Por: Mario Méndez —
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Jorge Tasín |
Conocí a Jorge Tasín hace más de diez años. Jorge
co-dirigía, con Valmir, un brasileño aquerenciado en la Argentina, el Centro
Conviven, especie de centro cultural, comedor, lugar de contención y de propuestas,
a una cuadra de la Oculta, la Villa 15. La primera vez que lo vi no adiviné que
fuera el co-director del lugar. Estaba pelando papas en la cocina, bromeando
con las cocineras, jugando. Parecía uno más de los colaboradores que venían de
la villa a trabajar en Conviven. Lo era, era uno más, era profundamente uno
más. Pero además co-dirigía el espacio.
Jorge es Teólogo, uno de los fundadores del Programa
Andrés, ensayista, pintor, poeta. Nos hicimos amigos no sólo porque
trabajábamos juntos, claro. Teníamos y seguimos teniendo muchas coincidencias:
entre otras que nos gusta juntarnos a charlar, a pelearnos por diferencias
políticas, a reírnos. Que nos gusta escribir y que somos, orgullosamente,
fanáticos de River.
Para la época en que lo conocí Jorge ya había publicado un
par de libros en los que retomaba uno de los problemas centrales a los que ha
dedicado su vida, su lucha: el problema de la adicción a las drogas,
fundamentalmente entre los jóvenes pobres de nuestro país. Luego, en estos
años, publicó La oculta. Vivir y morir en una villa miseria argentina y El Paco. La historia como fracaso.
Hace ya unos años dejó Conviven para fundar un jardín maternal dentro de la 15,
el hermoso jardín Sueñitos. Sigue, además, pensando en proyectos que enfrenten el
tema de la adicción, de la lucha, con
los locos, junto a ellos, para salir de la droga, para construirse una vida
mejor. Y como si todo lo anterior fuera poco, Jorge Tasín publicó un bello
libro de cuentos, El auto
rojo, en una editorial neuquina, independiente: Ediciones con doble zeta.
Sobre estos dieciocho cuentos es que quiero hablar, sobre estos cuentos, y
otras cosas que irán saliendo, es que le propuse la entrevista.
Los cuentos de El
auto rojo encaran temáticas
muy diferentes, aunque en muchos de ellos campea cierto gusto por la nostalgia.
Hay un cuento que podría decirse policial, con el que abre el volumen, “Los
restos del conejo”, y otro más, “Códigos”, que sin duda debe inscribirse en el
policial y que, por su economía, recuerda un poco a aquel corto cuento policial
de Cortázar titulado “Los amigos”. Hay un cuento, “El portero de Dios” en el
que Jorge saca a relucir todo su saber de teólogo, a partir de las dudas de un
ángel que despierta, sin querer, a un ejecutivo que duerme en su alta suite.
Hay un cuento en clave de códigos de delincuencia y de bajo fondo, “El oleaje”;
hay un claro homenaje a Borges y su “Hombre de la esquina rosada”, el cuento
“Allá en la resbalosa”; hay comicidad y locura en “Las ollas del capitán” y
amor en muchos de los cuentos. Y dolor, también, claro está.
MM: Vamos a
empezar, propongo, por la génesis de este libro. Primero que nada, ¿desde
cuando venís escribiendo estos cuentos?
JT: Empecé a escribir siendo un adolescente, y empecé por la
poesía, obvio. Bueno, llamarle poesía a aquellos garabatos iniciales resulta
gracioso, aunque confieso que todavía en algún rincón de mi alma sigo creyendo
en la precariedad elemental de todo lo que escribo. Y no es una postura, es
así. Qué se yo, toda literatura es precaria y elemental. Después, y debido a mi
tránsito por la academia y a la exigencia de tener que presentar en casi todas
las materias de la carrera un trabajo monográfico, no tuve más que escribir y
escribir, así que investigaba horas y horas en las bibliotecas sobre cuestiones
bien ancladas en la historia, interrogantes éticos, morales, cuerpos de
creencias, mitos y desmitificaciones, es decir, nada menos que el devenir
humano y lo que mujeres y hombres pensaron, concibieron, creyeron y descreyeron
a lo largo de los siglos. De allí al cuento, el trecho es muy breve. La
sapiencia de la Mesopotamia antigua, con Gilgamesh o los relatos heroicos
fundantes, y claro, la Grecia de los mitos y los filósofos, el transcurrir de
la cultura occidental, todo, está matizado y mediado por parábolas, analogías,
narraciones. O sea, el cuento, como sea, encuentra una apoyatura en la
realidad, y es algo que uno quiere decir, sentar una síntesis cuyo ropaje es
una historia, cualquier historia. La historia en un cuento es, me parece, lo
que menos importa.
