jueves, 2 de octubre de 2014

Entrelíneas y el recuerdo: un homenaje a Carlos Schlaen

Por Mario Méndez—

Carlos Schlaen
En el Programa Bibliotecas para Armar, cuyo Blog El libro de arena es un blog amigo de Unoytres, venimos haciendo entrevistas a autores y especialistas de la literatura infantil y juvenil (LIJ) argentina desde hace ya varios años. Una de las primeras que realizamos fue a Carlos Schlaen, escritor, ilustrador y gran amigo de quien esto firma al que, por cierto, cada vez se lo extraña más. Como un homenaje a Carlos, y como un anticipo del libro que recopilará las entrevistas, compartimos en Unoytres la que le hicimos a Carlos Schlaen el 7 de julio de 2008, en la Casa de la provincia de Tucumán. Esta entrevista cerrará el libro que las editoriales Cabiria y Amauta tienen en prensa: Entrelíneas. 20 conversaciones con autores de la literatura infantil y juvenil de la Argentina.
Para recordar a Carlos en su doble vertiente de escritor e ilustrador talentoso, agregamos a la entrevista la tapa del Ulrico, que reeditara póstumamente Del eclipse, y compartimos el genial “Anchorage al sur”, originalísimo cuento que Carlos escribió para un proyecto del Ministerio de Educación, en homenaje a Homero Manzi.

Entrevista a Carlos Schlaen

7 de julio de 2008, Casa de la Provincia de Tucumán
P: La influencia de Edgar Allan Poe es tan grande que su marca aparece  en la literatura policial, fantástica, de terror y también en la literatura infantil y juvenil. Para hablar de esa influencia y de muchas cosas más invitamos esta tarde a Carlos Schlaen a este ciclo dedicado a la literatura de Poe y sus versiones cinematográficas. Carlos es un prolífico autor, también excelente ilustrador, hombre talentoso y gran amigo. Ha publicado la serie de “los casos”, policiales juveniles: El caso del futbolista enmascarado, El caso de la modelo y los lentes de Elvis (Premio Fantasía 1999), El caso del videojuego, El caso del cantante de rock; la serie de Osiris,  también policial:  Un medallón para Osiris, La sombra de Osiris, El escorpión de Osiris y la reina de la televisión; la serie de Juancho, de novelas de aventuras enmarcadas en la historia: La maldición del virrey y La espada del Adelantado. Dos magníficos libros ilustrados, que podríamos llamar de “humor histórico”: Ulrico, la historia secreta de la conquista y Orllie, la viva imagen del rey de la Patagonia. Y una novela de terror: El tercer conjuro.
Bienvenido, Carlos. Decíamos que  Edgar Allan Poe también ha influido en autores que se dedican a la literatura juvenil, como es tu caso. En El tercer conjuro, por pedido de la editorial Crecer Creando, tuviste que recomendar un libro y hablaste de “La caída de la casa Usher” y de Edgar Allan Poe en general. Por tanto, me gustaría empezar pidiéndote que nos cuentes cuál es tu relación con este gran autor.
—A Poe lo conocí una siesta en el campo. Yo viajaba a la provincia de Santa Fe, a un pueblito que se llama Moisés Ville, que es el pueblo de la familia de mi madre, donde no había pileta de natación y hacía calor. Entonces, en la casa de los tíos había una biblioteca, y yo ya había empezado a leer, o sea que ya era adolescente, y me encontré con unos cuentos de Poe. A mí francamente no me gusta mucho el género de terror. Si tengo que elegir por género, aunque no suelo elegir un libro por género, elijo siempre el policial. Es el género que a mí me gusta; si no, elijo un libro porque sea bueno o malo, no importa si es un drama, una tragedia o un libro de ensayo. Pero a Poe lo agarré porque no había otra opción, y me fascinó inmediatamente. Y lo que más me fascinó después fue descubrir que el tipo escribía de una manera muy contemporánea. Quiero decir: sus textos no parecen envejecer. Mucho tiempo después leí una frase de Borges, en la colección “El séptimo círculo”, que decía que Poe era el padre del género policial. Esto a mí me encantó, porque yo leía habitualmente “El séptimo círculo” y también había leído a Poe. Ahí me enganché más con su lectura, pero no por el género de terror, porque Poe está más asociado al terror que a lo fantástico y a lo policial. Ser el padre del género policial moderno no es poco. En síntesis: a Poe lo he leído muy regularmente. Me acuerdo que algún verano después leí el mismo libro, pero no entero, fue un cuento esa vez, “El entierro prematuro”.
P: ¿Se acuerdan? La situación es de un cataléptico, que va en un barco, y se despierta en una litera (vieron cómo son las literas de los barcos, que vas con la nariz pegada a la de arriba) y vive, ya despierto, el terror intenso de ser enterrado vivo, que era su obsesión. Y se cura.
—Sí, ese mismo. Incluso es uno de los pocos cuentos de Poe que tiene un final positivo. Y lo que me sorprendió de ese libro, porque yo ya había aprendido algunas cosas de la literatura y el cine, como que el relato tiene un pico, baja y hay un descanso para respirar, y después vuelve a subir en intensidad. Esta es una fórmula literaria que se usa regularmente. A muchos les sale automáticamente y otros se lo proponen. Cuando escriben un guión de película en el minuto 25 tiene que haber tal cosa, dicen los productores, en el minuto 5 tal otra, está estipulado. En literatura también hay algo así. Pero volviendo a Poe, en este relato no hay nada así. Es de una intensidad sostenida. A él le cuentan varias historias. Es terrible, sobre todo cuando uno es un adolescente y descubre que existen estas cosas, porque además yo me creía todo. Lo que me atrajo fue la intensidad. Siempre me pregunté: si yo fuera escritor, ¿podría escribir algo así?, porque no da respiro, todo el tiempo está hablando de lo mismo obsesivamente. Así nació El tercer conjuro, más que nada como un ejercicio, incluso como proyecto comercial. Fue la primera vez que me propuse escribir algo para ver si me salía, porque en general yo escribo solo lo que me gusta, y me pedían mucho en la editorial algo de terror. Porque, según se dice, a los chicos les gusta el terror, y a mí este género ni me va ni me viene. Hasta que un día un amigo mío, psiquiatra, iba a uno de esos retiros espirituales, en un especie de convento en algún lugar de la provincia de Buenos Aires por el fin de semana. Un convento que se alquila para esos eventos. Bueno, yo inventé algo con respecto al convento. La cuestión es que la actividad empezaba el sábado por la mañana. Él estaba muy estresado, mucho trabajo, el matrimonio, y se va el viernes por la noche, en parte por la confusión y en parte para dormir. Llega al lugar y justo se estaba yendo el encargado. Entonces este le dice, “mirá, si querés quedarte, quedate, pero no hay nadie, y mañana por la mañana no va a haber nadie para atenderte”, “No importa, yo me quedo a dormir”, dice él. Entonces le muestra la heladera, donde está la comida y se va. Al otro día iban a venir los demás. El tipo muy contento se va