jueves, 16 de agosto de 2012

DESENCUENTRO

Mauricio Epsztejn
Desencuentro
Apenas Ramírez consiguió el último de los papeles que le permitirían jubilarse, decidió festejarlo el día de su cumpleaños, coincidente con el último de trabajo en la fábrica. Un acontecimiento de tal importancia ameritaba un asado bien regado no sólo porque se iba a sacar de encima el yugo cotidiano, sino que además le permitiría reconciliarse con el resto de los Mosqueteros —mote por el que años atrás los conocían en el club —con quienes, por culpa de esa misma empresa, tenía las relaciones deterioradas.

—… y el espectáculo de cierre será a toda luz y color —susurró, mientras una sonrisa le iluminaba la cara.

Su plan era simple y seguro.

—Y aún si falla —reflexionó —, a mi edad y con mis motivaciones, ¿qué me pueden hacer?
La cosa estaba decidida: debía comenzar pasada la medianoche, después del asado, una especialidad sobre la que llevaba atesorados suficientes diplomas.

Ramírez tenía una teoría para que el asado resultara sabroso: además de buena carne y achuras, el secreto era garantizar una suficiente reserva de brasas para poder regular el calor durante toda la cocción. Su cábala infalible era iniciar el fuego con un solo fósforo y sólo uno. De ese modo, lo que echara sobre la parrilla se transformaría en manjar. Primero armó un buen bollo flojo de papel al que cubrió con astillas y leña fina y encima le cruzó los troncos más gruesos, cuidando dejar suficientes troneras para la circulación del aire. Entonces encendió el papel y todo empezó a marchar según lo previsto, mientras él gozaba viendo el libre trepar de las llamas. Antes de echarse al bolsillo la caja con los fósforos restantes, los contó.

—Quedan cinco, son pocos —meneó la cabeza —pero para hoy alcanzan. Mañana será otro día.

Una preocupación menor en esa noche que presentía plenamente suya, como se lo confirmaban los millones de guiños que desde el cielo le enviaba el mar de estrellas sin luna.

Ramírez era oriundo de Junín, donde siempre vivió sin que nadie le pudiera reprochar una maldad. Apenas salido de la escuela secundaria ingresó a trabajar como cadete en las oficinas del molino y treinta y dos años más tarde, cuando la empresa quebró, seguía archivando y haciendo mandados como el primer día. Otros, que llegaron más tarde, hicieron carrera, se transformaron en jefes, cambiaron de empleo o montaron sus propios negocios. En cambio él siguió firme allí. Si debido a los normales movimientos de personal se producía alguna vacante que posibilitaba un ascenso, a él olímpicamente lo ignoraban. Sin embargo nunca se quejó. Habilidoso para los trabajos manuales, si un compañero o vecino necesitaba que le dieran una mano para cambiar una canilla en su casa, reparar la luz o echar la loza sobre una ampliación, allí estaba Ramírez como primer voluntario.

Fanático del General, cumplía a rajatabla su mandato de “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, sólo con una pequeña transgresión: al regreso de la oficina hacía una parada en el club que lo vio crecer, para saludar a los amigos, jugar una partida de truco o billar y tomarse un aperitivo en esa compañía, rutina que no abandonó siquiera cuando la crisis lo dejó desocupado.

De trato afable y moral intachable por donde se lo mirara, respetaba y era respetado sin generar odios ni rencores. Ese era el marco en que se encuadraban sus andanzas y ambiciones hasta hacía tres años cuando, sin advertirlo, sus entrañas se empezaron a llenar con bronca y bilis.

—…y hoy las derramo todas, hasta la última gota —sonrió —y la noche de Junín va a relumbrar como nunca antes se vio —concluyó frente a la danza de llamas que su gesto avivó. Entonces recordó hasta en los menores detalles aquella tarde, casi perdida en el fondo de su angustia, en la que el ingeniero le estrechó la mano y le anunció: “Ramírez, el puesto es suyo. Su perfil encaja exactamente con el que la empresa busca”.

