. En parte eso también determinó que en Culpina, cerca del Bajo de Flores, dejara al taller, y la familia se mudara a un tercer piso, con cinco habitaciones, a dos cuadras de Rivadavia y Medrano.

Allí Pepito terminó de cursar la primaria y abandonó definitivamente tanto el apodo como su diminutivo. A partir de entonces, tanto durante su tránsito por el bilingüe National School como por la universidad, recobró para siempre sus nombres de bautismo: José Antonio.

Por eso, cuando a dos meses de su vigésimo segundo cumpleaños se recibió de abogado con brillantes calificaciones, nadie dudó sobre el destino que le aguardaba. Herramientas tenía de sobra: inteligencia, simpatía, una carrera descollante y un rostro de rasgos proporcionados a su físico, que se destacaban sobre su metro ochenta modelado a gimnasio, en el que ningún Código Procesal ni Derecho Romano habían podido interferir. Si aún así tuviera alguna carencia, con perseverancia y esfuerzo la resolvería, incluyendo los favores de la suerte, que suele ser amiga de los privilegiados.

—A los tipos atentos, la suerte se le presenta en cualquier recodo del camino —repetía. Eso esperaba encontrar en su primer empleo, un estudio jurídico que apreciara sus quilates y le brindara la oportunidad de exhibirlos.

Conocedor de la importancia que se le asigna a la imagen, prestó especial atención al diseño de su tarjeta personal. Dada su condición de recién recibido, aunque debía ser sencilla no debía exagerar esa cualidad como para hacerla pasar desapercibida con destino a terminar sin pena ni gloria en un tacho de basura. Dado que el título de “Doctor” creía que aún le quedaba grande, al mandarla imprimir extendió el “José Antonio López” con que hasta ese momento se lo conocía, al más acorde “José Antonio López Fichera- Abogado” donde si bien el Fichera materno no le agregaba alcurnia o historia a López, por lo menos no lo relegaba a ser uno más entre los tantos López del montón.

Así, armado con su flamante título de abogado, joven y simpático, más su porte de individuo seguro, sin caer en lo arrogante, armó un paquete con él que se presentó ante “Hunters, Fishermen & Associated”, un estudio especializado en descubrir y capturar jóvenes talentos. Y la suerte actuó. Inmediatamente lo incorporaron a su plantel como junior.

Cinco años más tarde, el ya Doctor José Antonio López Fichera había dejado de ser una joven promesa del derecho para transformarse en tangible realidad. Su veloz carrera, jalonada de éxitos, le permitió acumular una valiosa experiencia, que junto a la red de contactos logrados durante esos primeros años, le sirvieron de base al momento de independizarse de “Cazadores, Pescadores y asociados”, como con humor castellanizó a su primer empleo.

En el marzo siguiente se casó “bien”, con todas las connotaciones que a ese “bien” apareja, y doce meses después nació su primer hijo.

—Es la felicidad —exclamó cuando a través del cristal de la nurserie le mostraron al recién nacido.

—Por ésta, mi completa felicidad —brindó el día en que inauguró su nuevo estudio, una felicidad que también contenía el amor de la esposa, el del hijo y su ascendente prestigio social.

Ese meteoro atravesó su horizonte durante cuatro años y se esfumó. Al cumplir treinta y uno, se divorció: él, su búsqueda de la felicidad y sus saberes jurídicos por un lado y del otro el hijo con la ex esposa, al que el juez le confió la tenencia.

—¿Así funciona la felicidad? —fue la duda que desde entonces se le instaló y con la que desde entonces atormentaba en cada sesión a su analista, la duda que se le volvió a presentar uno de los tantos sábados por la noche en que la soledad lo visitó en su departamento, una pregunta que le transfirió a la botella de whisky, su única interlocutora que lo enfrentaba desde la mesa del living.

—Esquiva como la suerte —se contradijo —, pero hay que seguirla buscando.

Como abogado no sólo le iba bien, sino que disfrutaba de su trabajo y estaba orgulloso porque su salida de “Hunters, Fishermen & Associated” significó atreverse a correr un riesgo, enfrentarlo y al superarlo salir fortalecido.