con un libro a descansar al comedor del convento. Eran dos largas mesas, esto él me lo describe, con luces, todo bien austero, y él se sienta; antes, pasa antes por la cocina y se sirve un poco de fiambre y de queso. Resulta que se le quema la lámpara donde él está sentado; enciende la segunda y pasa lo mismo; y cuando se quema la tercer lamparita sale rajando y se mete en la celda, que era la habitación del hotel. En esa celda le pasa algo más, que no está en el libro, y es que abre la Biblia que había en la mesa de luz y en la última página, en un papel, hay anotado un teléfono, y él lo reconoce enseguida: es el teléfono de su psiquiatra. Lo cual no es muy extraño, ya que en un lugar donde se reúnen psiquiatras y médicos, para hacer esos retiros, que alguien haya anotado el teléfono ahí para pasarlo no es tan raro. Pero además en ese momento, después mi amigo se entera, le habían pegado un tiro a su psiquiatra. No murió, pero lo asaltaron y le pegaron un tiro. Entonces, él, que dice “yo no creo en estas cosas”, me cuenta esto. Yo estaba fascinado, pensé enseguida “con esto tengo el inicio del libro”. El inicio fue rápido, el resto fue muy trabajoso. Porque  me propuse escribir sin aire, sin descanso. La situación tiene un solo momento de respiro y es cuando el protagonista llega a la estación de servicio, en el que hay un cierto descanso. Pero muy poco tiempo. Incluso a mí me pareció demasiado, yo quería ver si podía imitarlo al maestro Poe. Lo cierto es que esa editorial no me lo publicó y fue por esa misma razón: querían que lo alargara, que usara los otros personajes que aparecen, que tuviera aire. Me estaban pidiendo otro libro y yo no lo hice. Después lo publicó la editorial Crecer Creando, en su colección “Mar de papel”. Yo soy un advenedizo en esta cuestión del terror, seguramente ustedes saben mucho más habiendo participado en esta actividad con Mario. Yo no conozco los elementos básicos del género, aunque más es un subgénero, ¿no? Tampoco, pero llamémosle género. Al único género que le conozco algo es al policial, porque me gusta. Por tanta lectura a uno se le va pegando esa cuestión. Acá solamente era la lectura de Poe, de algunos otros cuentos de terror que he leído. He leído cosas interesantes de Patricia Highsmith, la de El talentoso Señor Ripley, que es más sobrenatural. Para mí entre el terror y lo sobrenatural no hay diferencia, el asunto es que te meta miedo. Lo que pasa es que a mí me cuesta creerlo, cuando lo leo ya le encuentro cosas que no me creo, por eso no me engancha. No me atraen. Ahora, un policial malo me gusta. Ayer, por ejemplo vi por televisión una pésima adaptación de dos novelas de Raymond Chandler, creo que Adiós muñeca y otra más, pero no pude adivinar cuál. (Risas). Pero eso, aunque era malo, sí me enganchó. Y si hubiera visto una película de terror buena quizá no me hubiera enganchado.
P: ¿Esta es tu única novela de terror?
—La única que he escrito y que posiblemente escriba. Y quise escribirla como Poe, porque incluso tiene un lenguaje arcaico. Es medio antiguo el texto. En un momento, el personaje va a comer un asado, y yo había puesto carne asada, porque era más internacional, pero el editor lo objetó. ¡Una cosa es hacer un homenaje y otra es hacer cualquier cosa! (Risas).
P: Lo que pasa es que esta novela, podemos contarlo también, iba a ser para Italia, para una editorial italiana cuya colección se iba a llamar…
—Se llamaba “Poe”, ni más ni menos. Me encantaría saber cómo lo dirán ellos en italiano, porque son muy graciosos los italianos hablando en inglés. Pero eso no anduvo, no me acuerdo exactamente cómo fue. Después lo llevé a Alfaguara y ahí me dijeron eso que les conté antes, y la rechazaron.
P: El tema de las ilustraciones, ¿fue a pedido de la editorial?
—No, eso forma parte de  las características de la colección “Mar de papel”. Va todo ilustrado. Eso en general se está perdiendo.
P: Se está perdiendo con los de tercer ciclo, a partir de 10 y 11 años. Como la idea es que ya son adolescentes -la adolescencia se está haciendo cada vez más temprana-, a los chicos, al ver una cantidad grande de dibujos, les parece estar frente a un libro para niños. Yo creo que varios de los últimos cambios algo tienen que ver con el fenómeno Harry Potter. Históricamente, hasta hace unos años, uno no podía pensar en un libro para chicos, aun de doce o trece años, de más de 120 páginas o 140, porque se creía que ningún chico lo iba a leer. Y ahora el último de Harry Potter tiene como 700 páginas.
—Sí, a mí me llama la atención eso, sobre todo porque el otro día estuve viendo en una librería, en la que estaban todos juntos, que los primeros eran mucho más cortos. Como si ella, la autora, hubiera necesitado más páginas. Yo no veo como un adelanto esto, yo tengo un criterio económico. Yo creo que no hay que tender a llenar un libro de hojas. Bueno, Borges lo decía, estoy citándolo por segunda vez, que él no necesitaba muchas páginas para contarte una historia magnífica.
P: Por eso nunca escribió una novela.
—Él decía que no le hacían falta tantas páginas. A mí me sorprende cuando los escritores comienzan a estirarse. Y con el cine pasa lo mismo. Ya no hay más películas de noventa minutos, cada vez son más largas. Que va en realidad contra los principios económicos; como que no pueden sintetizar y que las historias son mejores ahora en las series de televisión. Por ejemplo Lost, una serie que todo el mundo ve, es una serie larguísima. En lugar de ir achicando o manejando la síntesis, la elipsis, ¿qué pasa?: se estira. No está mal, pero yo soy vago para escribir así que quiero que lo que sea bueno sea poco.
P: Igual, es difícil pelear contra esas convicciones que a veces hay en el mundo editorial.
Es que este libro, El tercer conjuro, es muy breve. Pero con esa densidad, si lo hacía más largo, los chicos se tiraban por la ventana. Yo ya me estaba por tirar. (Risas).
P: Volviendo al tema de las ilustraciones, quizás ahora lo que hacen las editoriales es, para los libros de chicos mayores, poner alguna viñeta, alguna imagen que se reitera, en los cierres de capítulo, pero no el dibujo a página entera como el que tenemos en El tercer conjuro.
—Poco a poco iré dejando de dibujar, porque yo ilustro mis propios libros, entonces ahora, ya en los últimos libros, los que estoy ilustrando, ya van a ser sólo viñetas, ya me lo dijeron. No está mal.
P: ¿Qué es la viñeta?
Es un dibujo chiquito, más bien una especie de ícono, que tiene algún vínculo con la historia o con el capítulo, entonces hay un solo icono que se repite lo largo de todo el libro.
P: Les cuento algo de lo que formó parte de la cocina editorial de la colección: el único libro de esta serie que es largo, largo de veras, tiene viñetas, porque si no se nos hacía demasiado costoso. Este al revés, como es corto, le pusimos más dibujos a página entera.