Le bastó menos de un mes para descubrir la verdad escondida tras aquella frase. A partir de ese momento su inconsciente registró minuto a minuto y día a día, la acumulación de aquel sentimiento que terminó desbordando hacia la conciencia para exigir venganza.

Entonces se armó de paciencia y esperó la oportunidad.

—Hoy fue el último día de mi calvario —afirmó convencido de haber elegido la fecha adecuada, la del reencuentro y cumpleaños, intuición confirmada por las llamas cuyo brillo reflejaban sus ojos.

De pie frente al fuego que quebraba la oscuridad, imaginaba otra hoguera, soñada más de una vez, donde la leña fuera la del escritorio al que estuvo amarrado, que se avivara con las carcajadas del ingeniero que cual vómitos sulfurosos Ramírez conservaba en sus entrañas y seguir alimentándola hasta que no quedara ni el recuerdo de la montaña de formularios, planos y diagramas que fueron sus cadenas.

—… y esto se termina —refirmó después de ver como si fuera el Aleph de su vida lo que le pasaba delante.

Cuando al fin se le esfumó esa visión, siguió quemando leña como si con cada tronco incinerara una afrenta.

—Idiota —fue el primer insulto que el ingeniero le obsequió treinta y seis meses atrás, a lo que le siguió una interminable catarata.

—A ver Ramírez —lo recibió una mañana —demuéstrele a estos señores que no es tan inútil como parece, que al menos me sabe limpiar las botas —y los dientes de Ramírez se tiñeron con la sangre de sus propios labios.

Así fue el trato cotidiano que transformó la figura de Ramírez, antaño enhiesta como un alerce, en mancillada mata.

—Ya que es tan buen administrativo —restalló otra tarde —limpie la mugre del inodoro. ¿Me imagino que sabe lo que es un inodoro, no es cierto?

Ese proceso llagó sus entrañas, que el odio profundizó. Un odio contra sí mismo. ¿Cómo permitió que ese energúmeno trepador de doble apellido, maltrecho y lleno de ínfulas, lo degradara, lo humillara, al punto que cuando se miraba al espejo veía reflejado a un ser sumiso, cobarde y perdedor nato?

Sólo cuando la bilis lo desbordó y vio que había quedado solo, aislado, transformado en un desecho digno de lástima o incluso algo peor, de desprecio. Entonces se abrazó a la venganza, la arrulló y la mimó como única compañera para su soledad.

Ahora, de pie frente al fogón, Ramírez esperaba a sus amigos y mientras serenaba su espíritu al ritmo del chisporroteante y frenético meneo multicolor que transformaba en brasas la obstinada incandescencia de los leños, rescató del olvido su casi enmohecido ritual y distribuyó sobre la parrilla el conjunto de tentaciones. Luego descorchó el primer “Lacrado Tinto” de la noche.

Tanguero empedernido, metió en la fiel casetera una versión de “La última curda” y mientras el bandoneón de Troilo suavizaba la áspera garganta del Polaco Goyeneche, alzó la copa hasta los ojos para observar a través su oscura transparencia el desfile hacia el ocaso de la cadena completa de humillaciones y fracasos que lo venían estrangulando. La primera de la fila fue aquella en la que se esfumó su efímera ilusión, la que duró desde la simpática palmada en el hombro con que el ingeniero lo distinguió como “mi brazo derecho”, hasta el trato degradante propio del de un capanga negrero a sus esclavos.

En resumen, un tema para otro tango.

—Pero esa situación se termina, se acaba —fue la ígnea sonrisa que iluminó sus facciones y le disparó chispas por los ojos —y por si hiciera falta, este “Lacrado Tinto” será mi aliado.

Durante las visitas para invitar a los Mosqueteros desnudó frente a cada uno su corazón. “Vengan —casi les rogó —será mi fiesta, mi posibilidad de hacer borrón y cuenta nueva con ustedes”.

