sábado, 31 de diciembre de 2016

A 26 años del levantamiento militar “Carapintada”

Osvaldo Riganti—
M. A. Seineldín
Diciembre de 1990 nos mostraba un país distinto. Hacía un año y medio que Carlos Menem había asumido la primera magistratura, tras derrotar a Cafiero, el favorito en la interna de su partido y al opaco Angeloz en las elecciones nacionales.
Había sido elegido levantando las banderas del “salariazo” y “revolución productiva”, pero una vez instalado en el gobierno abjuró del menor vestigio doctrinario peronista. La revista peronista “Línea” hablaba de “fraude poselectoral”.
Todavía sin la convertibilidad (Cavallo se paseaba aún por la cancillería) el gobierno del riojano se mostraba ultraliberal e iba pulverizando al Estado. El margen para el adulterio ideológico se lo dio la crisis social y económica que dejaba la hiperinflación alfonsinista.

En esa situación, el sector carapintada del Ejército que respondía a Seineldín y había jaqueado a Alfonsín, estaba al acecho ofreciéndose como reaseguro ante cualquier intento por desconocer el pronunciamiento popular que llevó a Menem a la presidencia, ya sea abortando a algún grupo levantisco de esa fuerza o combatiendo cualquier escamoteo a la voluntad popular a través del Colegio Electoral, mediante una entente liberal-angelocista.
General Martín Balza
La  relación entre Menem y Seineldín fue pasando del amor al odio. Mientras estaba como agregado militar en Panamá en 1988 recibió a emisario menemistas que le propusieron acuerdos. Durante la rebelión de fines de 1988 Menem apoyó “por afuera”, por intermedio de César Arias. Menem firmaba un “proyecto para la defensa nacional” elaborado por el coronel pero negó siempre cualquier acuerdo.
Sin embargo a partir de allí las cosas habían cambiado, por más que Menem indultó a Seineldín. Menem había dejado sus posturas populistas y nacionalistas que habían  entusiasmado a los embetunados. Se inclinaba por el más rancio liberalismo.
Después que Menem ganó las elecciones de 1989, Seineldín le pidió dirigir una fuerza especial contra el narcotráfico y el terrorismo, sin resultado. El viaje de Menem a Estados Unidos en 1988 acentuó las distancias.
Entonces Seineldín  montó una operación clandestina. A fines de octubre la Prefectura advirtió  sobre los pasos que daban los Albatros, grupo comando de la Prefectura Naval, que había participado del levantamiento de Villa Martelli cuando el alfonsinismo agonizaba. Eran ostensibles sus actividades con teléfonos celulares, reuniones y dinero en efectivo procedente de empresarios que montaron el proyecto carapintada.
Como Onganía en su momento, si bien con mucho menos consenso, Seineldín se mostraba para algunos sectores de la mítica opinión pública, de la política y del gremialismo, como el militar “perfecto”, recto, patriótico, valiente. Había sido nexo entre la Triple A y el Ejército, Organizó un grupo de comandos suicidas para garantizar “la seguridad” en el Mundial 1978. Sos comandos adoptaban la consigna “Dios y Patria o Muerte”:
Había estado como agregado militar en Panamá. Al irse había dicho: “Vuelvo si los invaden”. No cumplió. Lo atribuyó a que su mujer le advirtió que si cumplí la promesa lo iban “a matar”.
Ahora trabajaba con un gabinete civil integrado por hombres del onganiato y del Proceso. Visitaba puntos del interior levantando las banderas del 4 de junio de 1943, como algunos que un cuarto de siglo antes se iba ilusionando con Onganía.
A su vez Menem ubicó como jefe del Ejército al general Martín Bonnet –opuesto a los carapintadas–. El 19 de octubre Seineldín envió una carta a Menem con contenido crítico. Bonnet lo hizo arrestar y Menem no se inmiscuyó en el reclamo carapintada.
Preso en San Martín de los Andes, Seineldín dio el visto bueno para el Plan de Operaciones “Virgen de Luján”. Delegó la decisión del día y hora de un levantamiento armado en el “Estado Mayor del Ejército Nacional”, que planeaban ejecutarlo el 5 de diciembre, cuando llegaba al país el presidente norteamericano George Bush. Se seleccionaron los objetivos: el edificio Libertador –sede de la Jefatura del Ejército–, el Regimiento de Patricios y los cuarteles de Palermo.
En la medianoche del 2 de diciembre de 1990 Seineldín se fugó de su prisión en San Martín de los Andes. Debía despegar desde el aeropuerto de Chapelco, a 20 kilómetros de esa ciudad. Sabedor de sus planes, el general Balza (al  frente las tropas de represión) pidió a la Gendarmería que pusiera tambores vacíos sobre la pista de aterrizaje de ese lugar para impedir aterrizar a cualquier avión. Asó Seineldín estuvo un par de horas libre, pero sin recibir noticias. Volvió entonces a su pieza de preso en el cuartel. El teniente coronel Rómulo Menéndez, de tradicional familia golpista, estuvo esta vez a las órdenes de la democracia. Instado por Balza lo encerró incomunicado. El levantamiento nacía trunco. Apenas 14 oficiales se sumaron a la revuelta y muchas unidades no se plegaron. El gobierno no se preocupó por que se anticipara la rebelión. Por el contrario, aceitó los mecanismos para aplastarla.