—En este necesitábamos dibujos.
P: ¿Usted ilustra el libro al final o a medida que va escribiendo?
—No, uno nunca sabe cómo va estar compaginado el libro. Uno escribe en Word, en la computadora, y así uno podría calcular la cantidad de palabras que hay en cada hoja de los libros de la colección, pero sería muy incómodo; tenés que tener una letra grandota, porque acá entra mucho menos que en una hoja común A4. La paginación la da después la editorial que hace una tirada y a partir de ahí, en mi caso, como yo soy ilustrador, yo decido; si no, es el editor el que pide.
P: En mi caso, como editor, yo te dije que hicieras diez dibujos; pero te pregunto, en general ¿te dicen para qué capítulos?
—A mí no me ha pasado, pero lo que sí te piden es que los distribuyas. Entonces yo con un criterio muy administrativo y muy ecuánime pongo uno por capítulo. Y ahí sí que elijo la situación que me gusta más. Porque, por dar un ejemplo, hay una historia muy graciosa que me contó Graciela Montes. Graciela en un momento dirigía una colección en el Centro Editor de América Latina. Ella es escritora y editora. Mi primer trabajo lo editó ella, que es un libro muy ilustrado. Yo llegué a la editorial del Quirquincho, donde también trabajaba, llamado por ella. Ella me propuso que yo ilustrara una colección de una Historia Argentina porque le gustaron los dibujos del original de mi libro que había visto.  Y también me pide el libro y lo publica. Yo en ese momento estaba tocando el cielo con las manos, pero me pide que ilustrara la colección de historia. A mí no me gusta ilustrar algo que me piden que ilustre, no me sale. Pero claro, era la editora, me iba a publicar mi primer libro y le dije que sí. Entonces me empieza a pedir cosas raras. Y ahí tuvimos una pequeña polémica, algunas discusiones, inteligentes, pero discusiones al fin. En un momento con mucha sabiduría ella me dijo que yo tenía razón, que los que no saben dibujar piden cosas a veces muy difíciles. Ella entonces me contó una anécdota del Centro Editor, en la que no sé si ella u otra editora le pidió al dibujante, para una enciclopedia, en un espacio de cuatro por cuatro centímetros, que había que poner vaca con garrapata… imagínense, parecía un chiste, porque la agarraron ahí y le dijeron “¿qué te pasa?, ¿cómo vas a hacer vaca con garrapata en un espacio de cuatro por cuatro?”. Entonces, esa historia, cada vez que ella me pedía algo difícil (fueron trece libros los de esa colección), yo le decía “vaca con garrapata”. A partir de ese momento, yo trato de ser el que decida, y solo con esa condición he aceptado algunos trabajos. He hablado con Oscar Rojas, un ilustrador muy bueno, y es él también el que decide, y que si alguien le pide algo, debe ser muy general. Así debería ser.
P: ¿Cuál fue tu primera intención: ser ilustrador o escritor?
—Yo llegué a la literatura por los dibujos. Empecé a dibujar con cierta seriedad alrededor de los veinte años. No un garabato cualquiera sino, más bien, un cómic. No me dieron para tiras pero empecé haciendo chistes sueltos. Y publicaba cada tanto con cierto desorden. Era muy difícil, había que hablar con los secretarios de redacción. Además estaban consolidados humoristas de primera línea: ya estaba Fontanarrosa, por supuesto Quino, y yo no era conocido. La cuestión es que decidí escribir un libro para dibujar. Y eso es un pecado de inmodestia muy grande. Me acuerdo que después se lo contaba a algunos amigos y me miraban y se reían. La cuestión es que escribí el libro, y se publicó, incluso anduvo bien de ventas. A propósito, estoy tratando de reeditarlo ahora. Y era tanta la obsesión por el dibujo que hasta la letra está hecha artesanalmente. Es una versión humorística de la conquista de la ciudad de Buenos Aires, y gira en torno a la figura de Ulrico Schmidl. Ahí metí todo,  porque lo hice pensando en que iba a ser mi obra única. Después apareció otro libro, y ya ahí el dibujo se va en retirada; aunque está muy bien dibujado, incluso mejor que el otro, pero ya la letra es de molde. Es la historia de Orllie, del francés este que se hizo rey de la Patagonia. Luego sucedió que un amigo  que vivía de escribir historietas, en Francia, una vez que estaba de paseo por acá, me dijo “pero vos que dibujas y escribís, ¿por qué no te dibujas una historieta como Tintín?”, porque él publicaba, era un historietista muy conocido, publicaba en la editorial Casterman, que es la que hacía Tintin, y tenía un vínculo muy bueno que nunca me llegó a decir quién era, yo sospecho que era una mina. Yo no había escrito nunca una historieta, pero pensé: “ya que estamos…”. Entonces escribí una historieta y él, mi amigo de Francia, me la criticó de una manera espantosa. “No sirve ni para papel higiénico”, me dijo. Y me dio una serie de pautas, que fueron muy útiles y que sigo usando ahora, que es el manejo del suspenso. En esta novela no se nota tanto, pero en las otras sí. Son bloques que están separados por una elipsis, y en cada bloque siempre quedan las ganas de saber qué va a pasar en el siguiente. En la historieta pasa lo mismo: cuando uno escribe, me explicaba él, la clave es que se hace un guión, cuadrito uno, fila uno… El dibujante no agrega ningún cuadrito, a lo sumo puede agregar adentro, pero nunca en el primero o el último, porque ahí están las claves de la obra, porque en el último cuadrito tienen que quedar siempre las ganas de dar vuelta la hoja. Entonces escribí una nueva historieta y le gustó. Y le hice una muestra con dibujos y se la mandé a Francia, porque me atraía el proyecto; yo, por ese entonces, trabajaba en una profesión que no me gustaba demasiado y quería dedicarme a esto y pagaban muy bien. Pagaban un anticipo, un anticipo que era importante, como para vivir un año dibujando la historieta. Con cierta sabiduría, lo pagaban en dos o tres pagos, y uno tenía que ir haciendo entregas, porque ustedes saben además que de otra manera no se puede hacer, son como cincuenta páginas, todas dibujadas… mucho trabajo. Y a mí me atraía dejar la actividad que estaba haciendo para dedicarme un año entero a dibujar. El problema es que después de mandar esto, él me contesta: “me he peleado muy mal con la gente de Casterman, de la editorial”. Yo me quedé con el proyecto, en el que había invertido un buen tiempo, y lo llevé a varios sitios, hablé con Trillo, que es guionista de historietas, y él me dijo: “mirá, acá nosotros vivimos de publicar en Europa, si vos conseguís un contacto en Europa hacelo allá”; “No, ya lo perdí”, le contesté yo; “Bueno, lo lamento, acá no hay nada que hacer, acá no hay ninguna editorial que sustente un proyecto de este tipo”. Una historieta más rápida sí, había algunas pocas revistas en ese momento, como las de Columba u Hora cero, había una venta muy sólida, entonces se podía sustentar un proyecto así. Este además era muy caro, porque era a todo color. Entonces se lo llevé al dueño de Quirquincho, Manuel Jajamovich, que ya falleció, que era un tipo muy famoso, bueno, aunque no lo quieren mucho los escritores porque no pagaba los derechos de autor. Pero yo en ese momento tenía muy buen trato con él, me divertía mucho, y como yo tenía otra actividad a mí la plata no me importaba demasiado, yo quería publicar. No pasó nada, porque en ese momento ni quisieron invertir en lo que iba a llegar a costarles. El proyecto quedó ahí. Con el tiempo, llegó Adela Basch como editora al Quirquincho, y hojeó los trabajos pendientes, entre los cuales estaba la historieta. Entonces ella me sugiere, “vos manejás muy bien el suspense”, me dijo, “¿por qué no escribís una novela policial?”. Y ahí me pidieron mi primera novela.