MM: ¿Y cómo fue
tu llegada a esta editorial independiente, neuquina? ¿Se consiguen los libros
en Buenos Aires?
JT: El responsable de Ediciones
con doble Zeta es un viejo
amigo con el que nos reencontramos. Mauricio Betuzzi, un tipazo, humilde y
afectuoso, un investigador académico, y yo justo andaba tratando de publicar
ficción, porque como escritor soy eso, un autor de ficciones que más allá de
haber publicado ensayos sobre problemáticas sociales en razón de mi laburo de
toda la vida, cuando me siento a escribir, escribo ficción.
MM: Para empezar
a hablar de uno de los cuentos, elijo “El auto rojo”, cuento que da título al
volumen. Hay en este cuento una interesante apuesta formal, la historia va y
viene desde la reconstrucción del auto rojo, en la primera adolescencia del
protagonista, y un triste regreso al pueblo, en su presente. En el medio, una
historia de amor, de esas “eternas que duran un día”, como canta Sabina. ¿Qué
te gusta de este cuento? ¿De dónde surge?
JT: Espero no decepcionarte, Marito, pero la respuesta más
honesta y visceral es que no tengo la menor idea. Esperaba, hace años, a una
persona en un bar con la que me iba a pelear o al menos discutir por asuntos
del jardín maternal donde laburo. Era un funcionario municipal y yo tenía que
reclamarle no me acuerdo qué, pero el tipo se retrasaba y en un gesto casi
instintivo hice lo de siempre, agarré la birome y la libreta y escribí una
escena esta vez de dos pibes fascinados con un auto rojo. No sé de dónde llegó
eso, el auto estaba casi abandonado en el fondo de una casa, y miré un poco más
en mi cabeza y escribí todo lo que veía hasta que vino el tipo de la
municipalidad y solucionamos el asunto sin pelearnos. Entonces me fui lo más
rápido que pude a otro bar, ya desesperado, pues me preguntaba por qué esos dos
pibes estaban ahí en el fondo de esa casa con ese auto y cómo y qué había sido
de la vida de ellos después de esa escena. Vos sabés, Mario, en esos casos la
única forma de saberlo es escribir y escribir. Hice eso. Luego de terminada la
estructura vertebral del texto, que es algo así como una catarsis donde escribo
lo que aparece en mi imaginación casi en formato de cine, empieza el verdadero
trabajo literario, el hermoso placer de enriquecer y corregir y otra vez
corregir y corregir y corregir hasta que ya nada se puede hacer por ese
escrito, salvo hacerlo trizas, quemarlo, o publicarlo.
MM: “Las ollas
del capitán” es un relato, casi una anécdota, de algo que pasó en el Programa
Andrés, que alguna vez me contaste. Cómico, muy cómico, pero con un regusto
amargo. Contanos algo de esa historia, de ese viaje a Villa Gesell y del
Programa Andrés, que sé que fue importantísimo en tu vida.