En poco tiempo su estudio abandonó el unipersonal “Dr. José Antonio López Fichera – Abogado” para transformarse en “Dr. José Antonio López Fichera y Asociados - Estudio Jurídico”, una sociedad en la que él, como principal, se ocupaba exclusivamente de aquellos contratos y licitaciones cuyos valores y empresas justificaban involucrarse —que además eran sus temas preferidos —, mientras los “Asociados”, profesionales con menos experiencia, atendían el resto de los asuntos.

Sin embargo, a pesar de los éxitos sobre éxitos, José Antonio no estaba satisfecho,  aspiraba a más, a ganar un lugar en el podio de los vencedores donde el prestigio ocupara el lugar supremo, por encima del asignado al dinero: quería ver su nombre grabado con tinta indeleble en los anales del derecho, no por los millones de dólares acumulados, sino por los adversarios vencidos, entre los que debía figurar por lo menos una multinacional.

—¿Pero, aún si alcanzo tal logro, será la felicidad que busco? —conocía la respuesta: en el mejor de los casos, sería sólo la mitad, la que se ve desde afuera. La otra mitad, la que mira hacia el corazón, hacia los afectos, permanecería sufriendo como doloroso agujero.

—Pero ya la voy a encontrar —se repetía mientras recorría su circuito entre la oficina, los tribunales y el gimnasio.

Así iba transcurriendo su vida hasta que un día, mientras compraba cigarrillos frente al Palacio de Tribunales, cruzó unas palabras y caminó un par de cuadras con una figura escultural cuyos ojos le dispararon dardos que hicieron vibrar sus cuerdas más íntimas.

—¿Qué te hace feliz? —lanzó José Antonio y sobre lo que la invitó a seguir reflexionando frente a una copa, en La Biela.

—Perdoname, pero hoy no tengo tiempo para filosofar. Sin embargo creo que no nos va a faltar oportunidad para intentarlo. De todos modos te adelanto mi opinión —prologó —me hace feliz la libertad y me aburren los tipos que recurren a este tipo de preguntas para levantarse a una mujer.

Sintética y contundente, lo condenó por su torpeza sin clausurar ninguna puerta.

A los treinta y ocho años, aquella aspiración paterna de que para vivir Pepito no necesitaría ensuciarse las manos con “fierros”, porque la inteligencia le daba para más, parecía cumplida, a pesar de que José Antonio todavía no se había podido probar a fondo: no le había ganado a una multinacional y caminaba solitario por la vida.

—No hay mal que dure cien años… —recordó esa parte del refrán cuando el día de su cumpleaños recibió el llamado de uno de sus mejores clientes, “H. O. Mertá Construcciones S.A.”, una empresa que si bien no integraba el lote de las trescientas más grandes, se les animaba en las licitaciones de primer nivel.

—Nos acaban de robar una adjudicación —le informó el presidente del directorio —tenés que reventarlos.

—¿Quiénes?

—Una banda de funcionarios coimeros y la Royal Manufacturing Co.

—¿Por qué no me avisaste para que pudiera estar al momento de abrir los sobres, así lo impugnaba allí mismo?

—No te lo voy a explicar por teléfono, pero si le ganás a esos hijos de puta, te consagrás. Venite mañana temprano y lo discutimos.

Ese era el mejor regalo en su día,  la oportunidad que desde hacía años venía buscando.

—Por fin la atrapé —saltó del sillón con el vaso de whisky en la mano.

Su entusiasmo no se debía a un antiimperialismo demodé, despreciado entre los de su promoción y ausente entre las relaciones que desde entonces tejió. No era para nada ideológico, sino el simple desafío que andaba buscando, el que le permitiría doblegar a un adversario poderoso. Se sentía el David argentino y porteño, frente al Goliat de la Royal Manufacturing Co., que sin ser Rockefeller tenía suficiente poder como para aplastarlo. Era el placer de luchar y vencer.

—Dejalo por mi cuenta. Aunque esos bichos están llenos de mañas, les vamos a ganar —donde el plural incluía tanto al cliente como a su propio estudio.