P: ¿Es El caso del videojuego?
—No, El caso del cantante de rock. Que además le cambió el título ella, porque se llamaba La ropa sucia se lava en casa, que era pésimo y a ella no le había gustado. Con buen criterio, ella me sugirió El caso del cantante de rock. A mí me pareció espantosamente simple, pero la editora era ella, así que le dije: “dale”. Y bueno, ya escribí cinco casos. Ya me atrajo mucho más la escritura que el dibujo.
P: ¿Tenés formación en plástica?
—No, yo soy un intruso, un caradura, ya te habrás dado cuenta. Quise escribir como Poe, quise dibujar como Hergé de Tintin. No, en realidad fui un taller una vez, de una amiga de mi ex mujer, que era pintora, y salvo los momentos en que hubo pintura con modelos desnudos, que era una señorita, me aburrí soberanamente. Es muy difícil que te digan “ahora dibuja la cara”, y vos tenés una mujer desnuda ahí en frente, a esa edad… (Risas). No, no me atrajo mucho. Tampoco los talleres literarios. A ellos no he asistido. Yo creo que el dibujo lo tenés de alguna manera incorporado; hay que ponerse, algunos más que otros, lo admito. Y, para escribir, la mejor escuela es leer. Yo creo que cuando vos leés un poco adquirís algo: el ritmo, que es lo más importante en la escritura, en la construcción literaria. Cuando uno tiene una frase y le siente un ritmo, y le percibe un balance a la frase, ya está. Eso yo lo tengo, creo. Ahora hay gente que nunca se da cuenta de eso, y no hay ningún taller literario que te lo enseñe. Cuando te falta una palabra, o te sobran. Por supuesto que vas a encontrar una diferencia en los primeros libros respecto de los últimos. Uno va aprendiendo, claro.
P: ¿Cuándo te diste cuenta de que ibas a ser escritor?
—Yo no puedo hacerte una génesis acabada de la cuestión. En el colegio yo era muy malo en lengua, todo el tema gramatical, de verbos, sintaxis, la construcción, incluso ahora, ¿cuándo va punto y coma?, no me acuerdo, pero cuando llegaba el momento de escribir las redacciones, siempre sacaba un nueve o un diez. Evidentemente tenía eso incorporado. Mi mamá estaba sorprendidísima, yo no era alumno de diez. Era con las composiciones únicamente. De hecho el colegio me mandaba a olimpiadas, y en mi casa me miraban raro. (Risas). Se hacían en la provincia de Santa Fe, había que escribir sobre un tema determinado, nos reuníamos, chicos de varios colegios, en un aula. Me acuerdo que lo que más me atraía de eso era que nos teníamos que ir del colegio. Y escribíamos algunas composiciones. Algún premio habré sacado. Había que escribirla de un tirón, no se podía llevar o corregir. Entonces tenía esa cuestión del ritmo y del balance, de la prosa, que en realidad viene de la poesía, de la rima, que de alguna manera está incorporada en la prosa. Si vos leés en voz alta, otra vez voy a hablar del maestro, Borges, hay algunos cuentos en los que no va otra palabra que la que él puso ahí. Algunos cuentos, por ejemplo. Hay algunas frases en las que él ha llegado a la perfección. No es mi escritor predilecto, pero sí es un maestro, así que cuando tengo algunas dudas releo algún cuento de él y como que me mete en caja de vuelta. Él tenía muy controlado eso, escribía poesía también. En el caso de él, las poesías son perfectas. Le han tratado de poner música, y es cómo ponerle música a la música. Tienen un ritmo esos textos, “A un tal Jacinto Chiclana” Piazzola le puso música, muy bella por cierto, pero lo recitan, porque no hace falta, tiene melodía solamente. Bueno, en la prosa hay algo parecido, pero hay gente que no la percibe. Yo a veces lo hablo con amigos, amigos que no escriben, y que no perciben esa cuestión. Y entonces te dicen “yo quiero aprender a escribir”, “y bueno”, le digo, “andá a un taller, que sé yo”. Pero yo creo que si no tenés eso incorporado te va a costar. Vas a escribir con más dignidad, pero te va a costar. Creo en el taller como clínica, “mirá te enseño esto” o “acá pusiste está palabra y acá no va”, “esta frase está al revés”, y eso sí.
P: ¿Cuál sería la diferencia del taller como clínica?
—No sé, hay mucha gente que va al taller para aprender a escribir, para ser escritor, y yo no sé… Ahora hay toda una historia que dice que los talleres son como clínicas, y todo el mundo empieza con las confesiones. No lo critico, yo solo digo que a mí no me hace falta, yo no iría. Además yo soy medio pusilánime y si a mí me dicen, como me enteré hace un tiempo, que “el gerundio es malo”…  resulta que se puso de moda que el gerundio es malo, que “estás con el gerundio o con la academia”. Mirá, para mí el gerundio es un tipo de palabra que hay que usar, es bárbaro, comodísimo. Claro, si vos exagerás, como con todo, es feo.
P:Y los adverbios terminados en “mente”.
—Los adverbios terminados en mente son fascinantes, a mí me encantan. Claro que es cierto que había hojas que yo tenía demasiados, que me corrigieron. Es que felizmente están las correctoras de estilo, que te salvan la vida.
P: ¿A todos, a los grandes también?
—Sí, a todos. Pero es cierto que a veces son medio pesadas, porque te vienen con la gramática encima y vos te peleás. Una vez me marcaron esos adverbios con un círculo en verde, a propósito,  porque tenía como cincuenta en una página. ¡Y yo no me había dado cuenta! Claro, lo que pasa es que las dos primeras novelas policiales, las que estaban en el Quirquincho, no pasaron por correctores de estilo. Cuando yo recupero los derechos, las llevo a Alfaguara sumándole una tercera escrita especialmente. Y por suerte le gustaron las tres. Las dos primeras las reeditaron. Y ahí me marcaron lo de los adverbios en “mente” y los gerundios. Yo estaba acomplejadísimo. Ya veía gerundios detrás de todas las sombras. Recién ahora estoy recuperando la libertad de volver a usarlos. También hay que reconocer que hay modas. El corrector de estilo es importante, es decir, uno no va a ser tan necio de escribir “hace” sin hache, pero si te dicen “debía de estar”, no, no me gusta. Está bien que gramaticalmente puede ser así, pero no lo usamos, así que yo escribo “debía estar borracho el tipo”, eso de “debía de estar borracho” no me va. Entonces ahí sí lo discuto.