JT: Uf, podría escribir varios libros sobre el Programa
Andrés, sobre su historia, ahí hay cientos y cientos de anécdotas. Son
recuerdos tiernos y dramáticos de un tiempo negro de dictadura, silencio y
muerte. Fue un modo de resistir, éramos muy pibes, una manera medio hippie de
mostrar que era posible vivir de otra forma, y no sólo posible, sino mejor: era
y es mejor vivir considerando al otro de modo entero y así confrontarnos con
nuestra propia enteridad, o sea, nuestra incompletud. No hay sentido posible
que excluya al otro, a cualquier otro, a todo otro. Pero vivimos sin
advertirlo, y así estamos. En el Programa Andrés, los fundadores habíamos hecho
un compromiso casi sanguíneo con un estilo sencillo de vida, y me acuerdo que
yo, uno de los coordinadores, hacía y enseñaba a hacer unos cuadritos en
madera, miles de cuadritos, eh, que hacíamos con los pibes que estaban tratando
de dejar la falopa y los vendíamos donde sea para mantenernos, mantener el
proyecto. Los cuadritos decían frases como: Vive
sencillamente, para que otros puedan, sencillamente vivir. Después todo se
fue al carajo, y esa es otra historia, pero yo sigo pensando lo mismo, casi
treinta años después podría seguir pintando esos cuadritos con esas frases sin
avergonzarme de nada, pues sigo sosteniendo el valor entero y específico del
otro, creyendo en la hermosura de una vida sencilla. Bueno, el capitán del
cuento fue uno de los tantos personajes que habitaron aquel universo del
Programa Andrés, y hubo muchos otros, como Pepito, que le hablaba a los
árboles, Lobaine, que escuchaba dos radios al mismo tiempo, Francisco, un
gladiador que se paseaba a caballo, Trabuca, que me decía “amo Tasín”, Pechito,
que cocinaba las milanesas más incomibles que se hayan conocido, uf, muchos,
muchos, y cada uno de ellos amerita un texto.
MM: “Buenas
noches, don Firpo”, también recorre los inicios, la adolescencia del pibe de
Martínez, el que ya pintaba para poeta. De Tasincito, podríamos decir. Contanos
algo de eso, contá, también, cómo era el barrio que pintás en este cuento y en
otros de la colección, cómo te marcó.
JT: Martínez, el barrio de mi niñez, era perfecto. Potreros y
potreros, quintas, casas bajas, gente de laburo, pero gente de todos lados, de
todo el mundo: turcos, tanos, gallegos, judíos, alemanes, polacos, franceses,
qué se yo, de todos lados. Y lo loco es que para nosotros era normal. En la
escuela los apellidos sonaban todos distintos y ni lo registrábamos. Todos
jugando a todo, a las figuritas, a las bolitas, a todos los juegos de barrio
que te puedas imaginar, y por sobre todo eso, dos cosas: el fútbol y el río
Anchorena. Fútbol, fútbol y fútbol, y el río que le decíamos Anchorena porque
así se llamaba la vieja estación del bajo de Martínez que ahora es del tren de
la costa. El río era como el patio del fondo de un universo de potreros. Fuimos
muy felices, y fui muy feliz. Y la cosa política era esa inmensurable partición
entre peronistas y gorilas. Me crié en una familia bastante politizada,
radicales de origen cuya mitad se convirtió al peronismo, era un quilombo, un
bello y tierno quilombo. Mis viejos eran peronistas hasta los huesos. Y mi
abuelo, un militante radical, igual que sus hermanos y primos, todos de clase
media y origen sirio, que cuando aparece Perón se hace peronista. Jamás
olvidaré, jamás, las previas de los ravioles domingueros con los hombres
sentados a la mesa larga del patio entre cinzanos y quesos y aceitunas y los
diarios, encuentros que terminaban a las puteadas hasta que alguna de las tías
o la abuela pegaban el grito. Entonces, se hablaba de fútbol. Qué belleza esos
domingos, cuánta pasión, carajo. El barrio, con sus vecinos, sus clubes, sus
puteríos y chusmeríos, su inmensa fraternidad y sus envidias pequeñas, es lo
más significativo e identitario que hemos perdido y jamás recuperaremos. ¿Cómo
voy a escribir obviando eso? Para explicar las sociopatías del presente debemos
empezar considerando, creo, dos cuestiones: la transformación de los modos del
trabajo, y la desaparición del barrio.