Fue una pelea de largos meses, durante los cuales la Royal Manufacturing Co. no mezquinó lisonjas, dólares ni chicanas, que se estrellaron contra la capacidad de trabajo y el tesón del Doctor José Antonio López Fichera que no rindió su orgullo a los pies del poderoso.

Por eso cuando, después de remover cielo y tierra, de jugar a fondo todos sus saberes y relaciones, el Doctor José Antonio López Fichera logró un acuerdo favorable y lo refrendó ante un juez en el último minuto del viernes previo a la feria, sintió que por fin había colmado su mitad visible de felicidad.

Con el escrito en la mano se catapultó desde el juzgado y cubrió casi a la carrera las diez cuadras hasta las oficinas de “H. O. Mertá Construcciones S.A.”. El mismo envión le sirvió para trepar a las zancadas los cinco pisos y con el corazón latiéndole a mil irrumpió en el despacho del presidente del directorio a quién encontró solo y mientras agitaba el documento recién refrendado, le espetó:

—Te dije que lo iba a lograr —y depositó el original sobre el escritorio —acá lo tenés, yo cumplí como te prometí.

Después se zambulló sobre el sillón con una copa en la mano que empezó a leer satisfecho y en voz alta. En la mitad de una frase el otro lo interrumpió para relativizar la paternidad absoluta que José Antonio se adjudicaba por el éxito.

—No te olvides —escuchó la sorna —que sin mi chequera, tus contactos difícilmente hubieran funcionado tan lubricados.

—Pero sin mi trabajo —se exaltó el doctor López Fichera —, tu chequera habría hecho la inversión más inútil de su vida.

Y en buena medida tenía razón. Condujo una negociación extremadamente complicada, donde los montos en juego eran un desafío para los apetitos de lucro de H. O. Mertá Construcciones S.A. —una empresa localmente importante, pero cuyo poder e influencia ni por asomo se podían comparar con los de la multinacional —que sólo podía hacer valer sus razones si en la negociación y eventual juicio la patrocinaba un abogado como él, que para el caso había creado un amalgama especial compuesta de imaginación, esfuerzo, dedicación y habilidad argumentativa, un paquete de saberes y valores difíciles de encontrar aún para el poder de billeteras más abultadas.

El Dr. López Fichera estaba exultante porque si bien ese no había sido su primer éxito, ninguno de los anteriores se le podía comparar en trascendencia: por ese logro venía bregando desde el día en que salió de la facultad con el diploma de abogado y, si la suerte seguía de su lado, probable tampoco sería el último.

Cuando el cruce de chicanas llegó a un punto en que no tenía sentido agudizar la competencia de orgullos porque la situación amenazaba desmadrarse y aguarle la tarde, cortó por lo sano, aplicó el freno y le acercó al dueño de casa la copa vacía para que la volviera a llenar. Luego, la alzó en señal de pacífico brindis y agregó: —Terminemos este asunto en paz y sin reproches. Por nosotros, porque se repitan negocios como este que colman buena parte de mi felicidad, ¡Salud! —y sin respirar vació la suya en la garganta.

—¡Sos una esponja alcohólica —exclamó el presidente! —¿No tenés límite?

—Éxitos como el de hoy sólo colman la mitad de mi felicidad. Cuando encuentre la que me falta, paro y te cuento.

Después del divorcio tuvo varias parejas, todas efímeras, pero seguía buscando la estable.

—Hasta que encontrés la mujer que te aguante, se prudente y cuidá la platita —llegó el consejo, mientras con una mano le palmeaba la espalda y con la otra le señalaba el portafolios rebosante de dólares que completaban los cincuenta mil de sus honorarios.

—No te preocupes, que van seguros —lo tranquilizó y le mostró la cadena con que lo amarraría, que llevaba oculta bajo la manga.

El Doctor López Fichera abandonó las oficinas de “H. O. Mertá Construcciones S.A.” con una sonrisa que le cruzaba la cara de oreja a oreja. Iba tan animado que renunció al ascensor y bajó la escalera casi bailando. Encarando hacia la calle vio como cerraba la puerta desde afuera del edificio esa ondulante figura que lo volvió a mirar con esos ojos cuya indolencia recordaba.

—Dios mío —suspiró viéndola marchar en dirección opuesta a la suya —qué mujer, es la misma del otro día.