La última escala la hizo en lo de Joaquín, el ferretero, que al despedirlo preguntó sorprendido:

—¿Para qué llevás tanto kerosén? —y recibió como respuesta una enigmática sonrisa.

Le prometieron puntualidad y cumplieron. Llegaron en la camioneta de Carmelo. A Joaquín lo levantó directamente en el negocio, pero a Manuel lo tuvieron que esperar hasta que se sacó de encima al último cliente.

—¿Pasaron por el chalet del ingeniero? —los atajó Ramírez apenas cruzaron el umbral.

—Es impresionante —contestaron a coro.

Para Ramírez no era una novedad, porque conocía afondo ese mundo discepoliano, donde el origen de cada peso invertido en la construcción, estaba vinculado a los engaños a troche y moche con que el ingeniero embolsó dinero a cuatro manos, mientras él, Ramírez, de la mañana a la noche apergaminaba su piel y su alma haciendo lo único que sabía: trabajar. En tanto el otro, blindado e impune, aprovechaba cada oportunidad para burlársele en la cara: “Ramírez, usted es un fracasado” machacaba.

Y los hechos parecían darle la razón: mientras la casa de Ramírez  ni siquiera guardaba el recuerdo de una mano de pintura, con aberturas que se abrían y cerraban vaya a saber uno gracias a qué milagro y un patio que alguna vez fue jardín, transformado en yuyal, el ingeniero iba a inaugurar su chalet a todo lujo, amoblado para vivir con su familia, suegra incluida.

La realidad como evidencia.

Incluso durante los últimos días, la ansiedad agudizó la normal grosería del ingeniero. Esa misma mañana recorrió veinte veces y sin saber por qué ni para qué, el camino entre la oficina y el chalet y en cada vuelta Ramírez recibía una cuota de insultos y amenazas, entre las cuales “estúpido” sonaba como la más suave.

—¿A ustedes les parece justo cómo me trata ese hijo de mil putas? —se quejó ante los amigos.

—Y viejo, si vos se lo aguantás, jodete —replicó la implacable lógica del fletero.

—Es cierto, por eso terminé el día con el mate lleno de mierda. Pero esta noche… —y palpándose el bolsillo introdujo una cuota de suspenso —esta noche le voy a dedicar un tango de bienvenida a toda esa gente bien, de categoría, más repugnante que cucharón de mocos.

Ubicados alrededor de la mesa, arrancó la ronda de chorizos que fisuró el muro de prevenciones y abrió el camino a los sinceramientos. Además, por si la abundancia que derramaba la parrilla no alcanzaba para cauterizar los resentimientos, las generosas cajas de “Lacrado Tinto” acudirían en su ayuda. Buscando revalidar su imagen de asador, el esmero de Ramírez llegó al extremo. Sin apuro, hizo pasar de la parrilla a los platos una seguidilla de cortes y reservó el vacío para su lucimiento final: sellado bajo fuego intenso, desparramó las brasas y lo terminó de asar lentamente hasta dejarlo hecho una manteca.

Las ensaladas quedaron sobre una mesa auxiliar para que quien quisiera, se la preparara y sazonara a gusto.

—Che, esta botella está empezada —señaló Carmelo la que encontró abierta.

—Tenés razón —lo atajó Ramírez con picardía —es que por las dudas le hice control de calidad.

—Lo mismo que aquella noche, te acordás —se rieron evocando el atracón de tres años atrás —, qué alegría teníamos, carajo y con la caja y media de “Lacrado Tinto” que nos bajamos, no dejamos ni un piolín de chorizo para recuerdo.

—¡Qué ilusiones hermano! —arrimó el fletero y clavó la vista en Ramírez —. Vos creías que te salvabas para todo el viaje.