MM: Hay un
magnífico cuento que es un fresco sobre la actualidad de la villa, “Al sur de
la cruz”, donde conviven la muerte, la delincuencia, el accionar de la policía,
las reacciones de la gente del barrio, los códigos de la villa. Sé que algo
parecido al velorio que abre el cuento viste en la villa, trabajando allí.
Hablanos del origen de esta historia y de tu experiencia de trabajo en la 15.
JT: La existencia de una villa miseria es, lo digo en La
Oculta, el libro que vos mencionás al inicio, una derrota humana, una de las
tantas. Es difícil e injusto trazar una síntesis acerca de la villa, ja, lean
el libro, ahí digo lo que pienso. El problema de la villa miseria no es ni la
violencia ni el Paco, es la villa misma, su existencia. Es una afrenta a todos
nosotros, y nos define como sujetos sociales. Yo me resisto a eso, no quiero
eso ni muchas otras cosas en el escenario de la vida humana, y de idealista
tengo poco, y de prohombre, nada. El título del cuento refiere a eso de la cruz
del sur, siempre me llamó la atención, la cruz en el sur, la cruz es el sur. La
cruz, más allá de la cosa religiosa, en la que no creo y podría decir que detesto,
toda esa postura religiosa, esa parafernalia contradictoria, inadmisible –lo
que no significa que no respete la fe y la creencia de quien sea— la cruz es un
símbolo de dolor y el sur un sitio simbólico de injusticia, algo así, bueno, la
villa miseria queda, como todos los barrios de extrema pobreza, quedan incluso
más al sur, quedan al sur de la propia cruz. Y el cuento tiene un asidero en un
hecho real que ocurrió, porque así mataron, así mató la policía a un pibe del
barrio, un pibe al que yo, la verdad, quería mucho.
MM: “Fantasmas de
sal” es una historia amarga. Es, tal vez, la que más me gustó de todo el libro,
la que más me conmovió. Tres ex militantes clandestinos (¿montoneros, erpios,
ambos?) se juntan a charlar, a emborracharse, a ensayar alguna tardía
autocrítica, a reivindicar prácticas y sueños. A recordar. Vos, Jorge, tenías
18 años en el 73. ¿Cómo viviste esos años, y los de plomo que vinieron luego?
¿Qué reivindicás, que criticás, qué añorás de esos años, de esas luchas?
JT: Creo que escribir es meterse con asuntos, y hay asuntos
que no se pueden soslayar, los llevamos puestos. Y escribir es opinar. Leyendo,
revisando la literatura, nos encontramos con los asuntos de la vida, no puede
ser de otra manera. Nos encontramos con el amor, la muerte, la soledad, las
utopías, el deseo, la ética, es decir, las cosas de la vida, nuestra vida. Y
siendo argentino y poniéndose uno a escribir, creo que hay asuntos que nos
exigen una definición como sujetos, se trata de asuntos que nos trascienden,
nos atraviesan, nos interrogan. Escribamos lo que escribamos, aparecen, y sea
desde el tema o el género que sea, nos demos cuenta o no, al escribir nos
definimos, respondemos a esos asuntos. Para mí, el asunto crucial, el sujeto
principal de la literatura argentina moderna es el peronismo, no el único,
claro, sino el principal. Y desde ese sujeto literario se disparan múltiples
asuntos que cuando los escribís te das cuenta que estás escribiendo de otras
cosas, de cuestiones que desbordan su dimensión específica e incluso el parecer
que podamos tener políticamente al respecto. Dentro del cosmos peronista está
la violencia, ojo, no sólo la violencia, está la esperanza, la mezquindad, la
fraternidad, la lucha, lo heroico, qué se yo, pero la violencia y el peronismo es
una cosa que tuvo que ver con mi identidad pues mi viejo de un día para el otro
se quedó sin laburo por ser peronista y la pasamos mal mucho tiempo. Pegando un
salto histórico de la Libertadora hacia el Proceso, las dictaduras fueron
dolorosas, y a mí me duele y me dolerá todo lo que destruyeron, todo el dolor
que causaron, y lo irreparable que aun resultan en lo que somos como sociedad.