En otra circunstancia hubiera intentado alcanzarla, pero con la carga de su portafolios a cuestas tuvo un momento de lucidez y lo descartó.

Desde que “H. O. Mertá Construcciones S.A.” pasó a ser su cliente, acostumbraba recorrer a pie las quince cuadras que separaba las oficinas de la empresa de su propio domicilio. Sentía placer al caminar bajo esa galería arbolada que se extiende por varias calles del Barrio Norte porteño, que así como desde setiembre entrelaza por encima su verdor, a partir de los primeros días de otoño deja transparentar su ramazón para que pasen los tibios rayos del sol. Esos paseos eran como un bálsamo que disolvía la carga de tensiones y sinsabores cotidianos. Sin embargo, dado que la de ese viernes había sido una jornada de locos, desechó ese hábito y buscó un taxi para transportar rápido y segura la fatiga junto a su paga. Con el fin de año en la puerta, la pretensión de conseguir uno libre por Buenos Aires tenía visos de disparate. Sin embargo, José Antonio venía de ganar y confió que la suerte lo seguiría acompañando. En consecuencia aceptó el desafío, jugó todas sus fichas a la esquina de Avenida Alvear y Ayacucho y acertó.

—Tiene cara de cansado —le diagnosticó el licenciado en taximetrera sicología desde el espejo retrovisor. Es sabido que en ese gremio abundan quienes se creen terapeutas simplemente por pasar doce horas prendidos al volante, escuchando las catarsis de sus pasajeros, por lo que consideran al auto como un consultorio ambulante que le brinda al pasajero un servicio adicional y además, gratuito.

—Es que hoy tuve un día de corridas —aclaró el supuesto paciente. —Todos los años para esta época pasa lo mismo.

—Tanto laburo debe rendirle buena plata.

—No me puedo quejar —respondió y, en tren de invertir los roles, le despachó su propia pregunta —¿usted cree que el dinero hace la felicidad?

Lo efímero del viaje dejó la sesión inconclusa.

Apenas entró a su departamento, José Antonio liberó de la cadena al portafolios y empezó a sembrar de pistas su ruta hacia la habitación donde trabajaba cuando no iba a la oficina. En lugar de las miguitas de Hansel y Gretel, lo suyo fueron los zapatos de cabritilla, el abrigo, el saco y el pantalón, la camisa, las medias y los calzoncillos. Ya completamente desnudo metió la cartera con los dólares en un cajón del escritorio y en camino hacia el baño recogió una botella de Johnny Walker a medio consumir, antes de rendir su cuerpo a la tibia inmersión. Mientras la espuma le trepaba por el cuerpo, apuró otro par de medidas del whisky.

—¡Parece agua —se quejó —, estos hijos de puta cada día lo cobran más caro y lo hacen peor —reclamó con indignación de experto!

Pasadas las ocho de la noche salió enfundado en una bata de seda y dejó que el agua arrastrara las tensiones por el sumidero de la bañadera. Al compás envolvente de “Las cuatro estaciones” desparramó su humanidad sobre el sillón del living y evaporó el resto de la botella, mientras Vivaldi y su música celebraban el transcurrir del almanaque. En ese clima y sin pedirle permiso, en su mente se abrió paso la misma duda que lo acosaba cada fin de semana: cómo y con quién disfrutar el descanso. Odiaba la soledad, pero tanto o más lo fastidiaba el tumulto.

Sedado y sin pleitos a la vista, ni juzgados que requirieran su urgente atención, la música y el whisky soltaron los frenos de sus pura sangre y los lanzaron al divague sobre los misterios de la existencia.

De pie frente al espejo y con una copa en la mano, se regodeó contemplando la figura que tenía delante. Allí vio reflejado a un tipo que rondaba los cuarenta, cuyo pelo entrecano coronaba su metro ochenta de músculos trabajados y bronceados en playas y countries, que al pasar entre mujeres dejaba un reguero de suspiros. Si en ese momento le hubieran preguntado sobre los placeres que la vida le hubiera negado, tendría que poner en juego la memoria muy remota o simplemente inventar: propietario de un piso en Barrio Norte, su yate lo esperaba siempre listo en el Regatas y el impecable Mercedes Benz le garantizaba una envidiable libertad de movimientos, que sumados a generosas cuentas corrientes en las principales compañías aéreas, ampliaban sus fronteras hacia el infinito. Y por si aún hiciera falta, tenía chequeras como garantía contra privaciones, capaces de responder ante cualquier emergencia en monedas de la más variada denominación. Con tales ingredientes adecuadamente batidos, cualquier mortal era capaz de obtener el mejor cóctel de la buena vida.