—¡Y qué te parece! —le contestó mientras distribuía chinchulines por los platos —. Con sesenta y pico sobre la espalda y casi cinco viviendo a los saltos, no era para menos. Entre el cierre del molino y la aparición de esta empresa, me la pasé rodando de aquí para allá, haciendo planes que se llevaba el viento. Y de pronto, cuando ya no sabía a qué timbre o puerta llamar, llegaron de Buenos Aires estos tipos con toda la pompa y hasta me pusieron título. Yo, un Don Nadie, de golpe me transformé en encargado administrativo. ¿No era para festejar, acaso?

Entonces les recordó cómo entre los cuatro celebraron y se embalaron fabricando proyectos y quimeras… y, sobre todo, se los creyeron. Uno soñó cambiar su destartalada camioneta por un par de Scanias; el otro diseñó el nuevo local en el que iba a acumular un stock de insumos y herramientas capaz de competir con Easy; el tercero calculó al centavo los precios que iba a cobrar por la comida para los obreros de la fábrica.

—¿Se acuerdan del brindis? “¡Se acabó la malaria!”, dijimos. Éramos Gardel, Lepera y todos los tangueros juntos.

Entre copas y bocados la evocación de aquella ilusión le ayudó a Ramírez a entreabrir la válvula por la que descargó la bronca de no haber descifrado a tiempo el secreto escondido tras las palabras del ingeniero Bigwale: “su perfil encaja justo con el que necesitamos —le había dicho —y si responde a las expectativas, será mi mano derecha. En particular me interesan sus relaciones con los proveedores locales”.

En ese “necesitamos” estaba la clave. A Ramírez lo respetaba todo Junín porque era un poco chapado a la antigua: su palabra valía más que cualquier documento. Fue el filón que explotó el ingeniero para sacar mercaderías por todos lados con la promesa de que “Ramírez les va a pagar”.

—¡Quién te habrá mandado abrir la boca! —le reprochó el ferretero.

—¡Fui un iluso! —se lamentó Ramírez por haber descubierto el engaño demasiado tarde.

—Tarde… —le confirmó el coro.

—Si, tarde —aceptó, mientras los cuatro miraban hacia el fogón donde parecían querer incinerar los restos de sus destrozadas ilusiones.

—¡Qué buzón te vendieron, hermano! —sonó la acusación.

Nos vendieron, querrán decir —replicó Ramírez compungido —y ustedes lo compraron sin titubear, de angurrientos nomás.

—¿Y qué querés? —se defendieron. —Esos tipos aterrizaron a lo grande y con relaciones en el gobierno. Si funcionaba, todos salíamos a flote. ¿Cómo resistir la tentación?

—Demoraron demasiado en darse cuenta —se lamentó Ramírez —. Ahora yo no puedo ni pisar la calle sin que alguien me grite: “Ramírez, cuando me vas a pagar”. Como si las deudas fueran mías.

A esa altura de la noche, las considerables bajas en la tropa de “Lacrado Tinto” se podían mensurar por el escuadrón de botellas vacías desparramadas por el piso, a pesar de lo cual aún quedaban suficientes reservas listas para entrar en combate en cuanto lo requirieran el costillar y el vacío que aguardaban su turno sobre la parrilla.

—A nosotros nos fundió —se lamentaron.

—Ustedes no tienen la más remota idea de lo que significó para mí —se defendió Ramírez y desgranó sobre la mesa una a una, hora por hora, día por día, humillación tras humillación, su sufrimiento.

—Y yo, Ramírez —concluyó golpeándose el pecho frente al silencioso estupor de los demás —, un laburante que nunca agachó la cabeza, me convertí en una piltrafa, en tanto las coimas y afanos le sirvieron al Señor Ingeniero Carlos José María Hueyo Bigwale para lucir su estampa de ganador y construirse ese palacete rodeado por media manzana de parque, que mañana piensa inaugurar. Piensa —subrayó enigmático.