P: Quizás son estilos.
—Es una norma gramatical que para mí en Argentina está en desuso. En España sí se usa. Bueno, cuando publiquemos en España ponelo, a mí eso no me molesta, pero acá no, sobre todo para chicos que van a la escuela.
P: Claro, porque rompés los usos coloquiales.  En esos casos, yo, como escritor, mantengo el coloquialismo con algunos textos.  Me acuerdo que una vez me sugirieron “pedrada” por “piedrazo”; pero acá nos tiramos piedrazos, no pedradas, y eso, aunque en general son muy respetuosos, los correctores te lo marcan en rojo, porque son errores.
—Pero existe la palabra “piedrazo”.
P: El acto de tirar la piedra es una pedrada. Sin embargo, ningún pibe acá se tira pedradas, se tiran piedrazos. Entonces ahí la defendés: “mirá, bueno, yo acá mantengo el coloquialismo”.
—Lo que hay que hacer en estos casos es un negocio, un diálogo, con el corrector. Yo he aceptado algunos “debe de”, cuando no pesa mucho en el texto, cuando es un relato del narrador, cuando alguien está contando y no es un diálogo, y el fragmento no es coloquial. Pero en algunos casos ha llegado a terciar la editora. En Alfaguara, por ejemplo, hay toda una estructura jerárquica importante, y la editora es la editora, la jefa. Y el problema es cuando tenés no al corrector de estilo sino al editor que hace lo que ellos llaman el “editing”. Bueno, con un libro la editora me dijo algo con lo cual yo no estuve de acuerdo. En este caso era algo intencional, es decir, algo que yo había hecho a propósito. Cuando se trata de algo que yo no hago intencionalmente, lo acepto más cómodamente. Pero en este caso, por ejemplo, me hizo una sugerencia con respecto a una vuelta que, según ella, daba de más el relato policial, que le sobraban cuatro o cinco páginas a la novela. Yo me fui enojadísimo. ¡Fue la primera vez que alguien me corregía así! “¿Quién se cree esta piba (esta piba es la editora)?”, “¿qué me va a enseñar a mí?, yo ya tengo libros publicados”. Con esa corrección me afloró esa cosa de ego que uno tiene. La editorial quedaba en Pompeya, y yo me vine hasta mi casa manejando enojadísimo y pasé todo el fin de semana chinchudo. Pasado el fin de semana, en un momento dije: “bueno, está bien, vamos a ver”. Porque una cosa es que la correctora de estilo te diga “debe de” y otra, que la editora te diga algo. Vos no te podés hacer el gil, porque no te publica el libro y chau. Entonces lo leí y traté de despojarme de la ira y de esa cosa soberbia que tiene uno, y así me di cuenta de que ella tenía razón. Le saqué esas cuatro o cinco hojas de más que tenía y le corregí dos o tres pavadas, y de repente el relato fluía… bárbaro. O sea, ¡hay que darle bola! La gente que sabe, sabe. Ahora, hay cosas que no. Después me vengo a enterar, mucho tiempo después, de que esta novela mía de terror, El tercer conjuro, no les encajaba a ellos porque a mí ya me tienen catalogado en las editoriales grandes en un esquema: “Carlos Schlaen escribe este tipo de historias, y esto no tiene nada que ver”. No va, para ellos no va. Si yo le hubiera agregado ese descanso en el medio, no sé si ellos lo hubieran publicado, porque es terror, y yo no escribo terror. Ya saben lo que buscan de mí los chicos. Yo tengo serie. Antes de ayer estuve hablando con una editora y ella me preguntó a qué serie pertenece el nuevo libro. Automáticamente esperan eso. Hay que entenderlos, ellos tienen que manejar un negocio. ¡Me vengo a dar cuenta a mi edad de que soy parte del engranaje económico! (Risas).
P: ¿Cómo te surgen las ideas de las novelas?
—Primero surge la idea, la idea básica de una novela sobre tal cosa. Si escribo una novela sobre, por ejemplo, el videojuego.  Mi hijo menor estaba todo el día con los videítos, todo el día para arriba y para abajo con otro amigo del edificio. En esa época era nueva la computación. En eso descubrí que el juego era un programa, y que era fascinante, ¡vos imaginate para uno que ha jugado con los autitos, de repente descubrir que podés manejar algo con la computadora! Me enteré de que era un programa escrito, código binario, y se me ocurrió la trama de esconder algo dentro de eso. Esa es la idea; después surge, en este caso, como es policial, el final. El final para mí es muy importante porque, como son de enigmas, si vos tenés un final muy encajado, muy artificial, muy forzado, no sirve. Entonces, vos tenés el final y después armás toda la historia para llegar a ese final, el esquema de la novela. Todo eso me lleva poco tiempo. Lo que me lleva mucho es la construcción literaria. Soy muy obsesivo, a diferencia de Mario que escribe, como muchos, de corrido un capítulo y después corrige. Yo no, yo me pongo a corregir en ese momento. Hasta que no está la frase, con su balance, su ritmo, no sigo. Hay días que termino solo con un párrafo, otros con dos párrafos, y el día que termino con una hoja entera soy Maradona. Me lleva mucho tiempo. Ahora, cuando termino, terminé.
P: ¿Y está novela, El tercer conjuro, cuánto te llevó?
—Siete u ocho meses. Pero cuando termino de escribir, termino, no hay casi correcciones, es una semanita, nada más. En cambio, yo sé que Mario escribe más relajado, como debe ser. Escribe la historia y después le dedica un tiempo a corregir. Yo no, no puedo. Es obsesión.
P: ¿Y la leen otros?
—Sí, la primera que la lee es mi mujer. Ella tiene un buen sentido de los ritmos, es lectora, además sabe de sintaxis y esas cuestiones, y me dice “acá el tiempo del verbo está mal”, y tiene razón, “acá repetiste tres veces la misma palabra en la misma frase”. Yo no me doy cuenta, yo repito. ¿No te pasa?
P: Sí…, pero yo corrijo después.
—Yo también, pero una vez que la leo no me doy cuenta que la palabra “claro” está tres veces en diferentes renglones. No me doy cuenta.
P: ¿No leés en voz alta de vez en cuando?
—A veces hago lectura en voz alta. Pero en general esa tarea la hace Mónica, mi mujer, y ella hace las marcas. Es el primer filtro. Antes se lo pasaba a Julián, el menor de mis hijos, porque si le gustaba a él, le gustaría al lector. Un día fue muy lindo porque terminó de leer el libro, yo estaba en el living, él estaba en su dormitorio, y siento ¡plaff!, el libro que lo tira, un anillado, y me aplaude. Era La maldición del Virrey. Y fue muy lindo. Después ya no. Ahora lee mis libros ya impresos, y cuando tiene tiempo. Ahora lo lee mi mujer y después lo mando a la editorial.