Digo todo esto, una síntesis furiosa que merecería más desarrollo, y a su vez
aclaro que soy muy crítico de la corporación política, de los gobiernos que
hemos tenido, que tenemos. El cuento es un homenaje modesto a todos los que
sufrieron por razones políticas, a quienes pensaron y piensan la política como
un instrumento de transformación social. Por cuestiones políticas me puteo con
medio mundo, vos lo sabés, Marito, y también sabés de mi respeto y admiración
por todos quienes militan políticamente de modo honesto y genuino. Sé muy bien
que el único camino de transformación social es la política.
MM: Vamos a
meternos un poco con la generalidad, si querés, con el estilo. Hay, creo yo,
una tendencia a lo lírico, a la desmesura, en tu prosa. Hay, diría, una
influencia de la poesía, una búsqueda que no teme el lirismo. ¿Es así? ¿Con que
cuentistas te sentís identificado? ¿Con qué poetas? ¿Cuáles son tus lecturas
favoritas, tus autores preferidos?
JT: No tengo nada de intelectual, no soy un tipo culto, he
leído, sí, pero no podría citarte autores más allá de Borges, Marechal, Arlt,
Cortázar, Castillo. Todos ellos, y otros, claro, me deslumbraron. Los leía, los
leo, y digo: ¿cómo hacen para escribir así? Ahora, jamás me propuse parecerme a
ninguno, lo digo de verdad. Cuando escribo quiero que quede claro lo que estoy
tratando de decir, lo que quiero decir, lo que está pasando con respecto a lo
que cuento. Lo que le está pasando al personaje, lo que siente, lo que sufre,
lo que piensa, lo que es, y dónde y por qué siente y sufre y piensa y goza eso.
Entonces no me queda otra alternativa que eso que vos llamás desmesura. Y sí,
me hago cargo, soy desmesurado, me desmesuro al escribir. Pero en mi defensa digo
que no hay escritor que no lo sea, o al menos, mirá, los que te nombré, todos
ellos y en sus particulares estilos, son desmesurados. El denso y agobiante
universo de Borges, su Aleph, qué es sino desmesura, la presencia desmesurada
del todo en todos los sitios. Y así todos ellos, me llevaría mucho espacio
describirlo. ¿Cómo leer a Castillo y no darse de cara con la desmesura de la
vida, su sentido, la pasión, la derrota, lo vano del esfuerzo, la sabiduría
como destino allá lejos y no tanto? Marechal, Cortázar, Arlt, escriben de la
vida signándola como una experiencia que nos desborda, que no nos explica, de
la que sabemos muy poco y de modo intuitivo. Y escriben en tono casi burlesco,
casi despectivo, como si no importara, y sin dejar jamás una duda respecto a
que la vida es todo lo que tenemos, lo único.
MM: Para
finalizar (alguna vez lo hemos discutido), ¿qué creés que debe ser la
literatura, si es que algo debe ser? ¿Qué te proponés vos cuando escribís un
cuento?
JT: Escribo para intranquilizar, para eso, para
intranquilizar al que lee. No voy a lograr mucho, ya lo sé, pero escribo para
advertir y no se muy bien a quién, de que las cosas en este mundo no están cómo
deberían, o a lo mejor sí, quizás las cosas son así porque así deben ser, pero
a mí no me gustan. No me gusta el cinismo de mucha gente, no tolero el dolor de
tantos, no me conforman ni satisfacen las respuestas que se nos ofrecen ni
desde la academia ni desde lo político ni de lo institucional. Entre vos y yo,
Mario, creo que escribimos porque en el fondo lo que queremos es, o bien
reparar las incongruencias de la condición humana y todo lo que de ello deriva,
o al menos, advertir la existencia de tantas injusticias, tantos interrogantes,
tanta incomprensión.
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