—De camino vimos regar el parque —informó Joaquín, cosa que Ramírez conocía de sobra. Entonces les contó que esa rutina cotidiana empezaba apenas se ocultaba el sol. Quería que el día de la inauguración el césped luciera impecable para mostrárselo a la lista de invitados, que incluía a lo más granado del Club Social. El ingeniero esperaba que la trilogía de chalet, parque y fiesta, fueran la llave que le permitiera acceder de pleno derecho al círculo local de notables.

—¡Basta de lamentos! —rugió y descargó un puñetazo sobre la mesa —. No vinimos a llorar. Es mi noche y la vamos a disfrutar como se merece, porque hoy este perdedor —se golpeó el pecho — da vuelta la taba.

Derrotada la tira de asado, arremetieron a puro cuchillo y tenedor contra el vacío, hasta que sobre los platos y la parrilla sólo quedaron los huesos para el perro.

A la una de la madrugada Ramírez se puso de pie.

—Me van a tener que perdonar —dijo —porque voy a salir por un rato. Me reclama un compromiso impostergable e indelegable. Preparen el café y corten la torta, que en quince minutos vuelvo.

—¿Dónde vas a esta hora?

—A saldar una deuda de honor y aportarle un poco de calor al festejo del ingeniero —los tranquilizó.

El Chevrolet 400 nunca lo había dejado de a pie y tampoco le iba a fallar esta vez. Apenas puso el motor en marcha, la radio le devolvió un concierto tanguero. Alumbrado por las estrellas detuvo el auto cerca del chalet del ingeniero Bigwale, el que iban a inaugurar al día siguiente y se bajó. Dejó el motor regulando y la ventanilla abierta para escuchar la voz de la Tana Rinaldi que seguía fluyendo libremente hacia la oscuridad. A tientas avanzó entre los charcos y, como siguiendo un ritual, derramó delante de las flamantes aberturas de madera cuatro bidones de kerosén, los cuarenta litros reservados para la ocasión. Usaría sólo un fósforo, como mandaba su cábala, pero por las dudas, en la caja llevaba cuatro más. Avanzó eufórico, con el alma liberada, porque esa noche sería la más feliz de sus últimos años y, ya sin asignaturas pendientes, su vida volvería a ser la que había sido.

A las zancadas entre el césped recién regado, imaginó el brindis con quienes habían quedado esperando: “¡Por el reencuentro, por la renovada amistad, por haber salido de perdedor!”, diría, a lo que el cuádruple granate del “Lacrado Tinto” chocaría sus copas en dirección a las llamas.

Embarrado hasta las rodillas, rodeó la casa para asegurarse que estuviese vacía: su venganza no debía causar víctimas. Confirmado lo cual retrocedió chapoteando su alegría en la negrura y, a menos de diez pasos del derramado combustible se detuvo, metió la mano en el bolsillo y sacó la caja de fósforos.

Era tanta su ansiedad que dio un salto hacia delante y recién se acordó de la serpenteante manguera abandonada entre los pastos cuando la traidora se enredó entre sus piernas y lo hizo derrapar de cara contra el barro, en tanto los fósforos, esos cinco fósforos de mierda, volaban y desaparecían en la oscuridad.

Cuando, mojado y sucio de pies a cabeza, apoyó su exhausta humanidad contra el auto, no pudo contener el vomitó que vació su estómago hasta del recuerdo de las achuras. Entonces escuchó a través de la ventanilla abierta los acordes finales del concierto con que la Tana homenajeaba la memoria de Cátulo Castillo.

Y antes que la ovación tapara el cierre de la Rinaldi, alcanzó a oír:

Qué desencuentro,

                                                         si hasta Dios está lejano…

—era el poeta que le hablaba. Cuando amainaron los aplausos pudo escuchar los últimos versos que parecían escritos pensando en él:

                                                         Por eso en tu total fracaso de vivir

                                                         ni el tiro del final te va a salir.

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