jueves, 31 de julio de 2014

Atrapado

Mario M. Méndez*—

Cuando el padre de Agustín llegó a Toranzo esperaba encontrar a su hijo muy enojado, y por eso, además de un buen regalo, se había preparado para recibir muchas recriminaciones o, peor aún, ese silencio furioso que el chico solía usar, y que a él tanto le dolía. Sin  embargo, Agustín estaba feliz. Feliz como nunca, y acompañado de un cachorrito blanco, su nueva adquisición.
–Desde que encontró al cachorrito es otro chico –le dijo el abuelo Ramón al padre de Agustín, que se rió, contento con el comentario.

Y era cierto, hasta la risa de Agustín era distinta.
Agustín se había aburrido todos y cada uno de los días de su visita a Toranzo. Con su larga experiencia de hijo único de padres separados, tenía muy claro que el divorcio de los viejos a veces le significaba algunas ventajas, y otras veces unos cuantos problemas. Y que los problemas, lamentablemente, se amontonaban en las vacaciones. Tanto su padre como su madre tenían compromisos de trabajo, y el exceso de tiempo libre de su hijo casi adolescente les complicaba la vida. Si por ellos hubiera sido, Agustín no podía dejar de pensarlo, el colegio tendría que durar todo el año. La casa de los abuelos, entonces, era una solución posible. Posible, pero tremendamente aburrida. Y su padre, una vez más, había apelado a la intolerable solución: lo había llevado a Toranzo, el pueblo de los abuelos, y allí lo había dejado, con la promesa de que al término de una semana lo iría a buscar, para completar lo que quedaba de enero en Mar del Plata, donde un tío tenía departamento. Pero ya habían pasado diez días, del padre no había noticias y Agustín ya no lo podía soportar. Sus abuelos lo trataban muy bien, por supuesto, pero él ya tenía 14 años y que la abuela le cocinara sus postres favoritos, o que el abuelo de vez en cuando lo llevara hasta algún campo vecino, en la chata vieja que usaba para repartir garrafas, no le alcanzaba. Enero avanzaba con una lentitud exasperante, y él no había conseguido hacer amistad con ningún chico ni chica de su edad, sencillamente porque en todo el pueblo no había ni uno. Los abuelos no tenían televisión por cable ni mucho menos computadora, así que se la pasaba dando vueltas en bicicleta, desde la estación antigua hasta la ruta, una en una punta y otra en la otra punta del pueblo, pero ambas muy cerca de la casa, tan cerca como lo estaba todo en Toranzo, que era un pueblo de apenas diez cuadras.
A la noche del undécimo día sonó el teléfono y Agustín corrió a atenderlo. Tenía que ser su padre, anunciándole que vendría, al fin, a buscarlo. A rescatarlo. Era él, sí. Se deshacía en disculpas, le explicaba que habían aparecido unos problemas en la oficina, le contaba no sabía bien qué cosas de la aduana o algo así, y le prometía que sin falta iría el fin de semana, que tuviera paciencia. Era lunes: faltaban cuatro días, por lo menos. Y si el padre cumplía, y llegaba al pueblo el viernes, seguramente el sábado se querría quedar, para no ofender a los abuelos. Otro día más de encierro. Agustín tenía ganas de llorar, pero se la aguantó. Se sentía atrapado, y sabía que no había salida. Para sacarse la bronca les avisó a los abuelos que se iría a pedalear un rato. No hacía falta que le pidieran que tuviera cuidado: en Toranzo no había tránsito, no había robos, no había nada.
Pedaleó hasta el final del pueblo y enfiló hacia un montecito de eucaliptos, del otro lado de la ruta. Allí donde se levantaba la única casa más o menos interesante de la zona, la única que tenía una tapia que la circundaba, la única con un jardín delantero –ahora cubierto de yuyos –que seguramente había sido hermoso. Según decían sus abuelos, había pertenecido a un gobernador, y nadie sabía por qué la habían abandonado. Estaba vacía desde hacía años, y los portones de la entrada, vencidos por el tiempo, dejaban pasar a cualquiera. En Toranzo no había ni siquiera cuentos de aparecidos: nadie decía que la casa estuviera embrujada, nadie le tenía miedo a sus altos paredones, a ninguno de los pocos habitantes del pueblito se le había ocurrido jamás que esa casa pudiera albergar más que mugre, comadrejas o cuises, y  no mucho más. Pero Agustín era de la ciudad, y había visto suficientes películas de terror como para meterse así como así, a oscuras, en una casona abandonada. Por muy aburrido que estuviera, no se atrevería a entrar, salvo que alguien, como en ese preciso momento ocurría, lo llamara.
–Pibe –oyó que le decían –. Pibe, vení, ayudame.
Agustín bajó de la bici y se acercó, despacio. No tenía linterna, pero como había luna llena se veía bastante. El que le hablaba era un hombre viejo, de barba canosa. Estaba sentado en el piso del antiguo jardín, y se agarraba una pierna.
