viernes, 28 de febrero de 2014

Toda la gente sola

Por: Marcos Urdapilleta—
Toda la gente sola
Ya a una cuadra y media, Martucci saca las llaves del bolsillo y las hace girar alrededor del dedo índice. Agarra por O’ Higgins y apura el paso; es de noche, tiene calor y está cansado. Por fin llega a la puerta del edificio. Cruza el hall de entrada, entra al ascensor y sube hasta el quinto piso. Abre la puerta del D, se saca la camisa mecánicamente y la tira sobre la silla, después pasa al baño. En la cocina abre la heladera; la luz amarilla titila, no muestra mucho. Mackinze se prepara un sándwich y lo deja en un plato sobre una mesita en el living comedor. Entonces: con el control remoto en la mano, se deja caer en el sillón. Todavía no está sentado cuando aprieta el botón rojo, pero, antes de que la señal pase del control a la lucecita roja del televisor y lo encienda, todo se vuelve negro. Corte de luz.

Contra el cielo azul, limpio, tan profundo que parece inalcanzable, tan claro que es casi doloroso, se recorta la casa. Es rosa y, como el cielo, clara. Pero, además de estar más cerca, de brillar más y de ser, por lo tanto, más real que el cielo, la casa no es para nada profunda. De hecho es chata. Apenas una superficie empotrada ahí, a unos metros. Las cortinas están abiertas, pero es imposible saber si hay alguien atrás de los ventanales porque el vidrio refleja el jardín y la casa del vecino y algunas palmeras. No muestra nada de nada. Atrás de la casa hay otras dos palmeras. La primera asoma por el techo. La segunda aparece entera al costado. Parece que, con este sol y esta luz, son lo único que se anima a crecer  y a seguir creciendo y viviendo por acá. 
Estuvo recortando y pegando cartón prácticamente todo el día, y anoche apenas durmió. Está agotada, y le viene exigiendo demasiada concentración y metiéndole demasiada cafeína a su cerebro. Por eso, porque está pasada de rosca, no entiende. No entiende que tiene todo preparado –el pegamento en una mano, la figura de cartón en la otra, la maqueta ahí, esperando que la termine de una buena vez-, que tiene todo listo para pegar el techo y empezar con los últimos detalles, pero que no puede. ¿Qué pasa?, le dice su cerebro, ¿por qué no vemos nada?, le dice. Y le recomienda que espere un poco. Esperemos un poco- le dice -a ver qué pasa. Así que esperan, pero sigue todo oscuro. Entonces su cerebro, que tomó mucho café, le recuerda que mañana tiene entrega final y todavía falta mucho,  le asegura que no va a poder seguir trabajando.
El sol es un castigo, no perdona nada. Está en su punto más alto y más cruel. Allá enfrente, justo adelante de los ventanales, la galería debe ser un infierno con su piso de ladrillos. 
El del séptimo F está ensimismado. Ya tiene todo preparado: la carta sobre la mesa, el vino y los vasos para despistar, la horca, que improvisó con varios metros de soga de la ferretería, la silla en posición. Incluso él está preparado. Pero la luz… por qué se tuvo que cortar la luz. Lo viene pensando desde hace meses, y en cada una de las representaciones mentales que se hizo de ese mismísimo momento el foquito de luz brillaba, el timbre sonaba y, eventualmente, alguien entraba y lo encontraba. Lo tenía todo ordenado y calculado, una cosa llevaría a otra y a otra y así sucesivamente, como una hilera de dominós. Pero ahora no puede tirar las fichas porque en la cadena de la primera a la última falta una. La luz…
 ¿Quién estaba sentado, y adónde se fue? Ahí enfrente, en el infierno de galería, la silla está vacía hace un buen rato. El que sea que haya estado ahí se debe haber hartado de tanto sol. No hay respiro, ni un solo charquito de sombra. Hay sol. Y mucho.
Susana acaba de entrar al edificio, el hall de entrada está a oscuras y apenas ve dónde pisa. En una mano tiene dos kilos de alimento para perro, con la otra lo lleva al caniche de la correa. Mira por la puerta del hall: afuera también está todo oscuro; se debe haber cortado en todo el barrio. La puta madre, dice. Susana tiene nueve pisos hasta su casa. Así que toma aire y empieza a subir, escalón por escalón. El perrito la sigue con esfuerzo, y cuando llegan al tercer piso se empieza a quedar atrás. Susana tira de la correa y lo obliga a subir a fuerza de acogotarlo. El animal se queja, de vez en cuando ladra un poco. ¡Calláte, bicho!
