Ma. Mercedes Alemán—
Varias cosas me quedé pensando respecto a la mudanza y quizá me mueva el hecho de emprender una, pequeña, pero mudanza al fin.
Dejar, como vos decís, ensoñaciones es en algún punto convertirse en el fantasma que va a habitar esos lugares. Uno cree cuando arrulla a un niño muy niño (que no va a recordar ni el canto, ni a la persona, ni su llanto, ni el motivo) que algo de eso queda en el niño. Supongo que lo que pasa es que los niños dormidos despiertan una ternura muy grande, gigante, y uno cree que el pequeño se conmueve como uno y que, entonces, el canto lo modifica. Pero el modificado es quien canta y mira dormir. Con los lugares pasa algo parecido, uno cree que las paredes absorben lo vivido. Que los objetos en general lo hacen, como si fueran permeables y/o sensitivos. Pasa entonces, cuando uno abandona (o simplemente deja un lugar) que cree haber modificado ese espacio tanto como el espacio modificó a uno. Uno, cuando digo uno hablo de mi, pero vista desde afuera, está convencido de que queda en el lugar habitado el fantasma de lo que supo ser en él.