Divorciado apetecible nunca le faltaron mujeres, muñecas cinceladas, con o sin cirugías.

Hacia afuera configuraba el estereotipo del ganador, pero su interior seguía oprimido por la misma duda: —¿dónde encontrar la verdadera felicidad?

Y esa maldita volvió a asomársele desde bambalinas al destapar la siguiente botella.

—¿Dinero y felicidad, son necesariamente complementarios? —volvió a cuestionarse. De antemano conocía lo difícil de una respuesta que tomara su propia vida como referencia. En cambio para su entorno, el simple planteo era un sinsentido.

Preso de ese dilema cenó con parsimonia y lo siguió rumiando mientras se preparaba para salir. Y así continuó hasta que lo sorprendió el saludo del mozo. Sin proponérselo, sus pies lo habían depositado en la puerta misma de su confitería favorita, aquella donde sus habituales contertulios eran personas completamente ajena a las miserias de su profesión y en cuya compañía su ánimo se tranquilizaba.

—¿Lo de siempre, doctor? —escuchó en el casi despoblado salón.

—Sí, pero hoy dejeme la botella y con suficiente hielo —le aclaró — que yo me arreglo.

—En cuanto lo vi entrar, de sport y sin compañía, usted no parecía usted —se franqueó el camarero al regresar con el pedido —, me costó reconocerlo.

—Es que por unos días le di vacaciones al uniforme de abogado —respondió con una sonrisa, mientras empuñaba la copa y se terminaba de acomodar en su rincón favorito. Cuando la botella bajó hasta la mitad, recuperó la estampa del éxito y despidió los restos de melancolía.

Entonces la volvió a ver.

Era la misma que unas semanas atrás había rechazado su convite de tomar una copa en La Biela y con la que apenas hacía unas horas, esa misma tarde, se había vuelto a cruzar a la salida de H. O. Mertá Construcciones S.A. Estaba sola, sentada junto a una ventana unas mesas más allá. Parecía abstraída en vaya uno a saber qué pensamientos. Su cabello, prolijamente despeinado, se le derramaba por los hombros, enmarcandole el rostro y ese par de ojos de mirada lánguida y profunda que junto al dibujo de una boca sellada por el escepticismo, formaban un conjunto imposible de pasar inadvertido. Debajo de la gargantilla y asomado detrás del desprendido primer botón de la camisa, se insinuaba un desesperado clamor de cariño.

Y en esa fría noche de solitarios, él no se lo iba a negar.

Entonces, despegó la copa un ápice del mantel y ofreció hacia aquel rostro su mejor sonrisa, cuya respuesta fue otra igual, junto a un leve parpadeo e inclinación de cabeza que lo invitaban a estrechar distancias.

Entonces se puso de pie, empuñó la botella y antes de cambiar de mesa, pidió más hielo y otra copa.

—Sólo tomo agua mineral —escuchó no bien ocupó su nuevo lugar.

Desde aquella primera vez en que a la salida del kiosco cruzaron escasas palabras, José Antonio supo que enfrentaba a una mujer nada vulgar… ni fácil. De no ser así, seguro que no lo hubiera impactado tanto.

Evidentemente, ese era su día: venía de ganarle a una multinacional y la mujer que tenía delante podía representar su desafío pendiente.

—Para mí esta es una noche especial, así que te pido no me despaches como aquella vez —empezó a tutearla —, porque arrastro la misma duda: ¿para vos, qué es la felicidad?

Avergonzado de haber utilizado la misma fórmula que le resultaba eficaz cuando atacaba las simuladas defensas de damas refinadas y afectas al divague, que sólo buscaban nuevas aventuras, intentó corregir su torpeza durante la charla en la que sus rostros se fueron acercando hasta dejar sólo un resquicio por donde deslizar el perfumado pétalo de una rosa.