P: ¿Nadie más antes de la editorial? ¿Algún otro lector?
—No, siempre fueron mi mujer y mis hijos. Mis hijos ya me ignoran así que queda mi mujer que todavía me tiene paciencia.
P: ¿Nunca se te ocurrió hacer guión de cine?
—Hice La maldición del Virrey, y hay toda una historia con ese libro… me cansó… me ganaron por agotamiento. Cuando uno escribe una historia, una novela, depende solamente del editor que, como les dije, te sugiere algún cambio y nada más. En el cine no, interviene un grupo de personas impresionante. Algunos que ni conocés, algunos que no saben ni leer. En ese entonces estaba interesada una gente de Patagonik, que encima ni sabés quienes son, en La maldición del Virrey, una novela mía. Voy a una reunión, y había como veinte libros de La maldición…, lo habían comprado por curiosidad pero ninguno lo había leído. (Risas). Me pidieron una sinopsis. “Bueno, está bien”, dije yo, y le hice una sinopsis, de unas veinte páginas. “No, no, veinte páginas no, hacete una de diez, una de cinco y una de una”, me dijeron. (Risas). ¡Es serio, es así! La hice. Después había un muchacho que iba a ser el director, es conocido, que me dice “hay que hacer uno con imágenes, porque estos tipos no leen”. ¡Ni una página leen! Claro, el que pone guita…
P: ¿Un storyboard te pedían?
—Un storyboard no, ¿sabés cómo era? Como hay multimedia y toda esta cuestión de imágenes que están al alcance de todos, son como… ¿vieron los afiches de las películas?, yo no sabía quiénes iban a ser los actores, pero eran dos chicos de…  una serie de la rubia esa que todo lo que toca es oro…
P: ¿Cris Morena?
—Cris Morena. Era uno de los chicos de ella con una de las chicas de Bandana. Ellos iban a ser los actores. Bueno, supuestamente iban a ser, a uno se le ocurrió que podían ser ellos. En base a esos personajes hacen una secuencia de unos veinte afiches, muy bien hechos, como si fueran los afiches verdaderos de la película. Y a cada uno le ponen una frase, como “Dos chicos que se encuentran”, eso es para lo que les da su capacidad lectora, eso sí, con mucha imagen. Y así contás más o menos la historia. Una capacidad de síntesis, porque si te equivocás ahí sonaste. Esa gente que ahora determina esas cuestiones es gente de la generación de la tele, todo imágenes, ni tocan los libros.  Bueno, después se separaron. No sé, está ahí, vamos a ver. Lo que pasó también es que este chico que me llevó a Patagonik quería que le corrigiera su guión. Estuve un tiempo con eso, él me enseñó cómo se escribe un guión, y yo lo que le hice fue mejorar un poco los diálogos.  La película no se hizo, la de él tampoco. La de él era una historia de magos, muy interesante. Todos los directores quieren hacer su película, con su historia. Acá no es como en los países productores de cine en los que el que hace su película es el gran director de cine, un capo, Woody Allen, Francis Ford Coppola. Acá todos quieren hacer su película. Este chico también. Y la verdad es que se armó una historia muy buena. Yo le mejoré un poco los diálogos. Y está ahí. Lo que me dio son muchos elementos del mundo de la magia, que él investigó, y me escribió la novela, que es El caso del mago. El caso del mago y la clave secreta es la última novela policial, donde hay una intriga que gira alrededor del mundo de los magos.
P: ¿Está en Alfaguara?
—Sí, en Alfaguara. Es muy interesante, porque me fui hasta un lugar que se llama “El bazar de magia”, que existe. Entonces uno llega hasta un edificio corporativo, donde te abren la puerta y de repente todo es rojo. Ahí están los trucos de los magos. Y los ves ahí y están todos expuestos vergonzosamente, porque es feo. Claro, vos ves los medallones de oro pero lejos en el escenario y resulta que es una moneda pobretona. Pero, en realidad, es muy interesante porque me contó el dueño, que se llama Marduk, que se traduce mago, que él vende y compra trucos para magos. Y él me contó algunos que yo pongo en la novela. O sea, me sirvió de algo el acercamiento al cine, me sirvió para escribir una novela.
P: Y  de paso aprender unos trucos de magia para irte los fines de semana.
—Por los barrios
P: ¿Por qué no se llamó “El caso del mago escarlata”, como estaba previsto?
—De hecho el personaje del libro se llama “el mago escarlata”, entonces yo con buen criterio le puse el nombre como título del libro. A mí me cuesta horrores pensar los títulos, y ese lo tenía de entrada. Ya estaba aprobado, ya estábamos incluso en las pruebas, y me llama por teléfono Laurita Wullichzer, de Alfaguara, y me dice “mirá Carlos, tenemos un problema”, ella sabe que odio cambiar los títulos, es la segunda vez que me pasa con los títulos en Alfaguara. Me dice: “escarlata no puede ir, no puede ser”; “¿por qué no puede ser?”, pregunto yo; “porque está en un libro ya, en Peter Pan y el rojo escarlata, que es un libro internacional que lo compró Alfaguara, que le va a dar mucho apoyo y sale justo en la misma época, y escarlata es una palabra muy fuerte”. A mí me pareció una guasada sobre todo por “escarlata”, hubieran puesto “Peter Pan” cualquier cosa. Tuve que cambiarle el título. Me llevó bastante tiempo.
P: Un tiempo encontrarlo.
—Sí, te diría que casi todas las vacaciones. Ya me había ido de vacaciones y los volví locos a todos, todos opinaban.
P: ¿Cómo se llama?
El caso del mago se llama, pero solo, yo decía “le falta algo”. Entonces, El caso del mago y le faltaba, y ya tenía escarlata en la cabeza. Bueno, finalmente se llamó El caso del mago y la llave secreta. Después todos lo llamaron El caso del mago. (Risas).
P: Volviendo a la novela tuya que nos convoca. Todos hemos leído El tercer conjuro. ¿Qué se les ocurre preguntar?, ¿qué les llamó la atención?, ¿qué quieren comentar?
A mí me pasó una cosa medio rara, porque lo empecé a leer de noche, cuando volvía del trabajo. Me pasó que leía hasta una parte y, cuando volví a retomar, en la parte del convento, y aparece esta cosa de los bichos me sorprendió, venía de lo de las estatuillas y de los espectros y de pronto aparece en esta cosa tipo Carpenter.
—¡La medusa!
P: Sí, la medusa. Me hizo acordar a esta película de Carpenter que se llama La cosa. Además la novela tiene esto de ir como anunciando que todo va a ser peor.
—Sí, todo va a ser peor. Son sueños, son pesadillas.
P: Sí, es muy onírico, muy visual también.