A las 22 el coronel carapintada Luis Enrique Baraldini llegó a los cuarteles de Palermo –en el espacio delimitado por las avenidas Bullrich, Santa Fe, Luis María Campos, Dorrego y Cerviño– e instaló un puesto de comando para dominar todo ese predio militar. Los levantiscos en el interior iban siendo sofocados. A las 5.30 llegaron al Regimiento de Infantería el teniente coronel Hernán Pita y el mayor Federico Pedernera, que detuvieron a dos rebeldes, pero murieron en un tiroteo con los sublevados junto al cabo rebelde Morales. Varias unidades desistieron de sumarse a la sedición consternadas por las tempranas muertes.
Menem llegó a la Casa Rosada antes de las 5 de la mañana, vestido de jean, remera y con la campera reversible celeste y blanca que utilizaba para pilotear aviones. En su cintura llevaba una   pistola. Julio Mera Figueroa, ministro del Interior, lo esperaba en la puerta y lo impuso de las novedades. Menem había acordado con el ministro de Bienestar Social, Alberto Kohan, que fuera hasta el edificio Libertador y escuchara a los rebeldes. El jefe de la Casa Militar brigadier R.E. Andrés Antonietti le sugirió “aplastarlos lo antes posible”. En su “Comité de Guerra”, recibió al opositor César Jaroslavsky.
Domingo Cavallo, realizando gestiones en Bruselas, se quejaba por el “papelón internacional”.
A las 5.30 llegó al Edificio Libertador –tomado por los carapintadas– el ministro Alberto Kohan pidiendo la rendición incondicional. Fue tratado con rudeza por el sargento Verdes. Se produjeron luego tiroteos y francotiradores leales mataron un rebelde.
A las 10.05 desde el Libertador le dispararon al helicóptero del vicepresidente Duhalde, que exclamó tras aterrizar: “¡Estos hijos de p… me tiraron!” mientras entraba al despacho presidencial.
Se seguían rindiendo los rebeldes: los de El Palomar, Olavarría. A su vez Concordia y Villaguay estaban controladas y/o neutralizadas. A las 16.20 se rindieron los Albatros.
El teniente coronel “carapintada” Tévere (uno de los líderes del sector) transmitió su disposición a negociar. “La rendición es incondicional” dijo Balza, que  reprimió con todos., mientras las balas empezaron a descascarar el frente del regimiento Patricios. El jefe rebelde, coronel Baraldini dijo a sus subordinados que estaban fracasando, que habían apresado a Seineldín y que era razonable rendirse. Algunos suboficiales se lavaron el betún de la cara y, vestidos de civil, quisieron escapar por la parte de atrás del regimiento, saltando el muro que da a la avenida Luis María Campos. Varios cayeron presos cuando la policía Federal detectó la fuga. Balza utilizó artillería. Paró al ver una bandera blanca “Que salgan caminando por el medio de la calle y con las manos levantadas”, ordenó. Los jefes carapintadas Baraldini, Tévere y Abete, con siete oficiales, saltaron el alambrado y dejaron caer las armas. Baraldini se llevó el arma a la boca pero Abete logró sacársela. El general leal Héctor Gasquet lo hizo subir descalzo a un tanque, agarrado del cañón y entró con él al regimiento recién recuperado.
A las 20, tropas leales recuperaban el Edificio Libertador. “Mi coronel, depongo mi actitud, le dijo el carapintada Breide Obeid a Laiño, delante de unos 50 suboficiales y del cuerpo de Verdes envuelto en un charco de sangre. Laiño hizo ingresar una segunda ambulancia que cargó a Verdes que murió en camino al hospital. Balza le comunicó a Bonnet que “El Libertador está recuperado”. De inmediato dio la noticia al ministro de Defensa, Humberto Romero. Ya no quedaba ningún foco rebelde. A las 21.15 Menem anunció que los rebeldes se rindieron. A la medianoche hubo una cena en la residencia de Olivos, con la presencia de altos funcionarios.
Cuando empezó el operativo final el titular del Poder Ejecutivo ordenó: “Rendición incondicional. Si están desnudos, que salgan desnudos”.
Así se empezaba a sofocar el levantamiento contra el gobierno constitucional de la Argentina, que provocó 14 muertos.
Menem primero pensó fusilar a los cabecillas, pero luego se contuvo. Seineldín sería condenado a prisión perpetua, los coroneles Baraldini y Oscar Vega y los mayores Mercado y Abete a 20 años de prisión y el teniente coronel Tévea a 18.
Era el fin de los “carapintadas”. “Se acabaron los carapintadas. Se acabó esta payasada” sentenció Menem.
Otro hombre de extracción carapintada, Aldo Rico, protagonista de anteriores levantamientos, en una conversación con el abogado de Seineldín, doctor Alejandro Vázquez se refirió al militar como “es un hijo de puta, un traidor que se quedó allá (se refería a San Martín de los Andes mientras hacía matar a los camaradas…tendría que ir a matarlo”. Dijo además que Seineldín “nunca mató a nadie y nunca combatió, ésa es la realidad. Es todo verso y desgraciadamente el verso lo hicimos nosotros. Armamos el monstruo Seineldín, ahí está”.
Cinco carapintadas lograron huir, uno sería ubicado.
Estados Unidos remarcaba su satisfacción por el fracaso de la intentona.

El 5 de diciembre de ese año el presidente norteamericano George Bush llegó a la Argentina. El diputado Luis Zamora lo increparía en el Congreso, mientras en las calles de la ciudad varios transeúntes de “cuello duro” saludaban su paso junto al doctor Menem.

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