 El trampolín ya no se mueve. Rígido, de un amarillo ultrasónico, avanza sobre la pileta como un puente sin terminar, o como un abismo infantil. O nada más está, y punto. Como un trampolín, como nada que no sea un trampolín. No es alto, ni un poco; apenas se levanta sobre el borde de la pileta. El sol debe estar fatigando las cosas, porque no se mueve absolutamente nada. Las cortinas están quietas, las palmeras están quietas, el viento y el trampolín están quietos. El mundo también debe estar quieto, parado justo en esta hora del día, justo en esta estación del año, firme e inamovible del punto en la órbita al sol en la que está ahora. Porque hasta las horas están quietas.
El ventilador de techo todavía gira sobre su cabeza, pero cada vez más despacio. Carlos se queda acostado bocarriba unos minutos, pero entonces decide que el calor y los mosquitos son demasiado molestos. Se levanta, trata de prender el ventilador de nuevo, cuando ve que no arranca murmura algo. Va hasta la cocina y se sirve un vaso de cerveza, deja la botella a mano. Mejor ahora, antes de que pierda el frío, piensa, y sale al balcón en calzoncillos. Toma la cerveza con lentitud, mira las calles oscuras. Los autos que pasan son lo único que brilla en esa parte de la ciudad. Parece que formaran ríos de luz. Se los queda mirando un rato, se prende un pucho, se apoya contra la baranda de fierro. Eleonora todavía no llegó, ¿por dónde andará? Deben ser como las diez de la noche. Probablemente está en alguno de esos ríos luminosos, pero ¿está llegando o se está yendo? No sabe, tampoco le preocupa demasiado. A lo lejos el cielo nocturno está teñido de amarillo, allá deben tener luz. Carlos pega un salto para atrás, asustado. Algo le acaba de pasar a menos de medio metro en caída libre, para estrellarse casi enseguida contra la vereda, cuatro pisos más abajo.
El agua de la pileta, igual que todo lo demás, podría perfectamente estar planchada. La luz achata todo lo que hay acá afuera. Y justo en el momento en que se creía que la hora iba a ser para siempre: se ve: la superficie del agua se rompe: ¿para siempre?: un espejo de agua se levanta irregular sobre la superficie, y al lado del espejo: una explosión de agua y aire confunde el aire, y al lado de esta explosión: hilos de agua se disparan oblicuos a la superficie que lo eyectó: una zambullida.
El sol no da tregua. Todo brilla y todo cansa porque brilla. Pero ahora hay una sombra. Hay, de hecho, una sombra sobre todo lo que hay. Sobre la casa. Sobre las palmeras. Sobre la galería de ladrillos, la silla vacía, la pileta. Hay sobre todas las cosas la sombra de lo que no está.
Se saca el casco y se baja de la moto. Ya con las pizzas en la mano, se acerca a la puerta de calle y espera un poco para ver si lo encuentra al portero. La luz se cortó mientras venía y, como ya estaba más cerca de ahí que de la pizzería, decidió pasar igual. Pero el portero no aparece. Se fija en el papelito que le pegaron en la caja: O’Higgins 1372, séptimo F, dice el papel. Golpea el vidrio. Nada. Espera un poco más, pero no ve a nadie. Ya fue, se dice. Vuelve a guardar la pizza, se sube a la moto. Pero todavía no la arranca. La luz de la moto le muestra algo raro en la vereda: al lado de un árbol hay algo que cayó y dio contra el cemento. Se baja de la moto, se acerca despacio. Es la maqueta de un edificio. Se ve que no está terminada, porque el cartón está pelado, sin pintar. La base se desprendió y una de las paredes se dobló un poco, pero la maqueta todavía está entera. Suspira. Son las diez y cuarto, todavía le quedan como dos horas de laburo. En la pizzería sí tienen luz. Arranca, acelera, se va. Más tarde se va a tomar una birra con los pibes.

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