—Yo soy visual porque a mí me gusta mucho dibujar. Yo visualizo todo lo que escribo, no me lo propongo, lo veo. Ahora, por ejemplo, que estoy con una novela de piratas y lo tengo loco a un amigo mío que maneja veleros, porque mi experiencia en veleros consiste en sentarme y dejar que el velero vaya. Hay una serie de nombres de maniobras que yo quiero utilizar en la trama, entonces lo llamo, yo la veo, pero no sé cómo se hace la maniobra. Yo sé que la botavara hace este movimiento y si vos no te agachás te rompe la cabeza, y justamente por eso hay una soga y no lo entendía. Y esa medusa debo de haberla visto en alguna pesadilla porque es bastante visual. A mí me gustó jugar con la oscuridad en la oscuridad, él ve cosas en la oscuridad.
P: Porque además de visualizar, vos lo investigás.
—Sí, hay mucha investigación. En este que vos leíste, El tercer conjuro, no hay mucho porque es todo de la cabeza. En las otras novelas hay mucha investigación, bueno mucha tampoco, hay investigación. Hay una, en El caso del futbolista, en el que hice investigación con periodistas deportivos. En El caso del cantante de rock es muy interesante porque nació de la siguiente manera: resulta que mi mujer es socióloga y en un momento a ella le cae un trabajo de un compañero mío de consultora que tenía una confitería bailable, en Banfield. “Tívoli” se llamaba. Era una confitería que abría una vez por semana, no me acuerdo si era el viernes o el sábado. Mi compañero, de tanto en tanto, me contaba la vida de la confitería bailable. Yo me imaginaba un galpón. Un día me dice: “mirá, queremos abrir un día más, estamos haciendo un estudio y queremos ver si conviene, porque esto tiene muchos costos”. Y me contó la cantidad de gente que trabajaba. “Pero eso es enorme”, “sí”, y me habló de la facturación y era brutal. Entonces me preguntó si yo conocía a alguien que hiciera estudio de mercado; como yo trabajaba en economía y él era ingeniero, “bueno, mirá, mi mujer”. Yo le pregunté a mi mujer si podía hacer un estudio de mercado y me dijo “sí, claro, nunca hice para una confitería bailable”, así que se buscó un socio con cierta experiencia y ahí marchamos los cuatro, porque la mujer de él también se sumó. ¡Queríamos ver qué era eso del boliche bailable por dentro! Ahí me entero de los matones de la puerta, y de sus frasecitas, y además presenciamos los rechazos. Y hablamos en un momento con él, con el dueño, mi compañero, y le preguntamos por qué rechazaban a estos chicos. Era terrible. Entonces él me dijo: “porque el morochito me ahuyenta al rubiecito”. Era así nomás. La cuestión es que ahí aprendimos una pila de cosas. Y conocí al gerente. Imaginate estar en un boliche, tener que tomar esos líquidos artificiales con alcohol, un dolor de cabeza, con esas luces brutales, la música con un volumen espantoso. Todo eso yo lo uso en la novela. Y al gerente lo describí muy parecido. Lo describo tal cual es. Pero fue muy interesante tener esa visión, tras las bambalinas, de lo que es un boliche bailable. Hay oficinas, escaleras raras, no hay salidas de incendio. Y ahí escribí una frase que los chicos me preguntan, como si fuera un profeta, porque yo pongo algo premonitorio.
P: Cromagnon.
—No, antes de Cromagnon hubo otro, se llamaba Kheyvis. Fue antes de eso. Y ahí escribí “yo no quisiera tener que salir de aquí si hay un incendio”. Lo cierto es que después vino el incendio de Kheyvis y los chicos preguntaban si eso había sido antes o después del incendio. O sea en cada una hay alguna cuestión relacionada con la investigación. En las históricas también. Están las invasiones inglesas, está Akenatón, esta que estoy escribiendo ahora sobre los piratas en el Caribe. Yo vi una película muy linda, y me recordó el placer que me daba ir a ver películas de piratas. Una película que se llama algo así como “patrón” o “capitán del mar Caribe”, en la que trabaja Russell Crowe, que es una muy linda película, de una persecución de dos barcos, ambientada en la guerra…. y me encantó porque me recordaba a las películas de piratas que yo veía cuando era chico y que desaparecieron del mapa. Y como Mario había escrito una de piratas, yo también.
P: ¿Tenés que ver algo con la ingeniería? Porque acá nombrás ciertos términos…
—No, no, en realidad siempre trabajé con proyectos vinculados a la ingeniería. Mi viejo era ingeniero. Yo trabajé en un holding internacional, Techint, que hace montajes de este tipo. Entonces conozco.
P: ¿Nunca tuviste que tomar alcohol para inspirarte?
—No, no. Sabés que yo no creo en eso. A mí el alcohol me duerme. Además después hay muchos escritores que terminan confesando que nunca escribieron nada bueno bajo los efectos del alcohol. Eso es un mito. Y es razonable que sea así. Vos tenés que tener cierto grado de lucidez para escribir. Por ahí el alcohol te da en algún momento una imagen y después vos la aprovechás cuando estás lúcido, si te acordás. Pero si estás borracho estás borracho. Claro, porque a mí me gusta mucho Carver, que es un tipo que dijo que no había escrito jamás bajo los efectos del alcohol aunque había sido alcohólico. Él solo canalizaba ahí su angustia. Este pobre hombre, Poe, los momentos de lucidez según Cortázar eran cuando él escribía, eran los momentos buenos, claro, porque cuenta que tuvo veinte mil caídas. Hay un libro muy lindo que tengo yo, viejo, viejísimo, que tiene una introducción en el que Cortázar expresa su amor por Poe y escribe una biografía de él. Me imagino que habrá sido un biógrafo correctísimo, pero no era un biógrafo oficial. Y Cortázar ubica cuentos en los momentos en los que el pobre Poe zafaba de sus crisis. El mejor de sus cuentos lo escribió al salir de una de sus peores crisis, ya cerca de los cuarenta y pico. Y la última crisis fue por el alcohol. Lo fue a buscar a un editor, ya estaba en la lona, y creo que fue a Nueva York, no estoy seguro, porque encontraron un tipo que le iba a financiar… una revista, porque él quería hacer una revista. Y el tipo pasa un ratito y le dan un oporto.
P: Lo invitan a Washington, y llega borracho.
—Sí, a Washington. Pasa por la casa de alguien a tomar un trago. O sea, tuvo una mala suerte brutal. Pero en los momentos en los que estaba lúcido, escribía. Qué sé yo, puede ser. Uno extrapola su experiencia y dice “no, el alcohol no sirve”, pero por ahí algunos pueden.
P: Malcom Lowry, que vivía borracho. Otros lo han tomado como tema. Abelardo Castillo, por ejemplo. Castillo escribió una obra maravillosa de teatro sobre la vida de Poe.
—Ah, no sabía. Yo a Abelardo Castillo siempre lo he esquivado.
P: Es la vida de Poe. Y él toma el alcoholismo como tema de su propia obra.
—El amontillado lo debe haber escrito con mucho placer. Lo que pasa es que, digamos, Poe era un torturado. El alcohol era uno de sus problemas.