–Vos sos el nieto de Ramón, ¿no?
Agustín asintió. Si era el único chico en Toranzo, seguro que el viejo tenía que haberlo visto con su abuelo.
–Se me escapó un cachorrito que tengo, y se metió acá. Lo entré a buscar por miedo a que se lo coman las ratas, y me enganché la pata en un pozo. Vení, no tengas miedo.
Agustín ya había empezado a acercarse, pero curiosamente ese “no tengas miedo”, lo detuvo. No había tenido ningún miedo hasta ese momento, pero en cuanto el viejo lo mencionó, un escalofrío le corrió por la espalda.
–Voy a casa a buscar al abuelo –improvisó –. Venimos con la chata.
El viejo se quejó de dolor.
–Vení ahora, pibe. Ayudame a sacar la pierna, que me duele.
Agustín dudó. Pensó que debía entrar y ayudar al viejo, pero en ese instante una nube tapó la luz de la luna y el miedo pudo más.  Salió corriendo, agarró la bici y ya pedaleando le gritó al hombre que enseguida volvía, con el abuelo Ramón.
Un rato después, mientras arrancaba la chata, el abuelo se rascaba la cabeza, confundido. No acertaba a adivinar quién podía ser el vecino accidentado. En un instante estuvieron en la casona y bajaron, pero no encontraron a nadie.
–Se habrá liberado solo, pobre hombre –le reprochó el abuelo-. Mirá que dejarlo ahí tirado, m’hijo.
Agustín bajó la cabeza, avergonzado. Al otro día buscaría al accidentado para pedirle disculpas. Al menos la aventura le había dejado algo que hacer.
Pero al día siguiente, por más que buscó y pedaleó por todos lados, no pudo encontrar a nadie que se pareciera al viejo de la casona. Nadie rengueaba. Nadie, ni en la panadería ni en el bar, donde preguntó con timidez, conocía a un viejo de barba que tuviera un cachorro. Agustín, vagamente, empezó a sentirse preocupado.
A la noche, después de la cena, otra vez pidió permiso y montó en la bicicleta. Esta vez llevaba una linterna, por las dudas. Pedaleó directo hasta la casona, que en esa noche nublada se presentaba más oscura, un poco más atemorizante. Dejó la bicicleta apoyada en el paredón, encendió la linterna y entró al jardín, esquivando los yuyos y las ortigas. No sabía muy bien por qué lo hacía, pero le parecía que tenía algo así como el deber de atravesar los portones y meterse en el yuyal, era como una manera de disculparse con el pobre viejo accidentado que había dejado abandonado. Caminó unos cuantos pasos hacia la galería delantera, y estaba pensando en si se metería o no dentro de la casa cuando se sobresaltó con el ruido de algún bicho que pasó corriendo y de inmediato decidió que no, que era mejor irse. En ese momento oyó un breve ladrido y se dio vuelta: a unos pasos había un cachorrito, que se quejaba. Agustín se agachó a ver qué le pasaba, y lo vio medio atrapado en un pozo. Lo levantó con cuidado, le sacudió el polvo que parecía tener pegado y lo dejó en el piso, para ver si el animal podía caminar bien. Entonces oyó que alguien pedaleaba en su bicicleta.
–¡Eh! –gritó, soltando al cachorro –¡Mi bici!
La bicicleta parecía alejarse. Agustín corrió hacia los portones y cuando ya llegaba, metió el pie en un agujero y cayó.
Gritó de dolor. Se había doblado el tobillo y no podía destrabarse. La bicicleta, como si el ciclista que la había robado lo hubiera visto todo, regresó.
Un chico de su edad asomó la cara.
–Vení, pibe, ayudame –dijo Agustín, pero su propia voz le sonó rara, como cascada.
–¿Qué le pasó, señor? –le preguntó el chico de la bicicleta.
Agustín sintió que el miedo le subía por la garganta. ¿“Señor”? ¿Cómo que “Señor”?
–Vení pibe –repitió, cada vez más asustado de su voz, de su irreconocible voz –, no tengas miedo.
El chico retrocedió. Pero no parecía que tuviera miedo, no. Al contrario, mientras se alejaba en la bicicleta lentamente, sonreía con toda la boca. El cachorro pasó rápido al lado de Agustín, de ese viejo que era ahora Agustín, ahí atrapado, y corrió detrás de la bicicleta, hasta que ambos, el perro y el chico, se perdieron de vista.


*Mario M. Méndezconocido por su literatura infantil y juvenil, también es columnista de unoytres.com.ar. Este cuento integra la antología “Un mes después y otros cuentos aterradores”, publicada por la Editorial Amauta.











3 comentarios:

  1. Buenisimo relato, escalofriante , me dejo con muchas ganas de leer los otros cuentos....iré tras el libro.

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  2. Buenisimo el cuento, "te atrapa", gracias por compartirlo . Me gustaría leer otros cuentos de Mario Mendez.

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  3. no salía el comentario primero , por eso insisti y salieron los dos...Será que me gustó mucho?? jajjaja.

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