—La soledad es triste —se quejó ella.

—… y se acrecienta cuando uno no puede aturdirse con las urgencias del trabajo —completó sinceramente José Antonio.

Así, entre consuelos y susurros, el Johnny Walker tocó fondo, buen pretexto para que José Antonio la invitara a continuar debatiendo sus dudas en el departamento. Un engaño compartido que les permitiría alejarse de miradas invasoras y disfrutar el resto de la noche en completa libertad. Encima de la mesa quedaron como mudos testigos de sus confidencias, un vaso de agua a medio consumir y la botella de whisky vacía.

—Avancemos despacio —rogó ella, mientras reclinaba su cabeza sobre el respaldo del sillón —, recién es medianoche.

Cuando la botella que José Antonio dejó en espera al salir comenzó a rodar su hueca pena por la alfombra y fue reemplazada por otra en acelerado desgaste, en solitaria compañía de una cautelosa agua mineral, su lengua y sus rodillas se empezaron a rebelar y el debate sobre la felicidad se desplazó desde los susurros al oído, hacia los gestos del deseo, hasta que ambos cuerpos cayeron enredados en un amasijo de abrazos y sábanas.

A la hora en que José Antonio pudo despegar los párpados, hacía rato que los rayos del sol celebraban en caída vertical el inicio de la feria. Al tratar de incorporarse, algo se lo impidió, como si un invisible bloque de granito lo aplastara contra la cama, mientras una lucha despiadada bloqueaba el paso de las órdenes desde su desconcertado cerebro hacia sus entumecidos miembros. A duras penas reptó hasta que sus pies tocaron el piso y cuando por fin logró incorporarse, resultaron vanos sus esfuerzos por detener el giro de la habitación.

Avanzó apoyándose en la pared y al cruzar frente a un espejo descubrió que lo miraba un tipo desgreñado, ojeroso, vestido con ropa desaliñada y arrugada, la misma que él usara la noche anterior, en fin, un individuo en estado lamentable. Entonces aguzó el oído para captar los sonidos de la casa. Sin embargo, fuera de su agitada respiración no percibió nada, ni un murmullo, ni el eco de un alma al deslizarse. Sólo silencio.

—¿Habrá sido una noche de vulgar y onanista borrachera? —se le cruzó como una chispa por el cerebro.

Casi resignado, intentó llegar a la ducha para recobrar la perdida estabilidad vertical y devolver cierto orden al interior de su cabeza.

La rodante acumulación de botellas le dio la pauta que entre la noche del viernes y el comienzo del fin de semana, su esponja se había sobresaturado.

—¿Habrá sido que al fin encontré la tan buscada felicidad —recordó la recomendación del presidente de H. O. Mertá Construcciones S.A., de relacionarse con una mujer que lo aguantara? —Ojalá así sea.

De a poco sus ideas empezaron a ordenarse con cierta lógica, cuando en camino al baño, pasó frente a la habitación que usaba como oficina y allí vio adherida a la puerta una hoja de papel. No necesitó leer el texto manuscrito para adivinar su contenido. Era casi una máxima, como esas que los docentes atribuyen al General San Martín y se esfuerzan por encajar en el cerebro de sus alumnos. Incluso hasta podía considerarse el consejo de una solícita amistad que acudía en su ayuda para rescatarlo de su atormentador dilema existencial.

¿Qué es la felicidad —preguntaba la letra desconocida? —Mi querido José Antonio, Pepito como seguramente te llamaban de chico. Hasta ayer a mí me carcomía tu misma duda, pero anoche la suerte te puso en mi camino, fuiste el ángel que me permitió resolverla. De chica, en la iglesia me enseñaron que había dos ángeles: uno rubio, el bueno y uno negro, el malo; ahora descubrí que hay un tercero, el mejor, y es de color verde.

Fue el shock que despabiló por completo al Doctor José Antonio López Fichera y se le reveló la sabiduría encerrada en el antiguo proverbio popular que repetía su padre, cuando miró hacia el escritorio y lo vio con todos sus cajones abiertos y vacíos.

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