P: Atormentado.
—Claro. La imagen del poeta romántico.
Se lo tomó en serio.
P: Nosotros acá leímos algo, tomado de Internet, un texto que niega la leyenda. Según esta investigación, Poe no murió con delirium tremens y perdidamente borracho en la taberna, sino que lo mataron. Su físico no resistió una costumbre que había entre republicanos y demócratas que era emborrachar gente, doparlos, para llevarlos a votar. Y Poe no lo resistió. Dicen que incluso en ese momento estaba en recuperación.
—Sí, la imagen es que murió en la puerta.
P: Sí, tirado en la puerta.
—Yo me lo imaginé en una noche de frío y de nieve. Además tiene una cara… esa foto, es maravilloso porque es la imagen de un tipo así. Y es chiquito, te dan ganas de acariciarlo.
P: Bueno, para ir cerrando… no sé si quieren decir algo más, alguna reflexión más sobre la obra de Carlos y de Poe.
—¿Qué hace Bradbury acá? (Señala un ejemplar de Crónicas marcianas).
P: Bueno, qué hace Bradbury…. Vos mencionás en las recomendaciones a  los lectores, en El tercer conjuro, textualmente: “Basta leer una carilla de ‘La casa Usher’ para comprobarlo. Hay quienes afirman además que al abrir sus libros una misteriosa corriente de aire helado les eriza la piel y debe ser cierto, yo creo haberla sentido”. Sobre “La caída de la casa Usher” hemos hablado aquí que es el cuento extraño por antonomasia y Bradbury tiene un hermosísimo cuento que se llama Usher II, magnífico cuento.
—Ah, mirá. Este libro yo lo he releído veinticinco mil veces.
P: ¿Y no te acordás?
—Para nada.
P: En “Usher II”, un tal Stendahl y un tal Garret, un homenaje al hombre de las mil caras, llevan a todos los censores, los que han eliminado del mundo supermoderno, límpido, del futuro, donde no se permite la fantasía, las películas y los libros de Poe. Y los va matando a todos, pero con sistemas literarios, con en el barril del amontillado, por ejemplo, con estas cuestiones que los tipos han prohibido sin saber. Es más, creo que lo más interesante es esta intertextualidad. Comienza así: “Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes se cernían deprimentemente bajas, recorría a caballo una región del país singularmente lóbrega, y al fin al acercarse las sombras de la noche me encontré delante de la melancólica Casa Usher. El señor Stendahl dejó de recitar”. Empieza recitando “La caída de la casa Usher”.
—Sí, sí, mirá, vos sabés que ahora que me doy cuenta, ese libro yo lo leí, mirá cómo se juntan las cosas, cuando yo descubrí a Cortázar, en la década del sesenta, y que fue más o menos cuando leí a Poe.
P: Carlos, me parece que ahora, antes de irte, podrías leernos algo de El tercer conjuro, ¿no?
—Dale, les leo el principio.

El tercer conjuro (fragmento)

Escribo estas líneas en una desesperada carrera contra el tiempo, consciente de que el recuerdo de los sobrecogedores sucesos vividos en las últimas horas se desvanecerá irremediablemente. Y aunque no hay nada que quisiera más en el mundo, sé que el olvido, en este caso, es el resultado de un diabólico plan sobre mi mente destinado a mantener en secreto la más terrible amenaza que pueda imaginarse.
Tengo la perturbadora certeza de que una parte de mi memoria ha caído bajo el control de un poder ajeno y que está siendo minuciosamente vaciada. Desconozco el misterioso mecanismo que la gobierna y no desperdiciaré el escaso tiempo con que cuento para buscarle una explicación que, por otra parte, jamás entenderé. Pese al breve lapso transcurrido desde que esto comenzó, ya son muchos los recuerdos perdidos y todos los esfuerzos que he hecho para retenerlos resultaron inútiles. Los siento desprenderse de mi cerebro, uno a uno, obedeciendo el mandato de una energía omnipotente, irresistible e inexorable contra la cual mi voluntad nada puede hacer. Nada, salvo este intento por registrarlos antes de que desaparezcan para siempre.
Dada la urgencia apremiante que me acosa, he resuelto no detenerme en más datos que los imprescindibles para favorecer la comprensión de este relato. Por ello, sólo diré que me llamo Lucas, que soy estudiante de Ingeniería y que, junto con otros compañeros de la Facultad, hemos diseñado una planta para el tratamiento de desechos industriales tan eficiente y económica que, de la noche a la mañana, se convirtió en un inesperado éxito comercial. Ya hemos construido e instalado varios modelos lo que, si bien me ha permitido obtener un moderado ingreso para solventar mis gastos personales y darme ciertos gustos, me ha significado, además, un calamitoso estado de agotamiento, producto de las horas dedicadas a esta nueva actividad y a las exigencias de un interminable calendario de clases, trabajos prácticos y exámenes.
Precisamente debido a ello, tomé la fatal decisión que desembocó en esta historia cuyas imprevisibles consecuencias, de otro modo, tal vez hubiese logrado evitar.
Hoy debía realizar la inspección final de la última planta montada en una fábrica de pinturas, ubicada muy cerca de la ciudad. Aunque hubiese podido, como tantas veces, dirigirme hacia allí esta misma mañana para estar de vuelta antes del mediodía, resolví tomarme unas breves vacaciones y partí ayer con el inocente propósito de pasar la noche en uno de los pueblos vecinos a la fábrica.
Al principio, todo resultó de acuerdo a lo planeado. El atardecer era perfecto y, pese al tránsito que poblaba la autopista, disfrutaba el paseo. El sol se estaba poniendo —predeciblemente hacia el Oeste— ofreciendo su vanidosa exhibición de colores y seduciendo, con asombrosa facilidad, a mis sentidos, que se dejaban cautivar por el espectáculo sin ofrecer la menor resistencia. Tenía las ventanillas del auto abiertas y un desacostumbrado olor a leña quemada estimulaba mi olfato urbano que se relamía vaticinando un buen plato de carne asada antes del sueño.
De repente, el habitáculo del coche fue invadido por un bramido desapacible y la ensoñación en la que me hallaba sumergido se interrumpió. Tardé unos instantes en comprender que la música, que me había acompañado a lo largo del viaje, había cesado para ser sustituida por los ruidos destemplados de la ruta. La radio, inexplicablemente, se había apagado. Presioné el botón de encendido varias veces, pero nada sucedió. El aparato había enmudecido.
La situación se complicó, aún más, al comprobar que tampoco las luces funcionaban. Un problema eléctrico: fusibles fundidos o algún falso contacto —pensé— y, si bien el desperfecto me llamó la atención, ya que el auto era nuevo, no me alarmé demasiado. Acababa de pasar la rotonda, frente a la fábrica de pinturas, y sabía que poco más adelante había una salida hacia uno de los pueblos que buscaba.
(Aplausos).









Bueno, Carlos, como siempre un gran placer conversar con vos. Muchas gracias.

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